Lo  mejor mi niñez fue tener un hermano de casi mi misma edad, por eso hubo  una época en la que nunca me encontraba solo. Era un compañero  permanente que servía para muchas cosas: jugar, compartir comida,  molestar, gritar, pelear. Recuerdo cuando nació, el vestido gris que yo  tenía al ir al hospital, la cama blanca en la habitación blanca donde  estaba mi mamá y su cabello cansado y deshecho en rizos que tuvo en esa  única oportunidad; la mano de papá en mi espalda empujándome para  conocer al nuevo miembro de la familia, un toque que se siente ajeno y  olvidado, como todo recuerdo suyo. Lo vi. Me dijeron que lo tuviera en  mis brazos, yo no sabía cómo, pero al final lo hice y nos tomaron una  foto, la primera de muchas. Fue el primer bebé que alcé. Mi hermano era  pequeño, feo, arrugado, pálido y cabezón. Sigue siendo así, solo que  ahora es un poco más alto que yo.
Cuando  pequeños nunca hicimos mayores travesuras. O no las recuerdo. Tengo  presente el momento en que casi me quemo la cara con una mecha en  navidad, prendiéndola a escondidas junto con algunas cosas que habíamos  comprado. Salimos al jardín y, como siempre, le dije que se hiciera a un  lado, que podía participar en todo pero solamente mirando. Era muy  pequeño entonces, lo sigue siendo todavía. En una mano la pólvora, en la  otra un fósforo listo para prender. Lo tenía todo planeado, a la cuenta  de cinco iba a tirar la mecha al aire, encendida, para que cuando  sonara poder gritar "bomba" o alguna cosa que en el momento me parecía  muy divertida. Alcancé a llegar a cuatro cuando me estalló en la mano,  me lastimé el pulgar, quedé con un oído inservible por unos días y el  ojo derecho totalmente rojo por el humo y la explosión. No hubo  sonrisas, no hubo dramas tampoco: entré de nuevo a la casa con su ayuda y  me unté de crema el dedo y la cara esperando lo mejor. Yo veía siempre  que mi madre la usaba para todo, y le servía. Nadie se enteró, nadie se  fijó en mi ojo mutante tampoco, lo que me deprimió al principio pero  luego me dio para pensar que era indestructible, inmortal, como el  McCleod de las películas.
Muchas  veces nos dejaban solos, encerrados bajo llave. Usábamos el teléfono  para hacer bromas pero la creatividad no salía en las llamadas anónimas,  así que lo siguiente en la lista era tirar cubos de hielo a las casas  vecinas, canastadas recién hechas por nosotros. Nunca rompimos las  ventanas. Jamás les apuntamos, y en eso ayudó bastante la suerte,  solamente las arrojábamos confiando en que cuando hicieran contacto con  algo hicieran mucho ruido. Eso, tal vez, era para nosotros hacer  travesuras: romper el silencio de una forma brusca, violenta, con gritos  o con cosas chocando, llevarle la contraria a lo que nos pedían los  mayores regularmente: no hacer bulla, estar callados. Una rebeldía que  no iba para ningún lado, que se quedó siempre en minúsculas y fue  desapareciendo con el paso del tiempo; las reglas que se fueron  aclarando y repetimos con nuestra voz esas palabras de adultos: los  niños deben hacer silencio. Lo que de pequeños nos identificaba y era  contagioso, con la edad se le da el trato de una epidemia.
 
Un  día, haciendo cualquier cosa, como siempre, descubrimos tal vez un  oficio que nos gustó y que repetimos varias veces. En esa oportunidad,  por error, terminamos jugando a los reporteros, al noticiero. Luego  fuimos perfeccionando la práctica: éramos nuestros propios periodistas  de campo, editores, directores y como si fuera poco, presentadores. Lo  primero siempre era que tomábamos prestadas las máquinas de escribir,  unos sacos, linternas y unas cobijas. 
Yo  iba por la máquina de mi abuelo, una Remington Quiet-Riter. Él la  dejaba en el cuarto de estudio encima de un escritorio que hacía juego  con una silla enorme de rodachines y montón de archivadores, todos  metálicos, todos tan antiguos pero que por su propias características  parecían venir del futuro; la máquina estaba dentro de una caja café  oscura que era bastante pesada. Al abrirla se notaba ese color verde  opaco que representaba todo lo que era: dura, hosca, fría y terrible, un  monstruo que seguro ha visto muchos días y tiene mejores historias que  contar.
Mi  hermano usaba una Brother Deluxe 1350 semi automática que era de mamá,  bastante práctica y muy suave. Ella la dejaba en su habitación, como  todas sus cosas. Tenía un maletín discreto, de color gris. En el teclado  había dos teclas rojas mientras todas las demás eran blancas. No pesaba  nada. Era compacta, delgada, tenía una cinta de dos colores, una  sorpresa que ninguno de los dos pudo superar sino tiempo después al  enterarse que no tenía nada de especial: se trataba solamente de un  carrete un poco más costoso.
Nos  reuníamos en la habitación. Luego, con las linternas prendidas, nos  sentábamos frente en frente de nuestras máquinas y echábamos las cobijas  encima nuestro, con la luz apenas para escribir cosas que nosotros  entendíamos a plenitud. Yo hacía mucho esfuerzo, ponía todo el peso de  mi cuerpo en los dedos para que se imprimieran bien las letras en el  papel y entonces las notas que iba escribiendo salían pausadas; mi  improvisada carpa sonaba como un animal gigante que daba pasos lenta y  torpemente mientras que la de mi hermano era como un caballito que iba  en una persecución, no se sí adelante o atrás, nunca lo pensé sino hasta  ahora, pero tenía un ritmo muy bonito. A él siempre le salía música,  algo que se le volvió costumbre. 
Tras  unos cuantos minutos nos descubríamos, usábamos cualquier prenda a la  mano para disfrazarnos y empezaba el noticiero. Yo leía cosas sobre  aviones que se caían encima de pueblos y él de atentados a personajes  que se acababa de inventar. No íbamos muy lejos de la realidad, pero por  lo menos nosotros teníamos el control de las historias que contábamos.  Un día lo hice reír y entonces el noticiero tuvo que salir del aire por  unos momentos. Lo regañé porque éramos gente seria: en los noticieros de  verdad no salía nunca nadie burlándose de lo que se hablaba y entonces  nació una competencia en la que cada uno contaba cosas chistosas para  hacer perder al otro. Generalmente no llegábamos ni a la sección de  deportes cuando ya nos tocaba soltar la carcajada.
Un  día como cualquier otro mi hermano el mayor, sin querer, encontró  nuestros libretos. Tenía que hacer un trabajo para el colegio y buscó  las máquinas encontrando lo que mi mamá luego llamó un gasto inoficioso  de papel, tinta y tiempo. Mis hermanos mayores trataban de disimular la  risa conforme a lo que iban leyendo pero eso realmente no importaba, la  mirada acusadora de ella nos señalaba muy claro la diferencia entre  desperdicio y derroche, las dos caras de una moneda que no conocíamos:  para nosotros siempre todo estaba allí, disponible, y el discurso ese  del cuánto valen las cosas no lo supimos entender, por lo menos, en el  momento.
Pero no hicimos caso.
Seguimos  creciendo entre cuentas de telefonía que eran exageradas y regaños a  nosotros por hacer llamadas en broma. Las recordamos porque estuvimos  allí, mejorándolas y todavía se mantienen en la memoria como si fueran épicas aun cuando son  difíciles de contárselas a alguien ajeno. Todas esas cosas van perdiendo  gracia tratando de explicarlas, basta una mirada o decir el “se acuerda  cuando...” para soltar la risa y quedar en ridículo por no haber podido  documentar como se hace hoy día todas esas horas de chistes y cosas  graciosas. Creo que al pagar la cuenta telefónica o de la luz o  del agua vamos obviando lo que significaron en nuestra niñez, desde esas  pegas por teléfono hasta las peleas desocupando la alberca que todavía  está en el patio, mojando hasta la ropa de los vecinos, o las horas que jugábamos en el family turnándonos sin  saber cómo guardar el progreso de las partidas. Seguimos pagando en un sentido simbólico todas las cosas que hicimos sin arrepentirnos de ello. Lo importante es lo que queda.
A  ciencia cierta, muchas veces le he salvado la vida a mi hermano. La más  importante cuando se iba a caer de la cama de cabeza y no entiendo cómo  lo pude coger de las piernas, las patas, arrastrándolo al colchón  diciéndole que no se asustara y prometiéndole que nunca nadie iba a  saber que pasó eso. Lo siento. Otras tantas han sido ahí a su lado  regalándole una de mis vidas o salvándolo de Shredder para poder  rescatar un juego: saltar con un botón, con el otro mandar la patada,  meterme en el golpe que lo puede fulminar con el solo contacto y morir  salvándolo solo para que pueda sentarle el golpe final y salvar, de  nuevo, el mundo. Yo sé que él se acuerda, yo sé que se está riendo  acordándose.
Fueron  muchos los peligros de los que nos salvamos continuamente en la  cantidad de mundos que visitamos y como sigue esa cercanía a pesar de ya  no pasar juntos tanto tiempo. Ahora es mi vecino. A veces se  acuesta antes que yo, otras veces simplemente me hace la visita en  silencio o se la hago yo acompañándonos de esa manera que nadie cree  posible, de esa que no encontramos por más que buscamos. Son más las  veces que él me ha ayudado a mí en este fracaso de ser un hermano mayor,  pero yo sigo con ganas de compensarle todo eso. Hay que buscar otra  manera de jugar juntos, por lo menos, para que siga sintiendo que a  pesar de la distancia y algunos muros que se han puesto entre ambos sepa  que lo sigo cuidando.
All I Want.
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*You don’t want to talkYou don’t want to touchYou don’t even wanna watch 
TVYou say I can’t see the forest for the treesSo burn it all down, and 
bring ...
Hace 6 años
 
 
 

2 comentarios:
Ah que texto tan bonito. No tengo idea quién es el escritor, pero estos textos con nostalgia de infancia me gustan mucho.
Genial. Gracias por compartir ese pedazo de infancia común n
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