El Jabón Chiquito

24.5.21

Resistencia.

Una vez, a la hora del almuerzo, por ahí en el parque el Virrey vi una escena que no causaba gracia, aunque pueda parecer chistosa: en una patineta eléctrica iba una señora alta, de cabello rubio, iba casi que volando, y detrás iba su empleada, una señora de bastante más edad, de color, con un cochecito de esos de bebé en el que se veía a un niño blanquito con el cabello rubio. La empleada iba corriendo porque la señora tenía prisa. Y tenía patineta, también.

 Otro día, a otra hora de almuerzo, en un parque cerca de la oficina en la que solía trabajar ("antes de que todo esto pasara"), una señora trataba mal a un barredor público. Le reclamó que por qué le echaba todo el mugre en la cara. El empleado respondía que estaba barriendo y que el viento se encargó de lo otro. Que lo dejara trabajar, por favor, y la señora dele que dele que lo iba a denunciar por agresión. 

Y esto fue hace ya casi dos años.

El sábado, en cambio, fui testigo de otra escena similar. En un restaurante en un destino turístico. Estaba con mi compañera, porque íbamos a celebrar algo, cuando llegan dos, tres camionetas. Bajan de ellas diez personas: dos parejas de adultos mayores, dos parejas de edad media (casi como yo), y dos niños. La mesera ajustó las mesas para que se puedieran sentar a comer, y cada uno pidió un plato diferente. Al principio lo único distinto de esa situación era la cantidad de gente y las camionetas, pero el restaurante se fue llenando de otra gente: la pareja que venía en una moto, los que llegaron con dos niños pequeños, cada uno ubicado en una mesa en un rincón mientras el lugar principal está ocupado, y esto no es un reclamo porque reclame yo algo de atención, sino que la disposición de las cosas se da así: los demás en la periferia, el grupo grande en el centro.

Le comenté a mi compañera sobre la renuncia del comisionado de paz, y ella suspiró con el aire ese de tratar de llevar la conversación a otra cosa, porque a pesar de que queríamos, y queremos, descansar, viajar, pensar en algo diferente, arrastramos la realidad a cada lugar que vamos. En las carreteras eran los camiones y tractomulas con la bandera de Colombia, y en algunos paraderos grafitis hablando de resistencia. Y ella de cumpleaños. El problema con el mundo, parece ser, es que no respeta lo que consideramos fechas especiales. El mundo nos tiene sin cuidado. 24 días después el primer muerto en Cali, ahí estábamos, ocultando un poco la realidad para escapar un poco de ella pero sin ignorarla del todo. Yo creo que usted sabe bien lo que cuesta aparentar que no pasa nada, cuando en realidad todo está sucediendo. Así uno no quiera mirar.

Pero miramos de reojo a la realidad, justo en esa noche, en ese restaurante,  y uno de los ancianos de la mesa grande se dio cuenta de nuestra reacción a lo que estaba pasando. Y esto es importante, claro. El adulto mayor, calvo pero con cabello largo en la parte trasera de la cabeza, pidió vino y comienzó a hablar duro, para que lo escucharan. Habló con su esposa. Ella contó la historia de cómo le había pedido a su mamá que la mandara a estudiar a Bogotá, o a otro lado, porque en Cali era imposible estar con tanto negro. Que esos negros no hacían sino seguirla, y que esos negros no hacían sino robar. Desde la periferia los observamos, todos: mi pareja y yo, los de la moto, los de los niños, todos, sin decir nada. Luego, el adulto mayor, el calvo con pelo largo, dijo que era inaudito que tuviera que trabajar ocho horas, ocho, sentado en su oficina para que dos o tres mechudos quemaran una llanta y detuvieran a su país. Lo dijo con el vino, con su condición, pero ebrio, creo yo, de saber que hay otros allí mismo que no pensaban como él. Nosotros somos más, decía, y en su misma mesa se iba quedando solo: su consuegro le recordaba que había gente protestando de manera pacífica.

Creo que, tal vez, es el concepto del que más se habla desde el pasado 28 de abril. Hay que recalcar que hay gente que está protestando pacíficamente, y al decir eso se esconde todo lo demás que está pasando. Como hay gente bailando entonces los otros no cuentan. Que el brutal comportamiento de la policía, la desaparición forzada, la estigmatización, y todo ese montón de cosas son diferentes, y que no se deben nombrar. Pero estaba diciendo: el consuegro le recordaba al adulto mayor, el calvo de pelo largo, que había gente protestando de manera pacífica, a lo que él respondió: a esa gente le están pagando. Ya sabemos quien les paga. Y hay que darles duro. Hay que hacer como los antihuelguistas de los 30: darles duro, y acabar con ellos. Los cocineros y las dos meseras, también miraban, mientras seguían llevando los platos. La mesera mayor dijo que el lugar es seguro porque con tanta protesta mire como estaba el pueblo, a lo que el calvo de pelo largo le respondió que así es, que usted es de las mías, que esta es la gente que necesitamos en el país.

Creo que fui el único en notar el contraste entre todas las mesas: en el centro estaba todo el ruido, toda la atención, y en las demás sonaba apenas el ruido de los cubiertos contra los platos. Al ver a mi pareja entendí de golpe que, todo eso que arrastramos por la carretera, todas esas demostraciones de la violencia en sectores populares no son desconocidas. Es decir: los noticieros centrales procuran no hablar de ello, y por eso pensamos que en el país hay gente que no se entera de lo que está pasando. Pero ahí lo entendí: no es que no sepan, es que lo aprueban. Muchas veces podemos pensar que esa falta de empatía es por no estar al tanto, pero no es eso: es que es lo que quieren.

Que haya particulares en Cali, armados, dando bala, no es una excepción. No es que ellos hagan parte de una milicia, o sean de algún cartel. Es que si tienen armas pues las van a usar. Y si tienen otros modos pues también. Es que no son ajenos en todo esto: se sienten protagonistas. Los reclamos de algunos les hacen perder visibilidad, porque este es su país y nosotros somos los invasores. Claro, utilizo el nosotros porque yo no hago parte de la mesa del centro: lo que me separaba esa noche, en ese restaurante, de la gente que sale a protestar porque come mejor en las ollas comunales es una distancia menor a la que me separa de los de la mesa grande. Y es también eso: tener para pagar un restaurante no me exime de conocer la realidad. No por tener algo (¿casa?, ¿carro?, ¿ropa?, ¿mercado?) soy diferente de ese al que matan o al que desaparecen. Tengo mucho más en común con ellos que con el otro que presume de su importancia. Que tus privilegios no te nublen la empatía, dice uno de los nuevos dichos de estos tiempos, y nunca me ha sonado bien, pero resume de manera precisa las cosas.

 Después de esa noche entiendo que esta rabia mezclada con dolor que cargamos no se va a ir. Entiendo, además, que es imposible pedirle a alguien que cambie su punto de vista porque prefiere pensar así no por ignorancia, sino porque con total conocimiento de causa es su elección: un muerto pesa más que el otro si se puede aprovechar para empujar una idea, un bus incendiado prevalece ante el llanto de una madre, y que todo muerto es necesario porque la vida vale tan poco que si lo matan a uno es porque se lo merece. Que es más fácil sentir que esa inestabilidad de los que denuncian la inequidad es un atentado contra lo poco que se tiene, y que cualquier asomo de reivindicación entra en conflicto directo contra lo que cada uno puede conseguir. 

Esa es la idea que se vende en este mierdero, y que mucha gente compra: para darle algo al otro se lo tenemos que quitar a usted.

 Cuando volvimos de ese viaje vimos las mismas casas por las que pasamos, en la carretera. Lugares en los que alumbra un bombillo solamente para que los que tienen carro no se les vaya de frente: un bombillo es lo único que tienen para defenderse de una desgracia. En muchas de esas casas vimos niños, y pensamos en cómo están ahí en medio de la nada. Pensamos en la distancia que tienen que recorrer para una u otra cosa. Pensamos en por qué ahí, justamente ahí, decidió instalarse alguien, decidió armar su familia, todos en islas en medio de la nada, sin pertenecer realmente a ningún lado. Pensamos todo eso justo después de considerar largarnos de este país. No sé qué putas se le tiene que romper a uno para no ver esos paralelos: para nosotros atravesar una frontera es infinitamente más fácil que para esos niños que juegan al lado de la carretera el poder salir de ahí.



17.2.21

Alejandro.


 


 Estaba acostumbrado a la calle, a las noches, a solamente caminar de un lado a otro solo o con otros gatos. Con Tim no peleaba pero le mantenía la distancia. No era tanto arisco como cauteloso. No confiaba en nadie, o tal vez confiaba lo suficiente. Miento: confiaba en la vecina de la esquina, esa que lo bautizó porque, según ella, tenía cara de Alejandro. Él la esperaba por las mañanas mientras ella iba con su desayuno, que le dejaba en la puerta del jardín. Leche, pepitas. Unas veces caldo, otras veces pechuga de pollo hervida (es que a Alejandro le gusta mucho el pollo, me dijo una vez). No sé sí esperaba a la vecina, o al desayuno, pero esa fue de las poquitas veces que lo vi intimar con alguien, como si no fuera un gato de nadie sino uno de casa, paciente, obediente. A veces hacía lo mismo conmigo, o con mi mamá.

 Alejandro se la pasaba por la noche en la esquina, no esperando a la vecina sino a sus otros amigos. A uno de ellos, que también se perdió (o que lo desaparecieron, por más que intentamos salvarlo) le pusimos Tigro, no por nada en particular sino porque cuando era niño tuve un gato que se llamaba así y mi mamá lo vio tan igual que le repitió el nombre, como suelen hacer las familias grandes. Alejandro y Tigro compartían la comida, a las malas, y se hacían compañía. Tigro sí era tenaz. No le gustaba ir a la veterinaria. Mantenía a raya a Tim, que siempre ha sido curioso con los gatos. Tigro me hacía caso y a veces me esperaba afuera del garaje, cuando salía con Tim a darle la vuelta. A veces nos acompañaba. Tigro tenía el andado ese de los gatos, como cansado y pausado, lleno de confianza. Alejandro no. Él permanecía en una alerta constante. Que si un carro, que si una moto, que si un perro. Una vez lo cogí porque la vecina dijo que lo mejor para él era que lo tuvieran en una casa, y se lo regalamos a unos amigos. Volvió a los pocos meses. Seguro se había cansado de toda la parafernalia de las fotos, los abrazos, los arrumacos ridículos a los que uno somete a una mascota, así que volvió a maullarle a la vecina y ella le siguió dando leche con pepitas con caldo y a veces pechuga de pollo hervida.

Tigro (versión 2).


 Era común verlo en la esquina en las tardes de sol. Por las mañanas no tanto. Por las mañanas, con ese frío, estaba en otro lado. A veces en nuestra casa, otras veces con otros gatos. Pero por la tarde se la pasaba ahí, echado, disfrutando de la libertad de la un jardín garantizada por unas rejas que no dejaban que nadie se le acercara. Si no era en el jardín entonces estaba en el techo. Y, a veces, cuando me veía a mí, a mi mamá, a Tim, o a la vecina, se bajaba de cualquier lado para ir a saludar. A Tim lo saludaba, y también lo acompañaba. Supongo que al faltar Tigro se hicieron amigos como por llenar ese vacío. Muy a menudo recorro el hueco que tiene Tim: Enzo, Lillo, Tigro. Como si a todos sus compañeros por alguna razón se los llevaran a algún lado. Sé que Tim no piensa que les trae mala suerte a otros animales, más que nada porque es un perro, pero también porque no hace nada para huir de ellos. Por el contrario, siempre busca estar acompañado. El problema es que nadie le dura.


 Lo particular de los gatos es que un día no vuelven. Tigro, el original, duró casi tres meses por fuera, y un día volvió todo cascado. Tigro peleaba siempre con cualquier perro, a veces se perdía semanas enteras y llegaba herido más que nada en su orgullo esperando que mi hermano mayor lo reparara; lo dejara, por lo menos, apto para volver a salir a la calle, a sus andanzas de peleón empedernido y amante consumado, porque las cicatrices parecen ser un elemento necesario a la hora de seducir. En su inventario nunca faltó la pata derecha pelada, a veces en carne viva, las orejas mordidas y, una vez, la huella de un colmillo en su cráneo que me dejó siempre la inquietud de cómo seguía vivo luego de haber metido la cabeza en las fauces de un animal mucho más grande y peligroso que él. Mi hermano lo curó y él se dejó. Tigro, el nuevo, no volvió porque de seguro lo sacrificaron. Rasguñó a alguien y, pues, hasta ahí fue. Nos quedamos con su comida, sus platos, el colchón que se le había adaptado en el garaje, y con la caja de arena que le conseguí barata en una tienda. Todo eso lo heredó Alejandro unos meses después. La historia es (y seguirá siendo) más o menos así: Alejandro (o Tigro, o Lillo, o cualquier otro animal que sea conocido en el barrio) estaba en la calle una noche de mucho frío, entonces le abren la puerta del garaje para dar hospedaje por una sola vez, pero resultan siendo huéspedes frecuentes de la casa. Tienen derecho a: revisión médica, baño, comida, juguetes, una cama y algo de compañía. No les está permitida la violencia. Más o menos lo mismo que con una persona, pero mucho más manejable. Así es siempre, hasta que el huésped no vuelve. 

 Como al décimo día fue que le dijeron a mi mamá que el gato lo habían matado. Una noche, que no me hizo caso (y me pesa, porque Alejandro no era muy juicioso y había que rogarle, y creo que no le rogué lo suficiente) y se quedó en la calle, pasó una jauría de perros. Un vigilante dijo que eran ocho. Otro dijo que diez. Que lo corretearon hasta una casa que estaba en construcción, y donde él no se pudo meter porque taparon la entrada que usaba para esconderse. Le dijeron a mi mamá que esa noche los perros se habían vuelto locos, que ladraban y aullaban. Esa noche sí escuchamos tanto ruido y tanto ladrido que pensé que algún ladrón se había metido a una casa. Lo que no supimos realmente fue el por qué. Y era porque estaban destrozando a Alejandro. Que lo cogieron entre varios y el gato no pudo hacer nada. Ni los celadores, porque no supieron qué hacer para interrumpir ese frenesí. Y por el miedo, imagino. Al final uno de los vigilantes, el menos escrupuloso, lo que hizo fue recoger los restos, envolverlos en una bolsa, y dejarlo en la caneca de la basura del parque. Usted no se imagina cómo lo dejaron, y cómo sufrió, le dijeron a mi mamá.

 

 El hijo de la vecina, un señor de cincuenta y tantos años, se puso a recoger los platos que le dejaban en el jardín a Alejandro. Mi mamá le contó lo que había pasado, y yo fui momentos después a revolverle el nudo en la garganta cuando le dije que ya no volvía. Todavía tenía los ojos llorosos. "Cuando venía a visitar a mi madre, y el gato estaba por ahí, se subía con nosotros al apartamento y se me acostaba en la barriga mientras ponía algún partido o película en el televisor. Yo nunca había visto que un gato ronroneara, pero a mí me sonaba encima y mi madre se ponía feliz. No pensé que lo fuera a pasar tan mal, el pobre". Creo que sobra decir que el señor derramó una lágrima, y yo también. Todo por un gato callejero. Le pregunté que si la vecina ya sabía, y me dijo que le iba a contar pero sin tanto detalle, porque ella lo quería mucho.

 Tal vez el mayor problema es ese. Que no haya sido un gato anónimo sino uno conocido el que terminó así.

 Y, muchas veces, surgen preguntas. No por alimentar el horror que se repite cada que se cuenta la historia, sino por un sentido de querer conocer la verdad. Qué sucedió esa noche. Por qué no se escondió en el jardín de la vecina, si ahí sentía a salvo. De donde salió tanto perro. Y esas reconstrucciones a veces se dan por comentarios sueltos, cosas que no tienen que ver en nada con lo que se pretende averiguar. Buscar la verdad, entonces, pretende ser un elemento de cierre, de tratar de apaciguar el dolor sin forma que uno siente a pesar de que se va a lastimar mucho más el corazón si uno lo sigue atizando. Eso hace la gente. Quiere, queremos saber. Esa incertidumbre que sentimos con Alejandro (y antes con muchos otros animales) se nos iba en los tiempos en que imaginábamos si de verdad a Yeto (otro gato: el primero) lo envenenaron, o si se lo llevaron a una finca, como dijeron algunos. No sé si es por estar acostumbrado a que las historias tienen un final, pero solo el verificar el destino de alguien da cierta paz. Así el dolor de una tragedia (o de varias: vivimos en el país en el que vivimos) de duro y llene la cabeza de imágenes aterradoras, termina por dar cierto descanso. El dolor no desaparece, es solo que se siente diferente.

 Los restos de Alejandro quedaron en una caneca de la basura luego de que varios perros lo masacraran en la esquina frente a un colegio en remodelación. Llegó allí cuando en el jardín de la vecina salió alguien emputado por la bulla de los perros, y les echó agua fría con un balde. O eso dice. Una persona que pasa la mayor parte del día pegada a una botella de licor no es precisamente el más fiel de los testigos. Dijo él que trató de ahuyentar a la jauría con agua, pero fue Alejandro quien terminó por fuera del jardín. Lo más seguro es que haya pensado que la causa del ruido fuera el gato, así que lo sacó corriendo para otra parte: si ya no estaba ahí, ya no era su problema sino de otro. En esa esquina del colegio Alejandro intentó entrar por debajo de la puerta que conocía tan bien con tan mala suerte que la habían bloqueado y tapado todos los huecos con materiales de construcción. Cuando mataron a Santiago Nassar este se encontró con que la puerta de su casa tenía una tranca por dentro. A veces las cosas son así. El ruido de los perros, esa euforia sonora, duró unos 20 minutos, que corresponden no solamente a la tortura que sufrió Alejandro sino que comenzaron a correr desde el momento mismo en que los perros lo vieron.

 Eso sucedió un jueves, día en el que la gente suele sacar la basura a la calle para su posterior recolección. Desde las ocho hasta pasada la media noche, varios recicladores hurgan en las bolsas desperdicios recuperables, algo que hacen no movidos por un sentimiento de mejora del mundo, sino porque los centros de reciclaje pagan el cartón limpio, papel, cobre, y a veces aluminio, si se encuentra. Con las bolsas abiertas siempre llegan luego algunos perros, que tratan de encontrar restos más valiosos: cosas que se puedan comer.



Karim.


 Cuando Karim llegó a la casa tenía cinco semanas, más o menos. Andaba a botes y con las patas de atrás entumecidas por no saberlas usar. Tim lo miró siempre desde lejos hasta que un día lo pudo oler y ya se le hizo cada vez más cerca. Ahora duermen juntos. Mi mamá lo consiente como a cada cosa chiquita que llega a la casa, sea humano o animal. Un día me contó que estaba preocupada porque Karim hacía un ruido extraño, algo como "grgrbrbrgrbr". Le expliqué que ese sonido es natural, y que los gatos lo hacen cuando se sienten cómodos o protegidos. Mi mamá se quedó callada, y solo atinó a decir:

 -¿Cómo así, hace ese ruido porque me quiere?

Tim y Karim.


4.5.20

Dentro.




Me gusta mirar el noticiero a medio día porque de vez en cuando sale Catalina Gómez transmitiendo desde la casa y yo la siento más cerquita, pero luego en la pantalla se lee la especificación esa de “Desde el norte de Bogotá” y se me quita. Aún así me gusta verla ahí, bajo esa iluminación angustiada y el maquillaje nada profesional incapaz de ocultar las ojeras que la muestran como una nuestra, una más, lejos de la burbuja televisiva que irradia una perfección que no se puede alcanzar. A veces viste unos tristes trajes de un solo tono que se ven horribles dada la calidad de la cámara que tiene a disposición, ella de frente y el fondo con su biblioteca llena de libros y souvenires que ha recogido en sus viajes. Los primeros días enfocaba más la biblioteca, pero ahora ha logrado una armonía con la otra pared, la de la ventana con vista a la calle que habla solita de la esperanza de que mejores tiempos vendrán. Y muestra todo eso desde el encuadre en el que ella se ve poquito pero se escucha mucho, como hacen los ratones: desde un rincón de la casa.

El televisor aulla los noticieros todo el día. Un presentador en el set del canal da paso a los corresponsales que narran la vida desde sus hogares. Algunos preparan de más su estudio personal con una marca de profesionalidad: los libros estos que le sientan tan bien a Catalina, o los balones de otro al lado de su computador como símbolo de conocimiento en el área deportiva. Otros, simplemente, muestran su área de trabajo: el escritorio, con el monitor del computador que tiene mil ventanas abiertas. Los escritorios dan contra las paredes, nunca en la mitad de la sala. Lo que sí tienen en común todos estos corresponsales es que muestran desde dentro lo que hay afuera en el mundo y, aunque sin advertirlo, por más que practiquen ante el espejo y hagan mil pruebas ante la cámara, por más conscientes de su propia imagen y de la etiqueta audiovisual, muestran en sus caras un miedo absoluto porque nos estamos metiendo en sus casas, porque los tenemos en su hábitat no tan natural pero íntimo. Allá afuera son periodistas, pero dentro son anfitriones nerviosos que juegan a manejar el escenario con el poco espacio que tienen. El otro día a uno de ellos se le escapó el optimismo este de la frase “cuando todo esto pase”, como si de verdad la gente guardara las promesas. 

La casa se nos ha vuelto un reguero de sitios en los que toca compartir el aspecto laboral, educativo, y de ocio. Algo que no es novedoso, tampoco, pero todos estos espacios hacen parte de un todo del que no estábamos enterados.  Las fronteras con las que dividíamos ciertas actividades, siguiendo el dicho de cada cosa en su lugar, se han roto para siempre. Para los que pueden trabajar desde su casa las reuniones se han vuelto una maratón de productividad siempre y cuando se programen con antelación. Antes, en las oficinas, en los sitios de trabajo que nos amontonaban a todos por el capricho de no solo disponer de nuestro tiempo sino nuestra presencia, la gente acudía a uno si no lo veía embolatado. Ahora no. Ahora se asume una disponibilidad de tiempo absoluta porque nuestros cuerpos desaparecieron. Somos una marca en un calendario. Somos la ventanita esa de la reunión programada en la que a veces toca dar la cara, y en otra simplemente somos una voz etérea que habla cosas incomprensibles mientras hacemos parte de una farsa mayor: unos que hablan mierda y otros que simulan entender a la perfección. Al final del día el tinnitus desesperante se mezcla con el ruido de las noticias. Los médicos y enfermeros tienen marcas en sus caras por las mascarillas, y otros tienen las secuelas bobas de un mundo que pretende unirse a punta de palabras sin sentido.

Es que ni las casas están acostumbradas a tanto abuso. A veces se quejan porque no fueron diseñadas para tener gente dentro todo el día. Es que toda esa polución y mugre que antes uno se llevaba de paseo se acumula ya en los rincones. La huella propia en evidencia con el espacio reducido. El montoncito de ropa encima de la cama, o el reguero de cables para todo lo que necesitamos. La papelera que vive llena a pesar de vaciarla con regularidad. La inevitabilidad de una salida lleva a añorar las veces en las que uno iba a comer de manera libre e irresponsable y pagaba con dinero esa atención de los antojos, pero no tanto eso sino el librarse de responsabilidades como lo puede ser  la lavada de los platos y el estrés de la preparación de las cosas, por ejemplo, todas vainas de las que se reniegan en casa porque consumen tiempo. Y ahorita todos necesitamos tiempo. Para crecer, para aprovechar y ser algo en la vida. Es que uno tiene que salir diferente de este encierro, porque si no hizo nada entonces no era problema de tiempo sino de disciplina, dicen unos, siguiendo no una máxima personal sino una frase que se ve no desde la ventana del vecindario sino en la de la pantalla chiquita que siempre ha entregado mentiras como verdades. Aun en este ostracismo colectivo se busca un faro que le guíe la vida a uno, por la incomodidad de ser uno con uno mismo, cosa que nunca ha sido fácil. Y yo no sé cuál puede ser la falta de disciplina de alguien que, por ejemplo, trabaja todos los días en la calle desde el amanecer oscuro hasta entrada la tarde, y a duras penas tiene para pagar lo suyo y lo de los suyos. Según los cánones de la productividad las horas trabajadas se traducen en una riqueza que se tiene que mostrar, y Catalina y los otros hablan es de indicadores de pobreza, y de gente en situación de riesgo. Todo por no salir, todo por no gastar.

Los primeros días no había nadie en la calle. Ahorita es como si se pelearan por salir. No se expone uno por miedo al virus sino a la cotidianidad de antes. Las calles llenas de carros, el transporte lleno de demoras, o esas distancias que separan al uno que trabaja del que estudia o del que descansa. La quietud acaba por hacer mella en muchos hábitos. Un mes largo de cuarentena me tiene con un cansancio que nunca me dio pedaleando.

Yo no sé mucho de las cosas, pero es que desde dentro se advierte lo que hay afuera pero que no veíamos bien por andar estorbando.

25.3.20

Ventas.

 Afuera de la agencia de viajes se alcanza a escuchar a una persona alentando a otras veinte. Los gritos atraviesan el ya ruidoso ambiente del segundo piso del centro comercial. Las arengas son inteligibles, pero se capta la energía, o la intención, detrás de ellas: el espíritu de quien se atreve a conquistar el mundo, quien se reusa a aceptar un no como respuesta, de todos esos que van a lograr su objetivo sin doblegarse ante nadie: elevar la voz al punto máximo es la ofrenda necesaria para lograr un sueño. O, dado el caso, lo que se necesita para concretar una venta.

 De la sala de juntas sale Gabriela, una joven de cejas gruesas que no tienen la misma longitud. Su cabello perfectamente planchado, y de un negro intenso, complementa de una manera tan poco natural su cara que termina por parecerse a la instructora del gimnasio al que voy de vez en cuando. Gabriela y la instructora tienen eso en común: tal vez quieren parecerse a alguien más, perdidas en ese ritual de afinar su apariencia para terminar aparentando ser otra persona, alguien con quien pueden tener nada en común. Gabriela saluda con un apretón de manos fuerte, seguro, y no rompe el contacto visual. Tiene los ojos amarillos, o su blanco de los ojos es amarillo, a manera de un síntoma hepático, y es algo que rompe la ilusión que el maquillaje trata de encarnar. Se presenta. Pide mis datos más básicos: nombre, apellido, edad, hijos. Respondo sin titubear, porque es información desprovista de cualquier tipo de historia: soy adulto, soltero, sin hijos. Gabriela trata de romper el hielo: ¿entonces tú eres el virgen de los cuarenta años?

 Por mi cabeza pasan posibles respuestas. La más básica tiene que ver con eso de que un encuentro sexual no garantiza un embarazo, pero luego confundo todo con esa otra máxima que dice que ya no hay castos sino gente sin hijos. No me río, ni nada por el estilo, y Gabriela se envuelve toda en una carcajada que suena hueca de lo fuerte, con todo el cuerpo empeñado en ese gesto. Pero la entiendo: es su trabajo. Tal vez ella no sea de esta manera, y esta representación de vendedora segura es un papel que tiene que asumir por alguna cuestión de la vida, y su siguiente movimiento parece confirmar esa sospecha: me toma del antebrazo, sin romper la mirada, y habla de mi sueño. Mi sueño es viajar, asegura de una manera tan natural que pareciera estar dictando una profecía. Mi sueño es viajar.

 Mi sueño, y el de todos los que estamos en este lugar, en la agencia de viajes. Los compañeros de Gabriela replican sus mañas, aunque no todos al mismo tiempo. El discurso sí es igual. Los que asistimos a ese lugar vamos en la búsqueda de ese elixir mágico que nos hará cambiar la vida. Pronto seremos ese tipo de personas que no pararán de hablar de sus recorridos en otros lugares, mostrando fotos de sitios que probablemente jamás volvamos a ver. Pero es nuestro sueño, algo que nos cambiará la vida. Y Gabriela está aquí para ayudarme con preguntas del tipo hace cuánto no salgo de viaje, o si conozco otro país. Todos los que estamos aquí asociamos las vacaciones con algún tipo de aventuras en otro lugar, en las mejores condiciones que la menor cantidad de dinero pueda asegurar. 

 Gabriela, ante mi recelo, comienza a hablar de su vida. Vive en el Ferrol, un barrio que queda cerca de mi casa. Hablamos de las avenidas, los trancones, el clima, de todo lo bonito que tiene un sábado en la tarde para estar perdiéndolo en un centro comercial hablando en una agencia de viajes. No se quita su sonrisa para nada, pero mi aburrimiento es impenetrable, y lo toma como algo personal. No sabe qué hacer cuando le respondo que estoy allí por pura curiosidad, sin ánimos de concretar nada. Su mirada trata de rodearme, pero me muestro sincero. Solo quiero saber qué ofrecen allí. Por qué regalan pases de cortesía en el Eje Cafetero así cómo así. Ahora sus preguntas se enfocan en su atención y en la manera en que me presenta la información, como si mi desinterés fuera estrictamente su culpa. Me pide sinceridad.

 Gabriela tiene un saco ocre, de lana. Tiene las manos gordas, pero los dedos delgados, porque son largos. Y tiene las uñas pintadas de afán, aunque no le señalo eso. También tiene un pantalón de licra, negro, que no revela nada, pero que tampoco le queda mal. La miro a los ojos de la misma manera, para corresponderle. Con palabras torpes, pero honestas, le digo que no me gustó el chiste del virgen, sin atreverme a exhibir mi historial, y que entiendo que hace ese tipo de cosas sin ninguna mala intención, solo para generar empatía. Pero que, a veces, no todos lo podemos tomar bien. De hecho, no lo tomé a mal: me pareció exagerado. El mentón de Gabriela comienza a temblar en la misma frecuencia en la que caemos todos cuando se nos rompe algo por dentro. Una lágrima, larga, le recorre el rostro, que justo ahora deja ver su forma alargada. Le pido perdón, porque no es mi intención hacerle daño. Dice que no es culpa mía. Que no puede más. Que, a pesar de todo, no puede con lo que le pasa, que no sé qué es. Trato de ver una excusa en eso, pero el esmalte en sus uñas me cuenta otra historia. Algo le sucedió en casa, allá en el Ferrol, dice. Y que se sumó todo.

 Así, derrotada, me regala media sonrisa. No baja la cabeza, pero su pecho está a punto de estallar. Le digo que respire, que no pasa nada. Que a veces es así. Insisto en pedir perdón, o excusas, porque los nervios me dominan, y ella dice que tranquilo, ambos en una zozobra compartida que no alcanza para dar un consuelo ajeno. Respire, le repito. Uno a veces no puede con todo. Si quiere me quedo en silencio para que se recomponga, que no tiene que decir nada. Trata de completar la sonrisa, y me dice que ha sido muy duro. Imagino que sí. Que, lo que sea, ha sido muy duro. Que no tiene que ser igual a lo mío, a lo de nadie, que es suyo y que es muy duro. Pero que no importa. Que a uno lo ven como un engranaje chiquito en una máquina muy grande pero que uno es más que eso, y uno a veces tiene que parar y sentir y mandar todo a la mierda, y otra lágrima más larga que la anterior se precipita por sus mejillas casi que huyendo de todo este desastre que somos en este momento. Asiente con la cabeza, la mirada al piso. Lo que no entiende, me dice, en un tono nada convencional, como si estuviera naciendo de nuevo, es por qué no quiero adquirir ningún paquete. Le respondo que estoy ahí por pura curiosidad. No por bonos, ni referidos, ni porque quiera ir de viaje a ningún lado. Que mi sueño es otro. Su rostro se sale de todos los patrones que le han enseñado en su entrenamiento, libre de ese dolor al que sucumbió de forma momentánea. Gabriela tiene la nariz colorada, y el cabello comienza a romper las formas perfectas que tenía minutos antes. Frunce el ceño, y sus cejas parecen normales.




14.11.19

El Doctor.

Mi Cami, ponete una canción. Tan linda, mi Cami. Vení te doy un abasho. Es que te quiero mucho. Verás: me trajeron una botella de Nariño azul. Dos, me trajeron. Cuando no haya nadie destapamos una. Qué rico, mi Cami. Vete sirviendo dos copitas. Dejá, dejá que Blanquita haga esa vuelta. La señora Blanquita, cómo se queja, ¿no? Me siento muy triste, mi Cami. Quiero ir a la playa. Quiero ver las ballenas. Vení conmigo. Vámonos los dos, te pongo la mejor música en el carro. Escuchá este disco, escuchá lo triste. Me recuerda a la Moni. Qué pesar la Moni, ¿no? Esa ya anda con otro. La Blanquita. Ella no sabe qué es pagar una tarjeta de crédito. Verás: este mes pagué de cuota lo que me vale su sueldo. Qué risa. Ese paseo con la Moni y yo pagando todavía. Toda desagradecida. Y con las que sale: que obsesivo, que acosador. Es muy difícil. Decile a la Juli que haga eso, por algo es la mensajera, por eso le pagan. Pero decile así: que para eso le pagan. ¡Carajo! Es que se acostumbraron a no querer hacer nada. Ponete una canción y nos tomamos un poquito de aguardiente. Qué rico el Nariñense. Qué hijueputa depresión. Vamos a ver las ballenas, mi Cami. ¿Por qué se va a poner bravo tu novio? Dejá, dejá que yo hablo con él. Yo le explico. ¿Ya terminaste el recurso? Mirá que te estaba esperando. Dale, dale que yo te reviso y te firmo. Sin mi firma nada vale en esta oficina. Si no firmo es como si no se hubiera hecho nada. Terminá que yo te firmo y mandamos a la Blanquita o a la Juli a que vayan, y nos quedamos solitos. Vení te doy otro abracito. Unito más. Qué rico el Nariñense. No te pongás así, mi Cami, no llores. Yo te respeto, no te me pongás así. Es solo charlando. Verás: es que me gusta tu compañía. Es que tú sí me entiendes. Cómo me gusta cuando bailamos juntos, hasta me parece bonito cuando te resistes.

25.7.19

El Principito.

Pues como ahora básicamente este blog es para reciclar lo poquito que ando escribiendo, pues tomo lo que puse en Goodreads sobre este libro. Lo hago porque allá hay una opción para "poner en el blog", que me imagino es de allá, pero como yo tengo es blog acá, pues lo pongo acá.





El otro día en la oficina en la que trabajo uno de los jefes le dijo a una compañera que "esa había sido una lección que el principito le dio a la rosa y al zorro". La compañera hizo una cara de "este tipo por qué me molesta" y todos esos síntomas de desagrado en un ambiente laboral. Ella tiene unos 23 años, y es practicante en la empresa, mientras él debe estar por encima de los cuarenta, todo un ejecutivo de esos a los que el tiempo les alcanza para ir al gimnasio y al estilista, para comprar ropa de marca y anda generalmente con los AirPods incrustados en el cuerpo sin callar nunca y uno no sabe si está hablando con uno, o con otra persona.

Esa fue mi motivación para revisitar el libro. Ver cuál era la lección que El Principito le dio a la rosa y a el zorro, porque no me sonaba que fuera así. Mi jefe dijo "es una lección hermosa, ¿sabes qué libro es?" y ella solamente siguió con los gestos, a sus espaldas, porque el jefe le habla mucho, le hace chistes que no siempre son buenos. Es, en otras palabras, una forma de acoso laboral, porque ella no solo es joven sino muy bonita. En fin, que ella respondió que no, y el jefe le recomendó leer El Principito, una recomendación que si yo no tomo se hace vacía, como casi todas las cosas que uno dice y hace en una oficina.

Siempre se asocia esta lectura como algo adecuado para niños, y puede que originalmente sea así, pero también se entra ya en la otra posición de que "uno debería leerlo de grande", y eso realmente le cabe a cualquier libro, a cualquier historia. El otro día una amiga me preguntó que por qué quería releer La Broma Infinita, se me aguaron los ojos y no supe qué decir, pero ella lo entendió bien: a uno no le alcanza el tiempo para volver a leer todo lo que uno valora mucho.

Entonces leí El Principito, de nuevo, por cuarta vez, creo. Es una lectura corta (lo que la hace demasiado llamativa ahorita, en la que nadie tiene tiempo para nada) que narra la historia de alguien que trata de describir cómo es la inocencia de los niños, algo por lo que pasamos todos, y cómo eso nos hace ver lo absurdo del mundo. Se necesita de nosotros algo para que la sociedad funcione, pero más allá de eso, la individualización de los objetivos como persona nos hace ser simplemente máquinas que (obvio, esto es un cliché, y lo sé) olvidan un poco qué es lo que somos. Nos hace falta esa mirada inocente y carente de idea de lo común para volver a las raíces, a eso que somos como individuos.

Mientras leía trataba de poner a mi jefe en uno de los planetas que El Principito conoce antes de llegar a la tierra, y al final no supe bien de cuál podía haber salido. Pero más que eso, me impactó la descripción del asteroide donde vive el protagonista: tan grande como una casa. Uno, de adulto, tiene que exponerse ante lo absurdo de la escala del planeta, del universo, lo efímero de la vida, pero para alguien algo tan relativamente pequeño como una casa, o una habitación, puede ser un mundo. Es bueno mirar hacia arriba o preguntarse por todo lo que no podemos ver, pero eso no quiere decir que debemos ignorar lo que tenemos a nuestro alcance.

Mi jefe, creo, estaba tratando de domesticar a mi compañera. No hay una lección que El Principito le enseñe a la rosa y al zorro, sino al contrario. Aunque, claro, esta lectura le enseña a uno varias cosas. Tal vez a eso se refería mi jefe, pero creo que estaba muy ocupado y preocupado tratando de demostrar su sabiduría, un convencimiento propio de todo aquel que pretende predicar más para ser escuchado que para enseñar, algo que se puede tomar como machismo, o simplemente el ejercicio del poder hacia un subordinado. Pero es que todo eso es tan carente de sentido como lo puede ser andar todo el día hablando en AirPods de reuniones que no van a sumar nada en "el gran esquema de las cosas", pero que entretienen a las personas haciéndoles creer que la productividad y las utilidades son cosas serias que se deben perseguir sin pararse a pensar si en medio de eso se puede encontrar la calma que tiene uno simplemente al observarlo todo.

En fin.

Mientras más años tiene uno, más cosas encuentra en lo que vuelve a leer.

18.10.18

El Vuelo.

 Continuando con la sana tradición de compartir los escritos que rechazan en las convocatorias en las que participo, dejo acá un relato corto que, pues, a mí me gustó.

 Creo que lo salé al leerlo en el cierre del septiembre literario. Pero pienso eso porque es darme importancia y todos esos libros de autoayuda que dicen que uno es un copo de nieve único y bello y que sin uno el universo no existiría deben tener algo de razón.


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 La llovizna oscurece la ropa que escogió anoche, el pantalón de dril, la camisa planchada con cuidado. David, flotando, entregado a lo inevitable, no tiene nada que admirar: algunas nubes negras se escapan del cielo y forman una niebla que oculta lo distante. Hacía unas horas todo era diferente. El temporal lo emboscó en el camino.

 Mientras cae, sopesa las consecuencias de ese aterrizaje violento. La discusión con el dueño de la camioneta. La fragilidad de sus piernas. El dolor en la muñeca del brazo derecho. El arreglo de la bicicleta. La excusa por el retraso en la presentación del proyecto.
Imaginó su condición futura, una incapacidad involuntaria, pero limitada. En otros días esa quietud lo habría satisfecho, pero ahora se preocupaba por la manera en que afrontaría la logística de estar vivo. La ahora concreta imposibilidad de llegar a tiempo, allí en el aire, a clase de siete. La nueva lentitud al subir las escaleras del edificio. Dañar el parche que sale a patios los domingos. La clasificación del equipo de la U a la siguiente ronda. La fiesta de cumpleaños de Sandra. La preocupación de su madre. Dormir con su perro.

 Se sintió mal al desear sangre en su cabeza, el aspecto dramático que le daría a su rostro simplón una herida visible. Las cicatrices como pretexto para inventar una mejor anécdota.
Antes de estrellarse con el piso, antes de los cuatro clavos intramedulares que sostendrán lo que le quedara de la tibia en la pierna izquierda, antes de las horas de terapia, de las discusiones legales e incapacidades presentadas a la facultad, alcanzó a preguntarse si, de todas maneras, tanta urgencia era necesaria.