24.5.21

Resistencia.

Una vez, a la hora del almuerzo, por ahí en el parque el Virrey vi una escena que no causaba gracia, aunque pueda parecer chistosa: en una patineta eléctrica iba una señora alta, de cabello rubio, iba casi que volando, y detrás iba su empleada, una señora de bastante más edad, de color, con un cochecito de esos de bebé en el que se veía a un niño blanquito con el cabello rubio. La empleada iba corriendo porque la señora tenía prisa. Y tenía patineta, también.

 Otro día, a otra hora de almuerzo, en un parque cerca de la oficina en la que solía trabajar ("antes de que todo esto pasara"), una señora trataba mal a un barredor público. Le reclamó que por qué le echaba todo el mugre en la cara. El empleado respondía que estaba barriendo y que el viento se encargó de lo otro. Que lo dejara trabajar, por favor, y la señora dele que dele que lo iba a denunciar por agresión. 

Y esto fue hace ya casi dos años.

El sábado, en cambio, fui testigo de otra escena similar. En un restaurante en un destino turístico. Estaba con mi compañera, porque íbamos a celebrar algo, cuando llegan dos, tres camionetas. Bajan de ellas diez personas: dos parejas de adultos mayores, dos parejas de edad media (casi como yo), y dos niños. La mesera ajustó las mesas para que se puedieran sentar a comer, y cada uno pidió un plato diferente. Al principio lo único distinto de esa situación era la cantidad de gente y las camionetas, pero el restaurante se fue llenando de otra gente: la pareja que venía en una moto, los que llegaron con dos niños pequeños, cada uno ubicado en una mesa en un rincón mientras el lugar principal está ocupado, y esto no es un reclamo porque reclame yo algo de atención, sino que la disposición de las cosas se da así: los demás en la periferia, el grupo grande en el centro.

Le comenté a mi compañera sobre la renuncia del comisionado de paz, y ella suspiró con el aire ese de tratar de llevar la conversación a otra cosa, porque a pesar de que queríamos, y queremos, descansar, viajar, pensar en algo diferente, arrastramos la realidad a cada lugar que vamos. En las carreteras eran los camiones y tractomulas con la bandera de Colombia, y en algunos paraderos grafitis hablando de resistencia. Y ella de cumpleaños. El problema con el mundo, parece ser, es que no respeta lo que consideramos fechas especiales. El mundo nos tiene sin cuidado. 24 días después el primer muerto en Cali, ahí estábamos, ocultando un poco la realidad para escapar un poco de ella pero sin ignorarla del todo. Yo creo que usted sabe bien lo que cuesta aparentar que no pasa nada, cuando en realidad todo está sucediendo. Así uno no quiera mirar.

Pero miramos de reojo a la realidad, justo en esa noche, en ese restaurante,  y uno de los ancianos de la mesa grande se dio cuenta de nuestra reacción a lo que estaba pasando. Y esto es importante, claro. El adulto mayor, calvo pero con cabello largo en la parte trasera de la cabeza, pidió vino y comienzó a hablar duro, para que lo escucharan. Habló con su esposa. Ella contó la historia de cómo le había pedido a su mamá que la mandara a estudiar a Bogotá, o a otro lado, porque en Cali era imposible estar con tanto negro. Que esos negros no hacían sino seguirla, y que esos negros no hacían sino robar. Desde la periferia los observamos, todos: mi pareja y yo, los de la moto, los de los niños, todos, sin decir nada. Luego, el adulto mayor, el calvo con pelo largo, dijo que era inaudito que tuviera que trabajar ocho horas, ocho, sentado en su oficina para que dos o tres mechudos quemaran una llanta y detuvieran a su país. Lo dijo con el vino, con su condición, pero ebrio, creo yo, de saber que hay otros allí mismo que no pensaban como él. Nosotros somos más, decía, y en su misma mesa se iba quedando solo: su consuegro le recordaba que había gente protestando de manera pacífica.

Creo que, tal vez, es el concepto del que más se habla desde el pasado 28 de abril. Hay que recalcar que hay gente que está protestando pacíficamente, y al decir eso se esconde todo lo demás que está pasando. Como hay gente bailando entonces los otros no cuentan. Que el brutal comportamiento de la policía, la desaparición forzada, la estigmatización, y todo ese montón de cosas son diferentes, y que no se deben nombrar. Pero estaba diciendo: el consuegro le recordaba al adulto mayor, el calvo de pelo largo, que había gente protestando de manera pacífica, a lo que él respondió: a esa gente le están pagando. Ya sabemos quien les paga. Y hay que darles duro. Hay que hacer como los antihuelguistas de los 30: darles duro, y acabar con ellos. Los cocineros y las dos meseras, también miraban, mientras seguían llevando los platos. La mesera mayor dijo que el lugar es seguro porque con tanta protesta mire como estaba el pueblo, a lo que el calvo de pelo largo le respondió que así es, que usted es de las mías, que esta es la gente que necesitamos en el país.

Creo que fui el único en notar el contraste entre todas las mesas: en el centro estaba todo el ruido, toda la atención, y en las demás sonaba apenas el ruido de los cubiertos contra los platos. Al ver a mi pareja entendí de golpe que, todo eso que arrastramos por la carretera, todas esas demostraciones de la violencia en sectores populares no son desconocidas. Es decir: los noticieros centrales procuran no hablar de ello, y por eso pensamos que en el país hay gente que no se entera de lo que está pasando. Pero ahí lo entendí: no es que no sepan, es que lo aprueban. Muchas veces podemos pensar que esa falta de empatía es por no estar al tanto, pero no es eso: es que es lo que quieren.

Que haya particulares en Cali, armados, dando bala, no es una excepción. No es que ellos hagan parte de una milicia, o sean de algún cartel. Es que si tienen armas pues las van a usar. Y si tienen otros modos pues también. Es que no son ajenos en todo esto: se sienten protagonistas. Los reclamos de algunos les hacen perder visibilidad, porque este es su país y nosotros somos los invasores. Claro, utilizo el nosotros porque yo no hago parte de la mesa del centro: lo que me separaba esa noche, en ese restaurante, de la gente que sale a protestar porque come mejor en las ollas comunales es una distancia menor a la que me separa de los de la mesa grande. Y es también eso: tener para pagar un restaurante no me exime de conocer la realidad. No por tener algo (¿casa?, ¿carro?, ¿ropa?, ¿mercado?) soy diferente de ese al que matan o al que desaparecen. Tengo mucho más en común con ellos que con el otro que presume de su importancia. Que tus privilegios no te nublen la empatía, dice uno de los nuevos dichos de estos tiempos, y nunca me ha sonado bien, pero resume de manera precisa las cosas.

 Después de esa noche entiendo que esta rabia mezclada con dolor que cargamos no se va a ir. Entiendo, además, que es imposible pedirle a alguien que cambie su punto de vista porque prefiere pensar así no por ignorancia, sino porque con total conocimiento de causa es su elección: un muerto pesa más que el otro si se puede aprovechar para empujar una idea, un bus incendiado prevalece ante el llanto de una madre, y que todo muerto es necesario porque la vida vale tan poco que si lo matan a uno es porque se lo merece. Que es más fácil sentir que esa inestabilidad de los que denuncian la inequidad es un atentado contra lo poco que se tiene, y que cualquier asomo de reivindicación entra en conflicto directo contra lo que cada uno puede conseguir. 

Esa es la idea que se vende en este mierdero, y que mucha gente compra: para darle algo al otro se lo tenemos que quitar a usted.

 Cuando volvimos de ese viaje vimos las mismas casas por las que pasamos, en la carretera. Lugares en los que alumbra un bombillo solamente para que los que tienen carro no se les vaya de frente: un bombillo es lo único que tienen para defenderse de una desgracia. En muchas de esas casas vimos niños, y pensamos en cómo están ahí en medio de la nada. Pensamos en la distancia que tienen que recorrer para una u otra cosa. Pensamos en por qué ahí, justamente ahí, decidió instalarse alguien, decidió armar su familia, todos en islas en medio de la nada, sin pertenecer realmente a ningún lado. Pensamos todo eso justo después de considerar largarnos de este país. No sé qué putas se le tiene que romper a uno para no ver esos paralelos: para nosotros atravesar una frontera es infinitamente más fácil que para esos niños que juegan al lado de la carretera el poder salir de ahí.