18.10.18

El Vuelo.

 Continuando con la sana tradición de compartir los escritos que rechazan en las convocatorias en las que participo, dejo acá un relato corto que, pues, a mí me gustó.

 Creo que lo salé al leerlo en el cierre del septiembre literario. Pero pienso eso porque es darme importancia y todos esos libros de autoayuda que dicen que uno es un copo de nieve único y bello y que sin uno el universo no existiría deben tener algo de razón.


*****


 La llovizna oscurece la ropa que escogió anoche, el pantalón de dril, la camisa planchada con cuidado. David, flotando, entregado a lo inevitable, no tiene nada que admirar: algunas nubes negras se escapan del cielo y forman una niebla que oculta lo distante. Hacía unas horas todo era diferente. El temporal lo emboscó en el camino.

 Mientras cae, sopesa las consecuencias de ese aterrizaje violento. La discusión con el dueño de la camioneta. La fragilidad de sus piernas. El dolor en la muñeca del brazo derecho. El arreglo de la bicicleta. La excusa por el retraso en la presentación del proyecto.
Imaginó su condición futura, una incapacidad involuntaria, pero limitada. En otros días esa quietud lo habría satisfecho, pero ahora se preocupaba por la manera en que afrontaría la logística de estar vivo. La ahora concreta imposibilidad de llegar a tiempo, allí en el aire, a clase de siete. La nueva lentitud al subir las escaleras del edificio. Dañar el parche que sale a patios los domingos. La clasificación del equipo de la U a la siguiente ronda. La fiesta de cumpleaños de Sandra. La preocupación de su madre. Dormir con su perro.

 Se sintió mal al desear sangre en su cabeza, el aspecto dramático que le daría a su rostro simplón una herida visible. Las cicatrices como pretexto para inventar una mejor anécdota.
Antes de estrellarse con el piso, antes de los cuatro clavos intramedulares que sostendrán lo que le quedara de la tibia en la pierna izquierda, antes de las horas de terapia, de las discusiones legales e incapacidades presentadas a la facultad, alcanzó a preguntarse si, de todas maneras, tanta urgencia era necesaria.

28.6.18

Plastic Beach.

 La caminata para la salida, a pesar de lo que dijeron, no fue de dos horas. Según Google Fit fue de 40 minutos, que se sintieron más por el barro. Todavía hoy tengo el recuerdo de ese día en la chaqueta que llevé: la semana pasada me descubrí una mancha oscura en la etiqueta del bolsillo interior. Hasta allá llegó el barro. Ese es uno de los recuerdos más recurrentes: el barro. Y las quejas de los demás, mientras caminábamos: el tipo que le preguntaba a su pareja que cómo se decía desastre en inglés seguramente para expresarse en alguna red social con un lenguaje ajeno, esperando una mayor atención por parte del mundo ante su indignación; las dos rubias rubísimas que sonreían a la vez que trataban de hundir lo menos posible sus piernas en ese desastre de madrugada del Multiparque, mientras se repetían que todo había valido la pena; las gringas que hablaban de un amor pasado en lo que una le recomendaba a la otra don't think about the guy; los bogotanos esos que viven fuera del país, de facciones faciales perfectas, altos y delgados, tomando cerveza en una lata de color verde, y burlándose de los que tomaban otras marcas, Póker es para los boyaquitos del centro del país, decían, Águila es para esos costeños que no conocen nada más, lo que otro complementaba con que, efectivamente, esto era un desastre, marica, un verdadero desastre; la pareja que, emocionada, feliz, volvió a la pesadilla de tratar de conseguir un transporte a las tres de la mañana a menos de ochenta mil pesos, y yo, que me estrenaba en el Stereo Picnic cumpliendo una promesa tonta de ir a ver a Gorillaz dónde fuera pero esperando en el fondo del corazón que vinieran, que estuvieran en Colombia, y por eso me metí en medio de ese mundo de gente, hice fila como un borrego que paga para que lo lleven a un matadero en donde tres controles diferentes improvisados con barreras metálicas fueron descartando a los relativamente pocos vivos que querían entrar gratis, o a los que querían ingresar elementos prohibidos en el lugar, controles poco efectivos ya que me ofrecieron marihuana, aguardiente, pollo asado de ARA, chocolates, gaseosa, dulces, impermeables de los baratos, porque los caros los vendían a la entrada de los tres escenarios, impermeables que nadie conservó en su totalidad hasta el final de la jornada porque las botas se las iba encontrando uno tiradas en medio de los charcos, las chaquetas rotas y los pantalones arrugados en el piso cerca de las zonas determinadas para dejar toda la basura identificando el tipo de residuos que deberían contener, junto con una cantidad no despreciable de botellas desechables regadas por doquier a pesar de la multitud de letreros y observaciones sobre Un Mundo Distinto, una campaña de ellos mismos sobre la conciencia del reciclaje, el ambiente, el mundo; a pesar de los mensajes vivos y sonoros de Bomba Estéreo en las pantallas y sus canciones que no conocía con anterioridad y que me llevaron a bailar de la manera en que la hace casi todo el mundo, con las manos, meneando la cabeza como una marioneta bajo el dominio de un improvisado titiritero, sintiendo por dentro la voz de Li Saumet mientras repetía to my love to my love to my love, lo que me fue llenando el corazón y el alma y preparando para lo que sería el remate de la jornada, todo lo bello de la música y el espectáculo a pesar del entorno, del olor a mierda mezclado con marihuana, a pesar del olor maluco de los gringos con su mal aliento y chucha concentrada, a pesar de sentirme sembrado en el parque, sin quererme mover, como si tuviera miedo de morir aplastado mientras De La Soul nos revolvía la edad a algunos de los mayores porque la nostalgia es un viaje salvaje que nos hace perder un poco la compostura, como a aquella dueña de un cabello cobrizo, con la solitaria colita de caballo luciendo con gracia sus largas canas, con la frente llena de arrugas y pecas, con los ojos claros y llena de energía gritando Me Myself & I de memoria, en un cuadro precioso, único, y yo la admiraba con devoción y con el mayor silencio que me era posible, presintiendo en ella el reflejo mío cuando Gorillaz, de la nada, comenzó a tocar Hong Kong y fui uno de los pocos que la cantó con la lágrima viva por la emoción de sentirse complacido a pesar de no recitar perfectamente el rap de todas las demás canciones como sí lo hizo el paisa metalero que estaba detrás mío en medio de una traba monumental con la gringa más divina del mundo que vivía botando el bolso en la piscina de lodo que se fue haciendo mientras llovía, mientras caía una llovizna de esas sin ganas que nos refrescaba, una que llevó a Damon Albarn a decir con un español atropellado y genuino que eso para él era normal, que se sentía como en casa, lo que nos hizo reaccionar como ese público tonto de los talk shows gringos en los que alguien grita whoooo ante cualquier comentario irreverente, pero demostrándome allí que eso tiene un motivo, que es la euforia la que nos gana y que tenemos que exteriorizar, que todo lo que uno tiene adentro busca salir en forma de un monosílabo inexplicable, en forma de señales con las manos, haciendo con el puño el gesto de los cuernos, de abrazos, de gente saltando, gritando, inhalando todas las formas posibles de psicotrópicos, de una sola sonrisa dividida entre miles de desconocidos, de un calor compartido a pesar de la adversidad, de todo lo que Andrés Caicedo alguna vez describió como estar muerto y sepulto entre música, de llenarse de mugre con su compañero de al lado, sabiendo que con cada salto nos íbamos cubriendo y salpicando y hundiendo en la tierra mojada, terminando todos embadurnados, en mi caso con los tenis nuevos cubiertos de costras de engrudo, porque ya no era barro a esa altura de la noche, del concierto, de la vida, junto con el pantalón tieso a manera de armadura, y salpicada la camiseta blanca que llevé sin ninguna leyenda o imagen en un afán de hacer una declaración de principios que nadie podrá entender, ni yo lo hago, en este momento, una declaración que me llevó a renunciar a conseguir el quepis de marino que usaban Mick Jones y Paul Simonon en la gira de Plastic Beach, ahorrándome una desilusión al contar a otras seis personas con el mismo asomo de originalidad, una camiseta blanca que terminó marcada por la intensidad de la noche, huella de una de las tantas enseñanzas que me dejó todo ese asunto, por ejemplo que es mejor ir con botas, que es mejor ir abrigado, que es mejor ir con alguien que disfrute de la misma manera para multiplicar esa sensación, que yo no sé cómo hacen en las películas para abrirse paso en medio de las multitudes, que las piernas duelen al quedarse uno quieto, que descubrir nuevas canciones y grupos favoritos es una alegría inexplicable, sentir que a uno se le abre el corazón descubriendo en vivo algo que muchísima gente ya conoce, y no sentir envidia sino felicidad al darse cuenta que es algo que no se puede vivir dos veces.

 Más que las quejas, que el barro, que el corazón hinchado y el cansancio de recordar el momento, lo que me quedó de todo fue el comentario de las rubias rubísimas. 

 Sí, todo valió la pena.

 

19.6.18

Miedos.

Uno.

 El narrador del partido, con acento argentino, se refiere a este mundial como "atípico". Los grandes favoritos no han sobresalido. El peso histórico de algunas selecciones se ha visto relegada a otros aspectos menos al deportivo. Muchos de esos equipos pequeños, que han sorprendido, lo hacen con trabajo, dedicación. Dejan afuera de la cancha los complejos, los prejuicios, que los han acompañado siempre. No deja de ser curioso que justo en Rusia, donde la discriminación es casi que una norma, sea donde los que llegan con un estigma sean protagonistas. Así sea solamente por unos minutos.

 Colombia perdió con Japón en su primer partido. Argentina no pudo con una fuerte Islandia. Brasil, candidato por decreto en cualquier competición futbolística, empató con Suiza. Alemania perdió contra un admirable México. Las personas que han narrado estos encuentros en los diferentes canales de televisión se han sorprendido con todo esto. No es una noticia alegre, sin embargo: hay cierto temor a que cambie el orden de las cosas. Ya es temporada de la segunda ronda de partidos, y la incertidumbre reina. Es difícil para algunos mantener ciertas posturas a pesar de la evidencia. Ya se sabe que en el fútbol no hay nada escrito, pero la tendencia es siempre al regreso de la norma. Y, sin embargo, Senegal, que se ha clasificado por segunda vez a una Copa del Mundo, le gana dos a uno a Polonia.

Dos.
 Santiago Rocagliolo, en el último podcast de Radio Ambulante, relata el esfuerzo que hizo con su hijo para salirse de una de esas normas tácitas para los papás: que no fuera igual a él. Que no fuera el diferente del grupo, sea este el colegio, el trabajo, la sociedad. Que no sufriera las mismas presiones por parte de sus compañeros de colegio, simplemente por disfrutar de las cosas que, para un niño, no son habituales: peluches, amigas. Su color favorito, que en un momento de su infancia era el rosado. No especifica si sigue siendo el mismo. 

 Es una historia atípica porque los padres tienden a hacer de sus hijos una extensión de sí mismos. Cuenta que se aterró al notar sus mismos gustos, lo que en otro caso haría que un hombre se sintiera orgulloso. Lo llevó de la mano por los intereses comunes de los niños normales: el fútbol, montar en bicicleta, dibujar monstruos aterradores. Todo para que no se sintiera excluido por sus propios amigos. Para no repetir la historia. Su hijo, en medio de un interrogatorio, dijo que no le importaría si sus amigos lo llegaran a fastidiar. Que, dado el caso, los fastidiaría él a ellos. Rocagliolo piensa amargamente en voz alta sobre la máxima esa que, tal vez, si todos fueran diferentes, al final nadie lo sería. Se imagina la lucha de su hijo ante la falta de carácter de los otros, que exigen la uniformidad de pensamiento como sentido de pertenencia. Termina la historia con algo de esperanza: a lo mejor su hijo le heredó toda la fuerza que él nunca tuvo.


Tres.

 Juan Manuel sabe decir los colores en inglés. Le costó dividir las formas de nombrar esa característica según un idioma específico. Antes era rosa pink, azul blue. Ahora es yellow, o amarillo. Sabe combinar conceptos en frases más estructuradas: Juan mucho pequeño es su forma natural de decir que es chiquito. Sus niveles de comunicación crecen día a día. Sus juguetes favoritos son los muñecos de Peppa, un personaje de color rosado de un programa de televisión para niños que sufre, conscientemente o no, de un problema de dicción y comprensión del mundo. La familia consta de: Papá Pig, Mamá Pig, Peppa Pig, y George, su llorón hermano menor. Ellos viven en una casa de juguete. Esta casa es de plástico amarillo, con un techo rosado. Se puede abrir como si fuera un libro, aunque no contiene nada en su interior. Antes de dormir, Juan Manuel guarda a la familia Pig en el interior de la casa.

 El techo rosado de la casa de juguete de Peppa lleva a algunos a considerar las posibles tendencias de un niño de casi tres años, que simplemente acepta el color como una propiedad de una cosa, y no como la interpretación de algo más. Ante la amenaza del techo rosado de la casa de juguete llegan las promesas de otros elementos que reivindican un concepto que para Juan Manuel no está del todo claro: camionetas, súper héroes, y demás muñecos para varones. Ante las nuevas ofrendas solamente sonríe. A veces se pone a patear el balón de fútbol con Peppa en la mano. Otras veces, cuando sale a hacer visita a algún lado, se lleva a la familia Pig, completa, bajo su cuidado. Mientras algunos ven la amenaza del color rosado, al niño solamente le interesa que sus juguetes viajen acompañados.


Cuatro.

 Después de las elecciones considero hacer una declaración con mi estado de ánimo. Tiene que ver con el medicamento que tomo para controlar "la tristeza", que es como le explico a una compañera del trabajo el por qué de tal droga. La declaración es un chiste: la relación entre mi depresión y el estado del país, la promesa de no volver a saber de noticias y de la realidad desde el domingo pasado, todo lo que perjudica no solamente la cabeza, sino el corazón, una forma de ignorancia que quiero asumir para buscar algo, siquiera un poquito, de tranquilidad. Pero me abstengo. Muchas veces salir del clóset con una enfermedad mental es contraproducente: genera cierta incomodidad en las personas que deben tratar con uno.  

 En atención al público una colaboradora del hospital trata de ayudarme. Cuando menciono psiquiatra, psicólogo y medicamento en la misma oración deja de mirarme a los ojos y se enfoca en el monitor del computador que está justo debajo del mesón de la recepción, lo que me hace notar la desviación natural de su nariz, que tiende hacia el mismo lado que la mía. No debo dar muchas más explicaciones: agenda mis citas para dentro de un mes (ya que el próximo control fue aplazado a final de año, y no hay manera de hacer rendir las pepas que debo tomar a diario, y que me tienen gordo, con más sueño del habitual, que hacen un poco más manejable todo -menos lo de las elecciones, menos lo de la realidad del país, menos lo de mi trabajo: es, al final, un paliativo minúsculo pero necesario-), y las deja para el mismo día, con una diferencia de una hora entre psicología y psiquiatría. No sé si considerar eso como un gesto de amabilidad o de lástima. Al final le agradezco su amabilidad, pero confunde su mirada. Insiste en evitarme. Me desea que tenga un buen día. Ese es su trabajo.


10.3.18

Libros.


   I.


 Fui testigo de la decadencia de la Librería Mundial por accidente. Cuando voy a pie a la universidad (es decir, casi todos los días) cojo por la carrera octava porque me rinde más que por la séptima, ya que esta última está plagada de ofertas culturales, gastronómicas y demás que hacen del tránsito de cualquier persona una pesadilla. Tal vez sea esa la idea cuando uno anda con alguien, ya que el ruido se transforma en algo susceptible de admiración, y eso es lo que causa el problema, tanta gente estancada observando realmente nada, dándose maña para capitalizar la compañía. Cuando uno va con alguien cualquier cosa es novedad, cuando uno va solo se quiere distraer de otras maneras, si es que prefiere hacerlo. Y es raro porque a pesar de todo la carrera octava no está tan lejos de la séptima como para que esa librería haya naufragado ahí, a solas, a pesar de tanta concurrencia de gente en busca de cualquier cosa para entretenerse.

 La carrera octava, entre la calle veinte y veintidós, es fea. Es, todavía, más fea que la carrera séptima, lo que es mucho decir. Está llena de locales en donde ofrecen ceviches y pescados, los que por lo general tienen una clientela fija que mantiene todos esos negocios funcionando, a pesar de tanta competencia. En la carrera octava hay, además, una biscochería que luce productos descoloridos y no tan provocativos como uno quisiera, y que tal vez permanecen más de dos días en exhibición. Todavía no sé qué hacen con esos bizcochos, ni sé si valen la pena. Se llama "Belalcázar", el sitio, y tiene el pedigrí este de los restaurantes viejos del centro de Bogotá: lucen una imagen clásica que termina siendo una falta de inversión en ellos mismos, una simpatía forzada por simple dejadez.


 A pesar de todo, no hay ningún cambio en toda esa cuadra. A excepción, claro, de la Librería Mundial, que ya no está. Duró unos meses en el proceso ese de dejar de existir: los libros se fueron agotando, poco a poco, no tanto por contar con docenas de clientes, sino porque fueron devueltos a las editoriales, la gran mayoría, y otros pocos más por ser prácticamente regalados en jornadas de liquidación, saldos, remates, y ese tipo de cosas que hacen los negocios cuando van mal, en su desesperación. Cuando pasaba veía el interior medio vacío de ese lugar, a dos o tres personas subiendo escaleras o moviendo cajas de un estante superior al piso. Aunque el avance no era mucho, había una diferencia entre un día y el otro, lo que hablaba del tamaño del lugar, de la resignación de quienes trabajaban ahí, y de ese pedacito de historia de la ciudad que se resistía a desaparecer. Hasta que un día ya no hubo nada. Solo las paredes desnudas. Los anaqueles desarmados. Un gran pasillo vacío, sombras de polvo y las cicatrices que dejan el mugre al cabo de muchos años. Y el silencio. Más que nada el silencio.

 La semana siguiente comenzó la adecuación del local. En otra semana más ya estaba todo maquillado y dispuesto para que fuera un almacén de esos en los que prometen cosas más baratas siempre que uno pague en efectivo. La agonía de la librería duró algunos pocos meses, y a los quince días ya no había señal alguna de su existencia. Ahora, cada que paso por la octava, veo el nuevo almacén lleno de gente, más haciendo fila que comprando. Y toda esa gente tiene la pinta que tendrían los clientes de la Librería Mundial si supieran que llevaba abierta casi unos ochenta años.



II.



 Cada que voy a Davivienda termino hablando con una de las cajeras. Las excusas han sido varias. Que un esfero. Que remedios caseros para un dolor de cabeza. La última vez Angie, la cajera, interrumpió la formalidad del asunto, aprovechando que no había más clientes en espera, para preguntarme por el libro que dejé encima del escritorio liberándome un poco las manos. Tomó atenta nota del título, del autor. Luego me comentó en tono definitivamente informal que le encantaba la ciencia ficción. Le recomendé dos libros, le dije que aprovechara porque en Panamericana, la megatienda de artículos de oficina, dulces, árboles de navidad, y cuantas más cosas puedan ofrecer, tenía por esos días una promoción un poco brutal: por cada artículo que uno comprara le regalaban un bono por diez mil pesos que servía para prácticamente cualquier libro que ella quisiera. Si compraba un libro le daban otro bono. Entonces la idea era comprar un libro para que le dieran un bono, luego con ese bono compraba otro libro para que le dieran un bono más, y con ese bono subsidiaba otro libro, así unas diez veces. No tenían que ser diez veces, pero esa fue mi recomendación. Sonrió tanto que su supervisora pasó por ahí merodeando con cara de mal genio sin entender lo que ocurría.

 Ya no recuerdo muy bien cómo lucía Angie. Tal vez se me queda en la memoria la piel morena, el cabello oscuro, los anteojos redondos y los ojos muy grandes. Me recomendó un libro de un autor ruso. O no ruso: hijo de padres rusos, algo en lo que fue muy enfática. Lo he buscado, y nada que lo encuentro. Lo que más recuerdo de Angie es que me recomendó algo que es difícil de conseguir, lo que quiere decir (o me quiero imaginar porque por lo general pasan esas cosas: uno completa los rasgos personales de alguien por cosas que hace, así no sea cierto, tratando de imaginar a alguien como no es, y esta situación es muy común, por ahí comienzan el encaprichamiento y un montón de cosas que por lo general derivan en problemas, malos entendidos, corazones rotos y dolores de cabeza) que se trata de una lectora curiosa. Ese día, cuando llegó otra cliente, fui yo el que cortó la conversación, le agradecí mucho, y sonreí cuando ella me llenó de buenos deseos con un tono que parecía proceder directamente desde ella misma, y no solamente como algo que surgía del otro lado del escritorio: una formalidad corporativa o el resultado de una buena educación.

 He recorrido varios lugares buscando la recomendación de Angie. Y, con todo eso, no he logrado encontrar el libro del autor de padres rusos. Cada que entro a una librería y pregunto justamente por ese libro en específico, siento que es como si llevara de alguna manera a Angie. Puedo estar exagerando. Pero esa sensación la tengo presente en mi casa, cuando veo los libros que me han regalado. Tal vez el problema sea mío al considerar en estos gestos un valor emocional que no existe. Aunque de eso se trata. Y es por eso que uno de los libros que más cuido es Las Correcciones. Una vez Tim se quedó dormido apoyando la cabeza en él y le tomé una foto. Recuerdo cuando Carolina me lo ofreció como algo que no parecía ser nada más que un simple gesto. Recuerdo la cantidad de libros que tenía a su disposición en el segundo piso de su casa, ese televisor viejo donde jugaba a ratos Red Dead Redemption, la manera en que ocultaba esas imperfecciones de sus mejillas con el cabello ensortijado que se sentía como espuma y sabía a dulce, recuerdo la verruga en el dorso de su mano, encima del flexor corto del pulgar, aunque ya no sé si era en la mano derecha o la izquierda. Tal vez por eso estamos como estamos, porque le damos mucha importancia a algo que no debería. O porque le seguimos dando importancia a algo que sucedió ya hace mucho tiempo. O porque a veces uno no busca los libros, sino que lo encuentran a uno.




III.



 Martín me envía un mensaje de voz. Da las gracias por el regalo. Por el tono, suena feliz, a pesar de la advertencia que le hice: si no lee el libro que le envié, me lo tiene que pagar. No conozco a Martín, pero trabajo con su mamá. El libro es para una tarea. Martín suena un poco a Juan David, uno de mis sobrinos, porque ahora tengo varios sobrinos, pero este se diferencia porque lee mucho. Juan Manuel, el sobrino nuevo, por ahora, tiene una noción muy básica de la lectura: toma un libro, lo ojea pasando la mirada sin detenerse particularmente en nada, examina bien las palabras, las letras que aun no es capaz de descifrar, y luego lo cierra de un golpazo gritando "gané". Juan Manuel y Juan David hablan con esa emoción rara muy parecida a la que tiene Martín en su mensaje de voz, lo que culpo a tener un libro en sus manos. Se lo regalé por dos razones: no tengo a quién regalarle libros, y quería regalar uno. Algunos de los que ya leí están en las bibliotecas de otras personas en esta ciudad: tengo una colección que tal vez no vaya a volver a ver jamás.

 Preferí conseguir la versión original. No me fijo tanto en los libros que ofrecen en la calle 16, donde compré dos de segunda que nunca voy a leer. Ni piratas ni de segunda. No se siente bien. Cuando veo los libros que ponen en el piso o en las mallas metálicas que se apoyan en las paredes pienso en aquellos escritores, desconocidos a pesar de su propia fama, pasando por ahí, testigos de cómo ofrecen sus libros de manera ilegal, por llamarlo de alguna manera. Considero, también, que el agravante no sea tanto el ofrecerlos sin obtener ninguna remuneración, sino que nadie los compre. Que esta explicación a medias sirva para decir que uno se va llenando de mañas muy complicadas de justificar.

 El mensaje de Martín me alegró el día, a pesar de que nada malo había pasado, y de que ya era tarde en la noche. Por lo que supe, fue el tercer o cuarto intento de mensaje que intentó enviar, pero la pena, o la alegría, o una extraña mezcla de ambas cosas, no se lo permitía. Lo único que le respondí fue "mire a ver, hermano". No sé si ya lo terminó. Supongo que sí. Espero que sí.



IV.



 Aquí, en el centro de Bogotá, hay varias librerías, pero por lo general recurro a la Lerner, la del Centro Cultural García Márquez, a Panamericana, o a la que queda en la calle dieciocho. Tal vez por eso me siento un poco culpable al saber que La Meresunda, que se ofrecía como un café literario, ahora solamente es un restaurante. Muchas veces entro solamente a mirar, en un ataque de esos de coleccionista. En japonés hay una palabra que define a esos acaparadores que tienen más libros de los que puedan llegar a leer en su vida. Todavía no he llegado a ese nivel, pero cada que me pierdo en una librería salgo pensando en que es algo que estoy cultivando de a poquitos. Otra de las razones para ir a gastar tanto tiempo mirando, antojándome, es para que no tengan que cerrar: aquí, en el centro de Bogotá, hay varias librerías, pero antes había más.


 La última vez que entré a la Librería Lerner fue cuando anunciaron el ganador del premio Nobel. En la fila, delante de mí, había dos viejitos. Uno de ellos llevaba un gabán negro y largo, el otro una boina de esas que usan los viejitos: gris, desinflada, un poco plana. Y luego estaba yo, sin chaqueta, con tres libros en la mano. El primero tenía siete, el segundo, dos. El primero llevaba todo lo que pudo encontrar de Ishiguro. "Antes había más", explicó, más para él que para mí, porque los viejitos son así, hablan para ningún público en particular, exponiendo sus ideas en voz alta, así vengan con quejas, así sean oportunas o no. "Lo anunciaron esta mañana y ya se agotaron, además de que están más caros", insistió en la conversación que yo no quería sostener. "El efecto Nobel", le dije, finalmente, más asombrado por la ocurrencia que por mi propia participación en el asunto. El viejito sonrió. Pagó con tres billetes de cien mil pesos, todo acompañado de un "toca gastarlos antes de que Santos los acabe". Me reí de ese comentario con esa risa trabada y potente que caracteriza a la gente de esa edad. El segundo viejito le tuvo que explicar a la cajera la magnitud del comentario: el del billete es el abuelo del nuevo enemigo del presidente. Miré al piso, tosí, tapando la sonrisa, mientras los tres nos mirábamos, cómplices de algo que nadie más entendía. Creo que yo era el tercero en una fila de viejitos.