5.10.11

Simulacros.

Hace un año, en el edificio viejo ese dónde estábamos, también hicieron un simulacro. En ese entonces la salida de la gente fue improvisada. Este año, por lo que compartimos el edificio con otras empresas, se organizó de mejor manera.  Pero lo único que realmente mejoró fue la evacuación, siendo más rápida por el amplio número de salidas de emergencia, que dejó de ser una escalera ubicada detrás de la recepción para ser tres: una al norte, otra al sur y en la parte central del edificio. En la calle, un par de minutos después, se pudo ver la cantidad de gente que trabaja en este lugar, no solo de la empresa sino en total, los diez pisos.  Unas quinientas personas afuera, tanta gente que uno no podría acertar cuantos se la pasan ahí en un día, cosas que uno no considera ni siquiera adivinando.  Por un momento recordé algo de la infancia: era como levantar un pedazo de tabla o un ladrillo en el jardín de mi casa y descubrir decenas de hormigas debajo, y como hormigas sorprendidas nos parábamos en la calle sonriendo y haciendo chistes sobre cualquier emergencia, todas en ese momento descabelladas, o el ausente que murió debajo de escombros imaginarios. Creo que las hormigas también se estaban burlando cuando las descubrí pero dejaron de hacerlo cuando puse encima de esa mancha viva y crocante mis dos gigantes zapatos, luego de un salto.

Como en la vez pasada un email copiado a todo el mundo nos informó del evento, que hoy 5 de octubre a las 11 de la mañana teníamos que estar listos para la evacuación del lugar siguiendo la regla principal de conservar la calma y caminar ordenadamente, sin prisa. Ayer, por la tarde, se denominó al líder de área cuya misión era verificar que todos hubiéramos “sobrevivido”, como si no lo hiciéramos ya, y poner una anotación en un listado que le pasaron con doce personas cuando somos solamente diez. En el inventario había ya dos desaparecidos, así que no sorprende por qué en este país puedan votar los muertos.

Esta mañana los brigadistas entregaron a los líderes de cada departamento un letrero hecho a la carrera para identificarnos (un papel impreso pegado en un octavo de cartulina negra, unido a un palo de balsa por dos chinches y un montón de cinta pegante), nos recordaron un punto de encuentro a una cuadra de aquí mismo, frente a una panadería y un asadero; también que debíamos ir al baño o la cafetería minutos antes de las once para no entorpecer el ejercicio y pidieron de nuevo nuestra colaboración. Es siempre lo que más piden, lo hacen ver como un favor. A las diez y media la primera tanda de mujeres se retocaba el maquillaje en ese rito que es alistarse para salir  a la calle. Los hombres a su vez iban al baño. Un rato después sonó la alarma. En el correo anunciaron que lo haría durante tres minutos, lo que no fue del todo cierto porque su tono era muy molesto. Al escucharla dejamos nuestras labores, tomamos lo que tuviéramos a la mano y caminamos hacia las escaleras ya que los ascensores estaban deshabilitados.

Bajamos mientras el flujo de gente, en una sola dirección, incrementaba así como los comentarios de rigor sobre mantener la calma y pretender una calamidad arriba sin tomarla seriamente.

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En 2005 trabajé en un edificio que tenía otro nombre en ese entonces, a unas cuadras de este lugar. Un martes por la mañana, a eso de las 10, alguien se acercó a mi jefe y le susurró algo que lo puso pálido. Luego, en voz baja y con un tono tranquilizante nos dijo que teníamos que evacuar el edificio. La razón la escupió sin adorno: amenaza de un carro bomba abajo, en el parqueadero. Con Daniel, Cesar y Javier nos miramos y simplemente caminamos a las salidas de emergencia que habíamos visto de reojo en una de las tantas idas al baño. Eran seis o siete pisos, no recuerdo, pero comenzamos a bajar lentamente y con cada escalón íbamos acelerando en absoluto silencio. Al pasar por el tercero ya todos íbamos trotando, con un sudor en la frente que no era por el esfuerzo sino el miedo, algo tan fuerte que nos cortaba la boca y la lengua del resto del cuerpo. Abajo nos esperaba un guarda y un policía, salimos por una puerta de servicio que daba a una boca calle dónde ahora se exhibe orgulloso un Bogotá Beer Company, un Crepes y cosas así. En la esquina otro oficial nos hizo caminar dos cuadras más, paramos en la acera del edificio en el que queda mi oficina hoy día. Cesar compró un cigarrillo y no pudo encenderlo, las manos le temblaban y no le quedaba sino bufar, negando con la cabeza algo que todos supimos que era. El silencio nos había seguido del edificio hasta ahí. El señor que vendía minutos en la calle saturó sus dos celulares con llamadas nerviosas de gente a sus familiares, gente que hablaba sin alarmar en medio de monosílabos, solamente queriendo escuchar algo conocido que los tranquilizara, que los llevara de ese lugar que se volvió una pesadilla a otro, morder un pedazo de cielo, volver a la vida con cosas queridas.

Pasó una hora. Descartada la amenaza y con la policía retirándose volvimos al edificio.

Subimos tratando de hacer bromas, pero eran muy flojas. Lo importante fue que recordamos como hablar.

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Al llegar al punto de encuentro los mismos comentarios saltaban de un lado al otro, burlas en general y regocijo por el tiempo perdido, la incapacidad de ver lo útil del asunto. Luego los brigadistas, gente que se movía a toda velocidad con su chaleco amarillo, recogían los listados que en la mañana nos habían entregado. Se hizo la anotación de las dos personas que no existían, pero a nadie le importaba. Los resultados de todo esto no fueron más que una resta, la comprobación con el cronómetro y una calificación: personas de cada área en el papel menos los que realmente estaban abajo, tiempo de la evacuación y reporte general. “Satisfactorio”, debe decir, lo que irá al superior competente y que será apenas una nota al margen en el reportaje del noticiero durante todo el día: “…con éxito se llevó a cabo la tercera jornada distrital de simulacro…”, y todos contentos.

Luego de diez minutos en la calle, con la amenaza de lluvia, nos dieron la orden de ingresar nuevamente. Todos empujando,  yendo al mismo tiempo casi sin pensar ni ver en qué lugar dar el próximo paso. Yo creo que Noé no hizo un simulacro para eso.


2 comentarios:

Susana dijo...

En el edificio de mi oficina hicieron un simulacro, pero decidieron no avisarle a nadie que era un simulacro. En uno de los pisos sonaron varios disparos y la voz de una mujer gritando “¡Lo mataron, lo mataron!”. Los gritos de horror se fueron replicando por todos los pisos.

De la portería llamaron diciendo que había que evacuar el edificio, pero aquí no nos decidíamos a bajar. Nos imaginábamos como carne de cañón bajando por las escaleras de emergencia (esta oficina queda en un noveno piso) mientras un loco iba disparando a la jura.

Las puertas y ventanas de esta oficina son blindadas porque hace como 30 años parece que fue propiedad de un traqueto. Parece que por eso mismo hay una terraza gigante que alguna vez sirvió de helipuerto en lugar de haber más oficinas.

Mientras unos alegábamos que mejor cerráramos las puertas y nos escondiéramos en el fondo de la oficina (soy una cobarde), otros decían que había que seguir los protocolos de seguridad y bajar. La señora de los tintos se desesperó y salió de la oficina a mirar qué estaba pasando y volvió con la noticia de que era un simulacro.
Apenas supe que todo era mentiras, me mareé, se me bajó la presión y me puse a llorar. Todo el día estuve descompuesta.

Norman dijo...

Mientras los simulacros no produzcan una descarga de adrenalina o cualquier vaina de esas no van a servir para nada.
Pero muy tenaz eso. Llega a un nivel parecido al de "no me lo cambien" antes de acabarse, con esas pegas inmundas de las que esperaban que la gente sonriera luego de asustarlos y todo.

Aquí hacen todo al revés.