24.8.11

Actitud Positiva.



El viernes por la tarde en una circular general llegaron dos noticias. La primera era que el fin de semana no podríamos trabajar porque iban a fumigar las instalaciones. La segunda, que estábamos cordialmente invitados  a una charla. Resultó que trataba sobre motivación y la iba a dictar Jorge Duque Linares, conocido filosofo experto en el asunto y quién tiene ya varios programas de televisión, compartiendo canal con otros cristianos que escasamente pueden hablar español. La cita era para el anterior sábado a las nueve de la mañana. Yo llegué a las nueve y cuarto.

La conferencia no se realizó en las oficinas ni en el edificio, pero si un poco más lejos, en el colegio Agustiniano que queda cerca al terminal de transportes. Afuera la mayoría de la gente estaba fumando y hablando con conocidos. Yo me reuní con algunos compañeros de área que ahora están en un lugar que cariñosamente llamamos "la modelo". De los cinco minutos que hablamos solamente el saludo estaba libre de quejas por el trato que reciben allá: cada oficina tiene un coordinador que funge también como policía y le reportan directamente a la jefe cualquier novedad, por minúscula que sea. Para escoger a estos coordinadores se tuvo en cuenta su afinidad con ella. Y que tuvieran título. En la modelo los carceleros son escogidos a dedo. Aparte de los protocolos de seguridad que existen (tales como no ingresar celular, memorias, audífonos, maletas, y hasta las chaquetas) no se puede transitar por las oficinas sin la debida autorización, además solamente cuentan con un break que dura cinco minutos. Para salir de las oficinas se necesitan, por lo menos, diez. No pregunté si tenían que pedir permiso cada vez que fueran al baño, más por motivos a duras penas humanitarios, porque ganas no me faltaron. Luego de un rato y un amague de lluvia nos dejaron ingresar al recinto, casi a las diez de la mañana. El maestro apareció veinte minutos después.

Jorge Duque Linares es pequeño, gordo, con los cachetes hinchados y de escasa cabellera. No usaba gafas, al contrario de lo que se evidencia en algunos afiches o programas de la televisión. Llevaba un vestido gris, camisa blanca y una corbata que bien podía ser café. Caminaba dando pasos cortos, revelando una edad distinta, como si con cada movimiento se fuera a caer, como si sus rodillas le estuvieran jugando una broma al tener un cuerpo evidentemente más viejo de lo que realmente es. Se define a sí mismo como un educador de educadores, y tiene una misión: hablar con todos los maestros del país para que nosotros, los colombianos, cambiemos de actitud. Sus motivaciones no son muy claras. Supuestamente estudió filosofía en el oriente, en donde le dijeron que debía recorrer el país con un mensaje que aprendió allí, aprovechando el misticismo que tiene la sola mención de ese punto cardinal para no entrar en más detalles.

El auditorio no se llenó, pero muchos nos hicimos en la parte de atrás, lo que molestó a los organizadores y nos hicieron pasar a la parte central, apeñuscados todos dejando pocas sillas vacías. Supongo que habríamos trescientas personas, un cálculo apresurado y salvaje, entre adivinando y apostando. La gente de recursos humanos, toda identificada, hacía mala cara. El precio de actuar como acomodadores, supongo.

Los susurros multiplicados por la intensidad de cada chisme y comentario gracioso creaban un sonido similar al de varias abejas encerradas en un frasco, un zumbido que aumentaba con cada minuto que pasaba sin que nadie pusiera orden hasta convertirse casi en una turbina aumentando sus revoluciones. Por arte de magia vino el silencio con una palabra del doctor Gerente. Habló de como se interesaba la institución por nuestro bienestar, así que el día de hoy nos regalaban una charla con una eminencia en el sector de la salud mental. Un regalo obligado, una conferencia sobre motivación (automotivación diría luego el maestro) a la cual deberíamos asistir si no queríamos recibir un memorando. Por nuestro bien. 

En la mitad de la tarima proyectaban una presentación hecha en power point. En la primera diapositiva aparecía el producto que luego nos venderían: el maestro con su gesto lejos de ser sincero, la boca bien abierta, mostrando los dientes tratando de imitar una sonrisa pero reflejando solamente el hambre de las hienas, y con su mano derecha cerrando el puño con el pulgar hacia arriba. La comercialización del "todo bien" por parte de un señor que nadie sabe cómo se hizo famoso. 

Ubicándose detrás del atril de madera comenzó echando un chiste sobre el matrimonio, el primero de muchos que iba formando el tono de toda la charla, apuntes jocosos y picarescos sobre la infidelidad masculina y la insoportable forma de ser de la mujer; el matrimonio como tortura; el sexo como recompensa, chistes viejos que ya conocía yo de niño. Muy pocos se sentían cómodos así que dijo su primera máxima: "debemos materializar el espíritu con nuestra forma de ser, eso lo logramos con la risa. Los que no se han reído es porque no están seguros, el que no ríe es por qué tiene problemas emocionales, el que tiene problemas emocionales no sirve para este trabajo". Luego de estas palabras se convirtió, durante dos horas, en el ser más gracioso del mundo.

“¿Cuántas tutelas nos habríamos ahorrado si hubiéramos atendido a la gente con una sonrisa?” No solamente debemos demostrar disposición a la hora de hacer las cosas, sino que tenemos que hacerla visible. Una sonrisa, estando deprimido, sirve para alivianar el alma. Lo mismo puede pasar al dar una mala noticia haciendo cara de idiota, o eso pareció decir con muchos ejemplos: señora, disculpe usted, que todavía no ha salido su pensión :) ; señor, la oficina donde se guardaban los registros en el corregimiento ese se inundó :) ; Señorita, los documentos para acreditar la pensión vitalicia no están completos, no importa si su padre falleció hace diez años, le toca hacer de nuevo el proceso :).

No sé bien por qué me acordé de McDonalds. Deben ser muy felices allá.

Fueron muchos los ejemplos relacionados con nuestras labores diarias, lo que demuestra un conocimiento amplio en este mundo, algo que logró hablando previamente con el doctor Gerente. Cada cosa que decía nos remontaba a una mayoría de casos diarios mientras hacía de su acto una presentación de un comediante cualquiera en Sábados Felices, tratando de hilar chistes y encajar luego una moraleja. Nadie pareció notar que su propia sonrisa, y la carcajada en general, eran formas de patrocinar el cinismo.

Su repertorio no era solamente de bromas rebuscadas y trasnochadas, también dejó campo para los refranes. “Plata llama plata, eso todos lo sabemos. Pero, ¿cómo llamar a la felicidad a nuestra vida? ¡Siendo felices! La alegría es nuestra vitamina espiritual, el reír nos hace vivir diez minutos más”. Mientras todos se encontraban plácidamente concentrados con las palabras del tierno filosofo encantador, este nos dejó una tarea. Consistía en anotar en un cuaderno (lo cual me pareció raro que no ofreciera a la salida) las cosas que nosotros quisiéramos, exagerando la realidad. Es decir: si uno se gana un millón de pesos tiene que anotar “Gracias Dios por mi sueldo de diez millones de pesos”, una serie de intenciones que no dependen de mucho esfuerzo para que se cumplan. Aseguró que luego de unos meses las planas harían efecto, y que no funcionaba solamente con el dinero: se podía pedir por un trabajo mejor, un carro nuevo, una casa más grande o, por supuesto, mejor desempeño sexual. Esto último lo dijo con cara de idiota y riendo corta y rápidamente, levantando los hombros y mostrando los dientes en lo que pareció una sombría manifestación de Andrés López sufriendo un ataque de asma en un cuerpo decadente.

Eso se denominó “el poder de la mente”. Por lo que pareció explicar, las cosas se vuelven ciertas de tanto pensar en ellas. Según ésta premisa con llamar lo suficiente a un perro “Gato” este aprendería a maullar.  El simple hecho de asumir cosas mejores tiene un efecto inesperado. El poder de la mente. Me pregunto si mis compañeros, los presidiarios, tienen en sus cuadernos escrita la frase “mi jefa es la mejor del mundo”, si les está dando resultado o simplemente hace parte de una cadena de oración cuyo único propósito es gastar tinta, disfrazando la impotencia, la ambición y reduciendo todo a frases conformistas para no quejarse en voz alta. Todo porque la mente no tiene sentido del humor, por eso no debemos tentarla. Aunque creo firmemente que más de uno estará escribiendo sobre la renuncia de esa señora, o tal vez rogando por su muerte. No queda claro si la efectividad de la intención se ve afectada por el tipo de deseo, o si se debe pedir siempre algo bueno. Si esto resulta así no habría que contratar a gente motorizada para eliminar cosas molestas, un puñado de personas que sepan leer y escribir serían suficientes. Disminuiría el desempleo. Los bachilleres volverían a ser esa mano de obra barata y certera, sin imaginarse el poder colectivo de sus convicciones.

Tal vez la sorpresa más desagradable que tuve fue el darme cuenta de que trabajo en un lugar católico, o creyente. Hago parte de un oficinismo confesional. Pude contar doce referencias a Dios y otras cuatro a Jesucristo nuestro señor, pero no en un sentido justamente motivacional sino restrictivo: cuando no trabajamos, llegamos tarde, incumplimos términos o no trabajamos no engañamos a nuestros compañeros, ni al jefe, ni al doctor Gerente, sino a Dios, a quién podemos ver en el rostro de todos los que nos rodean. Dios nos premia con un empleo siempre y cuando mantengamos en nuestros cuerpos un magnetismo lleno de amor. ¿Cómo se logra esto? Con el poder de la mente, con la vitamina espiritual que es la alegría. Para demostrarnos este punto nos pidió que miráramos a nuestros lados. Mi compañero de la derecha vio a Dios en forma de un ídolo de barro y una rubia a la que le daba risa la palabra pene. Para mí no era más que un señor con gafas y una silla vacía.

Por otra parte triunfar es complacer a Dios con el pensamiento y con nuestros actos. Las bendiciones son la moneda de cambio. Vino la anécdota: en un entrenamiento del Deportivo Cali luego de una tormenta eléctrica, justo cuando un rayo cayó en la cancha, cayeron fulminados dos jugadores: Hermán Gaviria y Giovanni Córdoba. En medio de ellos dos se encontraba un muchacho llamado Giovanni Hernández, quién milagrosamente se salvó. Hernández es creyente, dijo, haciendo énfasis en que no insinuaba nada acerca de los pasos de sus dos compañeros. Tanto lo recalcó que a la larga parecía sospechoso, como si estuviera de acuerdo con el fatal resultado.


 Tal parece que en esos casos es mejor ser agnóstico a resultar ateo, a menos que uno sea la demostración física de un sentido del humor más grande de lo que podamos comprender.


Hacia el final de la presentación todo fue saliendose de la corriente habitual de las cosas y dio rienda suelta a su vena artística. No solo recomendó los libros que había escrito, unos de autoayuda y otros sobre liderazgo, todos a un precio distinto al del mercado, sino que cantó algo que ofrecía también en los DVDs que acompañaban el kit. "Me pagan cincuenta mil pesos por cabeza en estas conferencias, todo eso invierte en ustedes el doctor Gerente". Hubiera sido mejor una bonificación, pienso yo, en lugar de hacer que todos dejaramos de lado los compromisos adquiridos para nuestro tiempo libre en lugar de escuchar algo que la verdad no hizo sino sembrar el pánico. La actitud positiva es una sumisión feliz, un desconocimiento de la realidad en la que todas las aspiraciones se escriben en una hoja en blanco sin siquiera proponerse salir adelante mediante acciones, sino esperando. La actitud positiva es aceptar lo que llegue y pensar que cada cosa mala que suceda es resultado propio de algún error de nuestro pasado. La actitud positiva es simplemente aceptar con una sonrisa las malas noticias considerandolas buenas. Al tiempo que estabamos escuchando allí tales cosas en las instalaciones habían fumigado. En el lugar físico donde laboramos mataron bichos y pestes invisibles mientras nos mandaban de vuelta a casa con unos incómodos huevos en el cerebro.


A la salida nos ofrecieron una empanada helada y un vaso de big cola. Eso es lo que invierten en nosotros.


De camino a casa, en el bus, subió un vendedor ambulante. Contó su historia de superación personal tratando de ser simple y sin pasar a los detalles tristes. Era un adicto, en una fundación encontró ayuda y ahora en lugar de robar y aterrorizar gente se sube al transporte a vender colombinas al precio que a cada uno le parezca. Regala sus buenas acciones sin esperar nada a cambio. Casi nadie le recibimos los dulces, unos pocos le dieron monedas. Nos bendijo antes de timbrar y le regaló a un niño dos colombinas, lo que la madre de este rechazó meneando la cabeza. "Son para ti" le dijo con su acento muy del sur de la ciudad. Luego se bajó.


Creo que podía haber una analogía entre el vendedor del bus y el orador de la sonrisa esculpida en el rostro, pero sigo pensando cuantos kilómetros tiene que recorrer ese hombre para ganarse, al menos, miserables diez mil pesos.



1.8.11

Lugares comunes.

Eso es mi trasteo, todo lo que soy en mi trabajo.


Nueva oficina, la estrené llegando tarde, usual en mi. Encontré en mi puesto dos chocolates, uno blanco y otro de color junto con una nota. Contiene un juego de normas básicas que todos tenemos que cumplir. Otras instrucciones. Ocho más.
El nuevo lugar de trabajo es completamente como todos los lugares de trabajo de las oficinas en el mundo. Hasta en películas encuentra uno como retratan fielmente no solo las instalaciones sino el ambiente laboral. Adiós a los escritorios de madera, viejos, que daban otra sensación (tenían su mística, pa qué) para dar lugar a los cubículos con su aspecto completamente oficinístico. De alguna manera los extraño, me sentía en otro lugar, en otro tiempo, podía hasta tomarme más en serio mis actividades solo al sentir la madera ya dañada sosteniendo la pantalla de mi computador, al poner mis brazos para usar el teclado, el ratón. Ahora no. Me siento en un escenario cualquiera, cumpliendo como extra.


Transparencia.

El sábado pasado fue el trasteo, y hoy ya el Doctor Gerente se tomó su tiempo para pasar por cada rincón para que felicitáramos a todos por tal logro. Lo hizo en los dos pisos que ahora ocupamos, repitiendo el discurso que todos aplaudieron para sentirse mejor. El Doctor Gerente habló de como la vida es corta, que nuestro tránsito por ella se ve limitada por la muerte, que debemos aprovechar las cosas dando todo nuestro entusiasmo. Primera felicitación, promovida por él: “den un aplauso al área de recursos humanos, de seguridad y de servicios generales”. Que lo felicitaron por ver un trasteo tan eficiente, limpio, transparente, eficaz, eficiente y rápido. Agradeció luego a dios, lo que hizo sonreír a unos y luego hizo un chiste con algo que ya no recuerdo. Todos rieron. Los jefes son los seres más chistosos del universo. Más que eso: son, generalmente, seres peculiares porque nosotros, el resto, admitimos que lo sean sin chistar, tal vez algo que uno quisiera poder hacer. Sus excentricidades, que les parecen geniales a ellos mismos, las aceptamos primero por hipocresía y luego se vuelve una mezcla de envidia y admiración. Vemos los defectos en reuniones con nuestros pares, rebeliones pequeñas que sirven para desahogarse un poco. Los jefes bravos ya no son chistosos, sino temibles. El Doctor Gerente es la encarnación de dios en este lugar.

Antes del segundo y definitivo aplauso, se le dio al general retirado, coordinador del área de seguridad, el conjunto de reglas para leerlas en voz alta: no pondrás afiches en tu puesto de trabajo; no fumarás; no dejarás tu puesto de trabajo por nada en el mundo; no escucharás música ni radio; no consumirás alimento alguno sobre tu escritorio; evitarás visitas en horario laboral; usarás siempre el tono de voz adecuado para denotar cortesía; pondrás el celular en vibrador. Lo leyó con una solemnidad tal que todos asintieron, pero también con los errores que refuerzan el estigma ese que dice que los militares no poseen inteligencia, o simplemente que es distinta a la suya, a la mía. Luego nuestra recompensa, otro aplauso iniciado por él para nosotros, las caras felices, la gente que agitaba las manos de manera exagerada, con los ojos brillando.

Lo que más me hará falta del otro lugar es el pasillo ese largo que recorría el edificio como si fuera su columna vertebral, lugar de encuentro con mucha gente, fuente de casualidades pero también de encuentros inoportunos. Ahora cada que uno se levanta de la silla es un desfile para todo el mundo. Se exige concentración pero no se puede dejar de lado esa sombra que recorre la esquina porque siempre será atractiva, llamará la atención cualquier cosa que se pase por el rabillo del ojo. Nadie entiende que necesitamos interrupciones para estar alerta.

El pasillo que daba al infinito, o algo así.

Lo que más me gusta del lugar es el ascensor. Es amplio. Moderno. La gente se agrupa para hablar excluyendo a los demás. Es, tal vez, lo más cercano que pueda llegar a viajar en tren. Por ahora.