15.6.12

Primer Día.


Luego de corretear por el patio, reconociendo lugares y jurando que las baldosas no son todas iguales, Tim me sigue hasta la escalera donde su inseguridad se presenta en un chillido agudo y corto, como si emitir cualquier sonido fuera motivo de vergüenza. Cinco escalones más arriba lo veo fijamente tratando de entender esa distancia que nos separa, dos pasos para mí que tiene él que afrontar en lo que ahora es su crianza. Me mira, levanta sus dos patas delanteras y se apoya en el borde helado del primer peldaño. Bate la cola de una manera torpe.

 Tim es cafecito con la punta del pelo negra. Tiene, en las patas de adelante, los dedos forrados de pelo café oscuro y los de las patas traseras más bien blancos, como si andara con zapatillas. La cola termina demasiado pronto y la punta es café, parece un fósforo que se apagó luego de arder lo necesario. Tiene la cara negra, como si hubiera comido chocolate con toda su cabeza. Sus ojos se distinguen por un brillo tenue, y en la parte de debajo de su hocico hay una línea blanca parecida a un riachuelo que se va haciendo grueso hasta que llega al océano, que en este caso sería su pecho.

 Me recuerda a Katy. Cuando ella llegó por primera vez yo estaba en el colegio, estudiaba de día, por las tardes me la pasaba solo con ella y a veces con Tigro, el gato. Tigro peleaba siempre con cualquier perro, a veces se perdía semanas enteras y llegaba herido más que nada en su orgullo esperando que mi hermano mayor lo reparara; lo dejara, por lo menos, apto para volver a salir a la calle, a sus andanzas de peleón empedernido y amante consumado, porque las cicatrices parecen ser un elemento necesario a la hora de seducir. En su inventario nunca faltó la pata derecha pelada, a veces en carne viva, las orejas mordidas y, una vez, la huella de un colmillo en su cráneo que me dejó siempre la inquietud de cómo seguía vivo luego de haber metido la cabeza en las fauces de un animal mucho más grande y peligroso que él. Una buena noche Tigro encontró a Katy, de tan solo dos meses, y antes de gruñirle la olió para bendecirla y, luego de unos días, le enseñó a limpiarse la cara como solo los gatos saben hacerlo: humedecer el puño de las patas delanteras, pasarlo por la cabeza restregando duro y luego repetir. Ella lo imitaba y esperaba su aprobación. En su lenguaje él le decía "eso, muy bien. Así es". Katy, con sus dos meses, era tan pequeña como Tim y tampoco sabía subir la escalera pero pudo hacerlo al seguir al gato, que caminó elegante y paciente exhibiendo de manera calmada los movimientos de sus extremidades para que ella pudiera copiarlos, lo que hizo casi que de inmediato.
   
 Tim se me queda mirando, sin saber si subir o ladrar. En sus ojos creo ver una pregunta que se hace cualquier cachorro: ¿por qué yo puedo andar en dos patas y él no?
  
 En el segundo piso espera Enzo. Él también tuvo dos meses, como todos, como los más afortunados, y aprendió a subir la escalera siguiendo a su mamá, a Katy. Ella lo consentía y acicalaba casi que a escondidas y él se dejaba, aunque luego ella le peleara por la comida. Las familias son así. Enzo tiene doce años, le faltan cuatro dientes, es celoso y tiene ojos color café perrito. Se parece a su dueño, pero al mismo tiempo marca sendas diferencias: parece menor. Sus achaques son siempre por el encierro casi permanente ya que le gusta la calle y cuando camina lo hace siempre con la cola levantada como si fuera la antena de un carro a control remoto, muestra de algo que se podría confundir con felicidad. Se la pasa corriendo y saltando, pero únicamente se acostumbró a su soledad mucho tiempo después de que muriera su madre. Esa noche, mientras se resolvía la diligencia nunca antes pensada de qué hacer con los restos de una mascota, él esperaba al lado de su cuerpo a ver si se levantaba de nuevo, evidenciando la paciencia en el dolor que solo puede sentir un perro.

 Enzo no sabe de dónde salió Tim.

   Tal vez no recuerda que Manchas, la perra de la esquina, estuvo en calor hace casi seis meses. Seguro su cabeza no le da para calcular las consecuencias de su desahogo con ella, las tardes que lloraba frente a la puerta para ir a visitarla en una extraña excitación que cualquiera hubiera entendido pero que al mismo tiempo no era nada sencillo de explicar. Se la pasaban juntos tardes enteras, ambos en el garaje, no siempre consumando el deseo sino acompañándose mutuamente en una cosa sin nombre, simplemente el querer estar allí. Aun con la noticia de la preñez, Enzo siguió con sus visitas que tenían ahora otras razones, tal vez humanitarias: los dueños de Manchas son, como reza el gastado e inexacto eufemismo, humildes, y en ese proceso de cargar animales en formación dentro de su vientre, la barriga que no paraba de crecer, se volvió un poco el centro del barrio. Manchas, debajo de su pelo desordenado, feo y sucio, es una Shih Tzu con algo de mala suerte. Durante la gestación recibía comida de quien acompañara a Enzo, como si él se hiciera responsable directo de su estado. A veces ella sacaba su cabeza por entre las rejas metálicas de la puerta que delimitaba su propiedad con la acera común y Enzo se le acercaba y se limpiaban las lagañas o los bigotes mutuamente, un contacto íntimo que decía más cosas que nadie se atrevería a imaginar.


  La noche del 19 de abril Manchas parió siete cachorros. Tres hembras, cuatro machos; una blanca con café, otro blanco con negro que se confundía con uno negro con blanco y que se diferenciaba, a su vez, de uno con esos dos colores perfectamente balanceados; dos negras, una de ellas con manchas amarillas en sus patas y a manera de ojeras, y uno café, negro, blanco y amarillo. Al cuarto día Enzo, llevado en brazos por uno de sus dueños, fue a visitarla, a conocer a la familia. Se extrañaba con los patrones de colores en el pelaje de los desconocidos, sus olores, los movimientos lentos de esos animales recién nacidos, todos rivales en potencia así fueran minúsculas e inofensivas pelusas lloronas y palpitantes porque nadie como él sabía que a los enemigos grandes se les puede ganar, pero no se debe dejar sorprender nunca de los más pequeños. Luego vio a Manchas y se reconocieron como lo hacen los perros: la respiración agitada y el movimiento acelerado de la nariz al estirar el hocico que iba acompañado de un feroz martilleo en el pecho y la cola que iba de lado a lado.

 La noche anterior Enzo le gruñó a Tim luego de seguirlo casi todo el día, su primero aquí. Lo hizo indicándole el orden de las cosas, la muestra de quién es el que manda. El pobre se asustó y, luego, lloró un poco. Enzo se angustió y, comprendiendo el abandono del cachorro, se le acercó para detallarlo. Se hizo a su lado, manteniendo una distancia prudente, haciéndole saber que no estaba solo. Ahora es Tim quién va detrás de él y Enzo camina lento disfrazando su orgullo, sin mirar atrás pero esperando ser seguido.


 Tim me mira mientras estoy arriba en la escalera, le digo que subamos y entonces con las patas traseras llenas de fuerza logra pasar su barriga y trepa su primer escalón. Sé que no me entiende, pero encuentra familiar mi voz. Sonrío. Bate la cola. Doy un paso más y él sigue en su ascenso, con gracia pero sin elegancia, el segundo escalón de muchos, la primera vez que va a subir la escalera, una de tantas en lo que va a ser, espero sea así, su larga vida.