13.10.11

Bebés.

Isabella llegó a las doce y media con sus padres. Estaba disfrazada de pollo, pero su madre aclaró que se trataba de un pato. Isabella tiene ocho meses, lo que quiere decir que hace dos años conocí a su madre y la vi crecer dentro de su barriga. A lo último, y en medio de todas las complicaciones que tuvo Carolina con su embarazo, se le notaba más la panza y el turupe que tenía por ombligo que ella misma. Caminaba siempre llamando la atención, porque al parecer no hay nada más bonito que una mujer embarazada. Hace poco más de un año participamos todos los del área en el shower que le hicieron y ese día compre un vestidito y unas medias que K. me recomendó porque yo nunca he tenido un buen ojo para esas cosas. Los dos regalos me parecieron bonitos, como la mitad de lo que había en la tienda, pero a Carolina, cuando los vio, le parecieron maravillosos y me abrazó muy fuerte para darme las gracias. El abrazo fue suficiente para agradecerme a mi y a K., pero ella no lo supo. Ninguna de las dos.

Isabella es una niña despierta, como dirían por ahí, de ojos grandes y una sonrisa pegachenta como esa que tienen los bebés. Todas las mujeres de por acá la rodearon en círculo y la admiraron tanto que sus padres se sintieron muy orgullosos de todo el milagro, porque al parecer tuvo tantas complicaciones que nadie tenía la certeza de que fuera a nacer. Pero estaba dichosa, toda pequeña, con toda la atención. Los niños están siempre cómodos entre las mujeres, y es entendible. Comenzaron a notar sus manos, sus pies, sus ojos, todo con un diminutivo seguido de una exclamación que era un suspiro que pretendía ser tierno, y le hablaban estirando el pico y agachando la cabeza con esas formas que tiene la gente al hablarle a un niño chiquito. Isabella era la que tenía el disfraz de pato pero los demás actuaban como uno. Se la rotaron por todo lado, la alzaron, la consintieron, llegó mi turno y la sostuve como pude, la rodeé con mis brazos de una manera extraña y con mucho cuidado de que no se fuera a caer, porque yo en medio de todo soy muy bruto para todo lo que tiene que ver con los niños, más cuando son tan chiquitos. Pensé que alguna vez yo me tuve que ver así, vestido con algo que a lo mejor nunca me gustaría y estrenando un nombre que nadie se acostumbraría a pronunciar. Solamente le hice cosquillas y ella me agarró fuertemente el dedo creo que para detenerme, porque yo suelo ser muy brusco. Luego de unos segundos la pasé al que seguía y a mí me quedó caliente el pecho y las manos y Carolina no paraba de sonreír.

Casi se muere, le dice a alguien, porque le tuvieron que hacer cesárea y todo se complicó porque la vida tiende a eso, a volverse dura y difícil mientras uno mantiene una esperanza en algún lado. Todas escuchaban con algo de atención pero sin darle importancia porque ya todo había sucedido de la mejor forma posible.

Isabella todavía no sabe nada de eso, y probablemente no se enterará nunca.


5.10.11

Simulacros.

Hace un año, en el edificio viejo ese dónde estábamos, también hicieron un simulacro. En ese entonces la salida de la gente fue improvisada. Este año, por lo que compartimos el edificio con otras empresas, se organizó de mejor manera.  Pero lo único que realmente mejoró fue la evacuación, siendo más rápida por el amplio número de salidas de emergencia, que dejó de ser una escalera ubicada detrás de la recepción para ser tres: una al norte, otra al sur y en la parte central del edificio. En la calle, un par de minutos después, se pudo ver la cantidad de gente que trabaja en este lugar, no solo de la empresa sino en total, los diez pisos.  Unas quinientas personas afuera, tanta gente que uno no podría acertar cuantos se la pasan ahí en un día, cosas que uno no considera ni siquiera adivinando.  Por un momento recordé algo de la infancia: era como levantar un pedazo de tabla o un ladrillo en el jardín de mi casa y descubrir decenas de hormigas debajo, y como hormigas sorprendidas nos parábamos en la calle sonriendo y haciendo chistes sobre cualquier emergencia, todas en ese momento descabelladas, o el ausente que murió debajo de escombros imaginarios. Creo que las hormigas también se estaban burlando cuando las descubrí pero dejaron de hacerlo cuando puse encima de esa mancha viva y crocante mis dos gigantes zapatos, luego de un salto.

Como en la vez pasada un email copiado a todo el mundo nos informó del evento, que hoy 5 de octubre a las 11 de la mañana teníamos que estar listos para la evacuación del lugar siguiendo la regla principal de conservar la calma y caminar ordenadamente, sin prisa. Ayer, por la tarde, se denominó al líder de área cuya misión era verificar que todos hubiéramos “sobrevivido”, como si no lo hiciéramos ya, y poner una anotación en un listado que le pasaron con doce personas cuando somos solamente diez. En el inventario había ya dos desaparecidos, así que no sorprende por qué en este país puedan votar los muertos.

Esta mañana los brigadistas entregaron a los líderes de cada departamento un letrero hecho a la carrera para identificarnos (un papel impreso pegado en un octavo de cartulina negra, unido a un palo de balsa por dos chinches y un montón de cinta pegante), nos recordaron un punto de encuentro a una cuadra de aquí mismo, frente a una panadería y un asadero; también que debíamos ir al baño o la cafetería minutos antes de las once para no entorpecer el ejercicio y pidieron de nuevo nuestra colaboración. Es siempre lo que más piden, lo hacen ver como un favor. A las diez y media la primera tanda de mujeres se retocaba el maquillaje en ese rito que es alistarse para salir  a la calle. Los hombres a su vez iban al baño. Un rato después sonó la alarma. En el correo anunciaron que lo haría durante tres minutos, lo que no fue del todo cierto porque su tono era muy molesto. Al escucharla dejamos nuestras labores, tomamos lo que tuviéramos a la mano y caminamos hacia las escaleras ya que los ascensores estaban deshabilitados.

Bajamos mientras el flujo de gente, en una sola dirección, incrementaba así como los comentarios de rigor sobre mantener la calma y pretender una calamidad arriba sin tomarla seriamente.

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En 2005 trabajé en un edificio que tenía otro nombre en ese entonces, a unas cuadras de este lugar. Un martes por la mañana, a eso de las 10, alguien se acercó a mi jefe y le susurró algo que lo puso pálido. Luego, en voz baja y con un tono tranquilizante nos dijo que teníamos que evacuar el edificio. La razón la escupió sin adorno: amenaza de un carro bomba abajo, en el parqueadero. Con Daniel, Cesar y Javier nos miramos y simplemente caminamos a las salidas de emergencia que habíamos visto de reojo en una de las tantas idas al baño. Eran seis o siete pisos, no recuerdo, pero comenzamos a bajar lentamente y con cada escalón íbamos acelerando en absoluto silencio. Al pasar por el tercero ya todos íbamos trotando, con un sudor en la frente que no era por el esfuerzo sino el miedo, algo tan fuerte que nos cortaba la boca y la lengua del resto del cuerpo. Abajo nos esperaba un guarda y un policía, salimos por una puerta de servicio que daba a una boca calle dónde ahora se exhibe orgulloso un Bogotá Beer Company, un Crepes y cosas así. En la esquina otro oficial nos hizo caminar dos cuadras más, paramos en la acera del edificio en el que queda mi oficina hoy día. Cesar compró un cigarrillo y no pudo encenderlo, las manos le temblaban y no le quedaba sino bufar, negando con la cabeza algo que todos supimos que era. El silencio nos había seguido del edificio hasta ahí. El señor que vendía minutos en la calle saturó sus dos celulares con llamadas nerviosas de gente a sus familiares, gente que hablaba sin alarmar en medio de monosílabos, solamente queriendo escuchar algo conocido que los tranquilizara, que los llevara de ese lugar que se volvió una pesadilla a otro, morder un pedazo de cielo, volver a la vida con cosas queridas.

Pasó una hora. Descartada la amenaza y con la policía retirándose volvimos al edificio.

Subimos tratando de hacer bromas, pero eran muy flojas. Lo importante fue que recordamos como hablar.

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Al llegar al punto de encuentro los mismos comentarios saltaban de un lado al otro, burlas en general y regocijo por el tiempo perdido, la incapacidad de ver lo útil del asunto. Luego los brigadistas, gente que se movía a toda velocidad con su chaleco amarillo, recogían los listados que en la mañana nos habían entregado. Se hizo la anotación de las dos personas que no existían, pero a nadie le importaba. Los resultados de todo esto no fueron más que una resta, la comprobación con el cronómetro y una calificación: personas de cada área en el papel menos los que realmente estaban abajo, tiempo de la evacuación y reporte general. “Satisfactorio”, debe decir, lo que irá al superior competente y que será apenas una nota al margen en el reportaje del noticiero durante todo el día: “…con éxito se llevó a cabo la tercera jornada distrital de simulacro…”, y todos contentos.

Luego de diez minutos en la calle, con la amenaza de lluvia, nos dieron la orden de ingresar nuevamente. Todos empujando,  yendo al mismo tiempo casi sin pensar ni ver en qué lugar dar el próximo paso. Yo creo que Noé no hizo un simulacro para eso.