24.1.10

Katy

Así se llamaba. No Katty, Kathy, ni Cathy, o de cualquier otra manera. Mi abuelo le puso ese nombre, hace catorce años. "Es un nombre de reina", decía, a la vez que entre todos empezamos a reconocerla así. Ella no entendía, al principio. Luego hasta cuando Kathy Saenz era nombrada en la televisión, ella levantaba la cabeza buscando quien la llamaba. Era una French Poodle, esa raza tan odiada y que tanta vergüenza genera en mucha gente. A mi no. En medio de todo tenía su carácter, su humor, su genio. Era envidiosa. Mucho. No permitía que nadie arrimara a mi mamá, solamente le permitía eso a una mujer. De resto todos nosotros teníamos que mantener la distancia o nos mordía. A mi hermano mayor le costo una uña, a mi dos, al otro le mordia los dedos y le aflojaba la carne, todo para mantener a salvo a quien consideraba su amo. Y ella, mi mamá, hacia lo mismo. Los límites estaban fijos, todos conocíamos la distancia y la aceptábamos sin chistar o renegar. Aprendimos a vivir con eso como si fuera una más de la familia. Siempre dormía con su dueña. Y en el caso de que ella no estuviera, lo hacía conmigo. Era el segundo al mando. Se acostaba buscando calor al lado de mis muslos, muchas veces me metía el diente cuando, embarcado en el más profundo sueño, daba la vuelta y la incomodaba. Sí, era completamente fastidioso, la verdad.

Por allá en el año dos mil, luego de que el mundo no se acabara por completo (no como ahora, que se esta acabando a pedacitos) tuvo una camada de perros. Cuatro, en total. Sus únicos hijos, cachorros, como quiera llamarlos. Seguramente a usted le parecera esto una soberana estupidez, y puede que lo sea, pero estoy aca lidiando con eso mientras escucho a mi madre orando lo de siempre pero pidiendo por su perrita, esa que le va a hacer una falta enorme esta noche. Continuo. Tuvo cuatro cachorros, una anécdota genial de como se repiten las cosas: nosotros somos cuatro hermanos, todos varones; mi madre es la menor de cuatro hijos, la única mujer. Katy tuvo cría de todos los colores y tamaños. Fue algo bonito ver como los defendía a dentelladas de nosotros que solamente queríamos acariciarlos. Sin embargo notamos algo raro, un problema con el perro mas grande, uno negro con garras enormes. Fuimos al veterinario en el carro que todos en mi familia montamos (mis hermanos, mis sobrinos) saliendo del hospital, pero ésta vez dirigiendonos al veterinario para ayudarla a ella. Sobrevivieron tres. Ella no lo entendió. Mezcla de terquedad e instinto maternal. Nosotros dábamos calor a los que chillaban en nuestras manos, ella lamía sin cesar al que ya estaba muerto. Todos quedamos callados, observando. Mientras los demás perritos lloraban y ella levantaba la cabeza para saber que estaban bien (de todas maneras confiaba en nosotros), seguía en su labor de madre ayudando sin éxito al hijo que tenía entre las patas. Hizo lo mismo durante cinco minutos, hasta que la reunimos con los demás. Eso, quizá, fue lo mas hermoso que he visto en mi vida. No el hecho del nacimiento, no un puto cuadro o un amanecer. No. Lo más hermoso fue lo más simple, verla insistiendo con esa fe de que podría mejorarlo de esa manera que nosotros podemos llamar humilde, o sincera. El veterinario luego simplemente tomo el cuerpo y lo tiró a la basura. Katy se ocupó en lamer a los sobrevivientes.

Catorce años. Eso es la mitad de mi vida. Eso es gran parte de la vida de nosotros. Fue toda la vida para ella, y estuvo con nosotros hasta que ya no podía sostenerse en pie. Catorce años. El perro que dejamos para nosotros lo llamé Enzo. Es problemático, distraído, torpe y mechudo. Básicamente lo mismo que yo si fuera un perro. A Enzo le emputaba que se metieran con ella. Cuando salíamos a la calle espantaba a todos los perros cercanos, siempre. Una vez casi lo mata un Chow Chow, pero lo cuidamos con remedios y Katy con babas. Le limpiaba los ojos, las orejas, las patas. Todo. Se le quedaba cerca aun cuando a él le incomodaba. Y lo hacia siempre. Últimamente era él quien la observaba mientras le dábamos remedios, y estaba con ella, cerca, para mantenerla caliente. Hoy, luego de todo, se echó al piso y lloró en silencio. ¿tristeza? ¿conciencia de que Katy ha muerto? No lo sé, tengo un enredo en la cabeza y él, siendo un animal y todo eso, sufre de algo similar.

Katy llevaba mal desde comienzos de año. Todos salieron de viaje excepto mi hermano y yo, quienes nos turnábamos para no dejarlos solos a ellos. Sabíamos que le iba a dar duro, pero no de esa manera. Un golpe brutal. Lo que por ahí llaman pena moral. Cuando regresaron ya nada fue igual. No se pudo recuperar. Entre eso, un problema estomacal y su avanzada edad, se le agotó la vida. Desde entonces solamente agonizó. No era capaz de subir un escalón, ni de ladrar cuando sonaba el timbre. Hoy, justamente, luego de darle sus vitaminas y algo de comida, se quedó en mi cama con Enzo, hasta que le dió un ataque y vomitó. John, mi hermano menor, la llevó al baño. La dejó en el piso. No pudo sostenerse. Se derrumbó. Siguió con su ataque. La masajeamos mientras seguía tirada en el piso. Le hablamos. Dijimos su nombre mil veces. Ella solamente movía el hocico y perdía el pulso. La acariciamos hasta que dejo de moverse, hasta que se le paró el corazón. Se nos murió en las manos. Afuera Enzo batía su cola y chillaba. Seguimos así unos diez minutos. La historia se repetía: pese a nuestros inútiles esfuerzos, inocentes esfuerzos, esa mascota, esa parte de la familia que estuvo con nosotros toda la vida se quedó ahí, tirada.

Mi madre llegó una hora después. No se resignaba. No lo hace, aún cuando fuimos a enterrarla a un improvisado cementerio cerca de la casa. Esta es la hora en que la escucho consintiendo a Enzo, pero la verdad es que es su forma de afrontar todo esto. La mía, supongo, es contar todo esto, escribir solamente para decir que se murió mi mascota, que el mundo ahí afuerita me vale huevo, que lloro recordando un animal que hacía siempre lo posible cuando yo estaba enfermo: siempre con su lengua, siempre en mis dedos. Que me regaló su compañía sin esperar nada a cambio, y que esta noche me hará tanta falta como mañana por la mañana, cuando la eche de menos porque no sale a despedirse de mi, ni me salude luego de llegar del trabajo por la tarde.