8.2.17

Fútbol.


 Cuando le saqué el balón al negro me dio la mano para pararme y luego dijo "qué buena, pana, pero a la próxima lo paso". Al rato pidió el cambio. Cuando volvió a entrar, más fresco, lo frené otra vez. Pero ya no haciendo un cierre al piso, solo presionando. Al negro le dio risa, nos dimos la mano y seguí cojeando. El partido quedó empatado, entonces nos fuimos a los penales. Me preguntaron si cobraba, y dije que no, que yo no quería. Yo nunca quiero cobrar penales. Tiraron siete, entonces me tocó de último. Lo tiré por encima del larguero, y tan pronto le pegué, supe que lo había botado. Como siempre, como todo el mundo, me agarré la cabeza en ese gesto desesperado para no ir a perderla. Eliminados. Por mi culpa. El negro luego me volvió a dar la mano, diciendo que buen partido, que a la próxima. Le dije algo, ya no me acuerdo qué, y me agarré la pierna izquierda que me comenzó a arder ahí mismo, como si hubiera canalizado toda la culpa en el dolor que no había sentido antes.

 Llegué cojeando donde estaba el resto del equipo, y expliqué que por eso no quería cobrar. No pasaba nada, dijeron, se jugó bien y perdimos por penales. Por el mío. Me quité la media y la canillera para ver en su extensión el daño que había hecho con esa jugada al primer tiempo. Resulta que con el sol tan picante el pasto se vuelve peor que el concreto, y yo me le tiré al piso al negro para quitarle el balón, casi sin pensarlo. No sé cuánto recorrí con esa barrida, pero el resultado quedó evidente en la piel. Media pierna, media nalga. Todos hacían caras, pero no había pasado nada.

 La costumbre dicta que luego del partido vamos a comer unas empanadas. A veces tres, a veces cuatro. La señora que las vende me reconoce, y las va pasando a medida que las pido, sin pena, por aquello de la silenciosa vergüenza del apetito de los clientes frecuentes. El sol seguía ahí, hiriendo las múltiples canchas, y castigando a quienes se atreven a jugar parados, tratando de no correr. Durante todo el camino de vuelta a casa el sol no bajó de intensidad, tampoco el ardor. Tenía el calor del sol en la pierna, y la idea del disparo errado en la cabeza. Que diga algo, que por qué tan callado, soltó alguien. No pasa nada, dije, solo que estoy manejando.

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 En el torneo de la universidad escogí a los cobradores luego de terminar el partido empatado. Siendo el capitán no quise cobrar, y eso es dar mal ejemplo. En fútbol 8 se cobran 3 penales. Sergio, Carlos, y el otro Sergio acertaron todos. El arquero sacó uno. Pasamos a cuartos de final. Ahí nos sacaron, perdimos 2-1. El gol lo hice yo. Jugué en todas las posiciones. Perdimos por un error del arquero, un regalo de último minuto. Durante el poco tiempo que quedó de partido tuvimos metido al otro equipo. Siempre en la televisión se ve que un equipo empuja al otro y lo tiene contra las cuerdas, y es de manera general el equipo que va perdiendo el que junta todas sus fuerzas para salir de ese estado, arrinconando al otro, pero siempre al final del partido. Existe la expresión esa de jugarse la vida, y se entiende un poco: el partido termina siempre con el silbatazo del árbitro, luego del tiempo reglamentario. Antes de que suceda eso puede pasar cualquier cosa, luego de eso ya no hay nada que hacer. Uno se juega la vida en el tiempo que queda. No antes, no después. Si en la primera parte se hizo todo mal, siempre se puede reivindicar, con la medida justa de amor propio, buen juego, y coordinación. Y suerte. Bielsa alguna vez dijo que se entrena para dejar siempre menos a la suerte, y nosotros no nos entrenamos nunca. Y perdimos.

 Pero estuve feliz: jugamos como nunca. Así dice el dicho: jugamos como nunca, perdimos como siempre. Perdimos 3 partidos, y llegamos a cuartos de final. Yo estaba feliz. Llegamos a donde nunca pensamos, no era para echar culpas. Uno va entendiendo a los equipos que sin ningún tipo de expectativa son capaces de llegar lejos y luego sonríen a pesar de la eliminación, porque esa felicidad lo llena a uno de nuevas expectativas. 

 A veces la gente no entiende. Esas cosas no se olvidan.

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 El alcalde de La Mala Hora tenía su muela podrida así como yo tengo mi pierna raspada: no pude dormir en toda la noche del domingo. Sentí el plasma infernal de la herida abierta, la molestia de las sábanas al contacto, y el desespero de no poder hacer nada para remediarlo. La noche en vela con el perro roncando esperando algo que no llega, sin saber qué. Luego los baños con jabón en polvo, los múltiples menjurjes para acelerar la cicatrización, y la pomada para desinfectar. Luego de tres días pude volver a usar pantalón. El domingo comienza otro partido, pero no alcanzo a llegar. No habrá fútbol ni empanadas. El jefe me pidió que le mostrara la herida, al verla lo único que fue capaz de decir fue ay, jueputa. Nadie se explica cómo me hice todo eso en la pierna. O haciendo qué. A nadie le he explicado que fue sacándole un balón al negro, que tenía el 9 en la espalda. Y que luego no lo dejé pasar. Y que luego boté un penal.

 Bueno, solo a usted.