10.12.12

Distancias.

" I love you.
  To the moon and back"


"—Dime cómo me extrañas —le dijo Paola.
Julio era un desastre para esas ternuras y por eso ella se las pedía. Paola rio mucho con su desastroso esfuerzo de extrañarla con detalles." 

Juan Villoro 


Para May.

 A veces, cuando no responde con rabonada a que le digo que la quiero entonces hace pucheros chiquitos de niña consentida (porque usted es ambas cosas, consentida y rabona pero, sobre todo, una niña chiquita) y me responde "pues cómo cuánto", así, preguntando, sin importarle la magnitud del sentimiento sino hasta dónde se puede estirar en la distancia. Yo a veces le respondo de distintas maneras, escasas, ilógicas, irrealizables. El otro día un man se botó desde una cosita de nada de aluminio a 40 kilómetros de la tierra, y se demoró cayendo cuatro minutos y medio. Cuatro minutos y medio. Luego de eso el man, a la semana, después de recuperarse y de decir que la sensación en esa caída no fue nada satisfactoria, se le declaró a la novia y se casaron o se van a casar. El man tiene 43 años, ha desafiado a la muerte y se gana la vida arriesgándola quién sabe cómo ni dónde; ella es una modelo retirada que está muy linda y muy buena. Y entonces a ella le queda la historia esa de que se casó con el hombre que cayó del cielo, así se separe luego.

 Sé que no tiene mucha lógica ni orden lo que le estoy diciendo, pero téngame paciencia. Esta pareja  es excepcional porque no son como usted ni como yo, y la verdad no es que tenga afán de ser uno de ellos. Para qué. El asunto es que a pesar de esa irrealidad de todo eso el man dio el salto desde el lugar más alto del cielo (un poquito más arriba quedaba el espacio, y pues eso da miedo). Un man que hace esas cosas tiene un sentido del compromiso bonito, ¿no? No se mató antes para no dejarla viuda y ahora quiere estar con ella, por la ley, por la iglesia, y por dios, así no lo haya encontrado allá arriba.

 Esa pareja de gente que no es como nadie más tiene esas cosas. Yo no me la imagino a ella preguntándole al tipo "oye, ¿cómo cuánto me quieres?" porque el tipo saltó desde allá y luego le propuso matrimonio. Y uno acá. Y entonces, por decir algo, usted y yo no hablamos anoche y a lo mejor usted está molesta por algo que no vale la pena ni nombrar (algo que no me queda claro del todo y mejor, no quiero saber, quiero que se le pase, quiero que estemos bien), pero lo importante y lo bonito es la cercanía de las cosas, porque mire que casi todo se inventó para salvar las distancias. Mientras usted me escribía el SMS yo estaba lejos y viendo una película, y cuando le respondí usted seguía allá pero durmiendo, y así sí que se siente la distancia, sin la voz, sin esa cosa que se aferra a los recuerdos dotándolos de algo excepcional, la rutina de hablar todas las noches agotando temas que, ahora, se sintió vulnerada por la falta de una persona al otro lado del auricular. "Te extraño por teléfono", me escribió, y me pareció lo más bonito del mundo. Y también me puso a pensar.

 Según los mapas de Google su casa y la mía quedan, con una ruta hecha a las malas desde mi celular, a dieciocho kilómetros la una de la otra, lo que es un jurgo. Según los cálculos son 51 minutos en carro o en bus. El tipo este que se subió en el globo para saltar a la tierra demoró tres horas para llegar a la cima del mundo y luego cinco minutos cayendo, refutando eso de que la llegada a la casa parece más larga que salir de ella. Pero bueno, tuvo la ventaja de que la demora no fue parecida en ambos casos, ida y vuelta. Uno no.

 Dieciócho kilómetros.
 Cincuenta y un minutos.

 Mire que yo la quiero. La quiero lo suficiente como para que me haga falta en este instante por teléfono y la quiero tanto como esas distancias y medidas de tiempo.

 Creo que la introducción para lo que quiero decir salió muy larga, pero ya teniendo todo esto explicado puedo decirle lo que quería decirle de primero: yo la quiero de mi casa a la suya, los dieciocho kilómetros con sus cincuenta y un minutos de promedio, pero no solo una vez, ni las que ya he recorrido, sino todas las que hagan falta.


6.12.12

Fontibón - San Pablo

 Esa noche nos tocaba ir de un lado al otro: de Chapinero hasta llegar a Modelia, todo a un pasito pero con esta ciudad, como la tienen, ahora se demora uno horas, como haciendo escalas, apretado en buses que pasan demorados y repletos y que pareciera que no saben ni para dónde van. Es que es eso, no tener certeza de qué camino recorrer, porque todo tiene dos caras ahorita: en pleno siglo XXI y uno pegado en el celular, en el computador, un botón salvando distancias tan grandes porque el mundo parece que se moviera más lento y uno para llegar de un lado al otro demorándose tanto, no hay derecho. Ya no podemos seguir así, ya no podemos seguir pensando que la única forma de sentir el futuro es cuando despegamos los pies de la tierra, no se puede.

 Íbamos de Chapinero para el apartamento ese en una noche lluviosa, de esas que ahora tanto abundan. Nos montamos en un colectivo negro, afortunadamente iba con puestos vacíos y nos pudimos sentar. Hablamos de cosas, de muchas cosas, en la hora y media que estuvimos montados ¿De dónde saca uno tema de conversación si anda siempre atrapado en el transporte, ah? Hablamos de la vida de la gente y de cosas que nos gustaban y yo le cogía el cabello y la consentía mientras ella miraba a la ventana y yo alcazaba a ver en su reflejo la tristeza de unas lágrimas que no se habían secado bien por una discusión de la que fui testigo. Yo solamente era pañitos de agua tibia en el momento, con ese maldito frío, con esa llovizna que cansaba por lo aburrida, lo delicada, lo perseverante. Y nada que llegábamos.

 Afuera estaba la ciudad ahí como derrotada, ahogándose y pidiendo auxilio mientras todos adentro del colectivo expedíamos vaho de la ropa mojada, de la respiración, de la piel con el contacto del agua y yo agarrándole la mano suavemente, entrelazando los dedos creando el punto más caliente de Bogotá entre nuestras palmas. Eso debería servir de algo. Cuando uno va perdiéndose o por el contrario se va encontrando uno mismo aprieta duro para sentir que no se deja caer o que va acompañado, y yo respondía el impulso ojalá en el mismo canal, decía mil cosas para no tener que hablar lo obvio, que usted no estaba sola.

 Era espantoso ver la ciudad a través del vidrio empañado. Pasó de ser una película, una pintura en movimiento a ser una postal absurda que quiere ser retratada y compartida por el mundo como sinónimo del progreso, esa vaina tan carente de vida. Negro y gris con algo de amarillo, el verde natural de unos árboles reemplazado por el de unas mallas estridentes donde la gente se esconde para hacerle daño a otra gente, la inseguridad que se aprovecha de todo, de todos, las personas que van perdiendo el alma de a poquitos con amenazas y armas en las manos, con ojos inexpresivos por la codicia y todos con tanto miedo, ese miedo que se traduce en desconfianza e irrespeto, en pensar que cualquiera lo puede robar a uno, pero igual nos conocíamos los dos y yo la acompañaba, y la tristeza le salía del cuerpo y trataba de abrazarla un poco para que se sintiera mejor. ¿A qué hora se nos convirtió el lugar este de nuestras caminatas nocturnas en este monstruo horrendo?

 El cielo no se veía negro como la noche sino gris, un gris grueso y firme que iba perdiéndose desde allá arriba hasta abajo en tonos ligeramente más blancos, como si el mundo fuera una gaseosa y lo hubieran agitado fuertemente. Eso explicaría muchas cosas, ¿no? Yo no sé de dónde puede salir tanto frío, a esta hora. Era, seguramente, el último servicio que haría esta ruta de colectivos que me dejaría lejos mi casa pero en la suya, y ambos sabíamos que yo no me podría quedar. Pero yo no quería preocuparla. Uno acá analizando el lugar, las cosas que pueden pasar, lo feo, lo duro de la actualidad pero sin decir nada para irradiar confianza, porque yo sabía que en ese momento era eso: un lugar seguro.

 Al final nos bajamos unos metros delante de la esquina indicada, cuando en las calles no se sentía ni el ruido de los carros, y vimos varios gatos. O yo los vi. Yo los señalaba a lo que emprendían carrera para esconderse, sabiéndose desnudos por estos ojos torpes de humano y ella nada, no me creía hasta que vimos uno de cerca, uno blanco con negro, gordo, que caminaba sin pecado alguno. Apenas supo que estábamos allí se relamió los bigotes, dio un salto y se metió en un jardín. Luego comenzó a maullar, a lo mejor maldiciendo. Ella me preguntó que en verdad cuántos gatos había visto. Le dije que solamente uno.

 Llegamos a la portería. Despedida difícil. La sostuve en mis brazos ya que no tenía como sostenerse en pie, evidenciando la fragilidad de quien no puede defenderse. La escalada que ahora emprendía sola a lo largo del edificio en la bestia metálica, el cambiarse para dormir, el no querer hacerlo. El mundo que se me venía encima, la presión que la atmósfera caprichosa ejercía sobre todo, la neblina espesa que era poco frecuente a esa hora. Luego de eso la caminata, las diez o doce cuadras que me separaban de una señal de vida, o por lo menos de algún bus que haría todo más sencillo.
Las luces de algunas motos me azoraban porque llegaban por la espalda, yo esperaba una de esas traiciones de las que hablaba antes, tenía las manos en los bolsillos, apretadas, el patrimonio mío en los puños por si tocaba recurrir a la violencia; el agua que se desgajaba por todos lados en gotas chiquiticas que pesaban el triple por su temperatura, una cortina gélida y fina que se acumulaba ya en los huesos y entorpecía el caminar.

 Una moto me pasó cerquita, despacio. El tipo que la manejaba iba llorando.

 Saqué el celular para ver la hora. Pitaba. Pitaba agónicamente porque no tenía batería, por el frío, por la falta de minutos y de quién llamar. Con los dedos entumecidos traté de limpiar de la pantalla ese molesto invierno. Es tarde, me dije, es muy tarde, tal vez no pase nadie y seguí caminando, a algún lado tendré que llegar, me animé a decir en voz alta, todavía no sé con qué fuerzas.

 Mientras daba pasos cortos y veloces sentía que la visión se me iba, que ya no sentía tanta prisa por las cosas porque de todas maneras la más importante ya había pasado, pero era preocupante no poder ver más allá de unos cuantos cuerpos de distancia. La nariz mía, rompiendo la bruma como gigante barco hasta que sentí los pulmones pequeños, confundía el vapor de la temperatura de mi aliento, de mi respiración, con el de la noche; las nubes que se habían venido a visitarnos, que descendieron todo lo posible mientras el mundo dormía, que se estiraban perezosamente y se reían un poco en mi cara mientras inundaban con un terror helado y blanco todo a mi alrededor. Bajé la mirada para confirmar que mis pies todavía eran míos, no los sentía pero debía verlos para conservar esa certeza, que la extrañeza del mundo me era ajena si yo estaba completo, que no importaba si el firmamento y el pavimento se habían fundido en uno solo dejándome atrapado, que a fin de cuentas si me había desaparecido sabría por lo menos que no estaba hecho pedazos.

 Tuve que parar.

 Tosí tapándome la cara, sacando las manos de los bolsillos, cerrando los ojos con los párpados congelados, la chaqueta hasta el mentón tratando de conservar el calor. El celular en su último estertor anunciando la llegada de un mensaje: “Gracias. Avísame cuando llegues. Me voy a acostar”. Luego de eso la niebla fue desapareciendo con la misma facilidad con la que se deshacen las telarañas al soplar.

 Ahí estaba, finalmente, luego de varios suspiros, la avenida Boyacá.

3.9.12

Razones.


  Es el primer domingo en el que encuentro la peluquería totalmente vacía. La señora que siempre me ha cortado el pelo habla ,con su hija, Sonia. Sonia, hace mucho tiempo, era bastante atractiva, pero ha engordado con cada día y cada semana, ahora su cara refleja un tiempo que no corresponde con el de su edad. A veces, cuando me dejo caer en la silla naranja, veo como mis cachetes y mi papada han crecido, pero no tanto como los suyos. Casi siempre el televisor está prendido sintonizando algún reality o con la novela de moda que pasan por el canal RCN, y hoy es día de fútbol, así que está apagado. Es la primera vez que lo veo así. En la peluquería de la mamá de Sonia no hay otros canales para ver.

*

  - Parce, vos tomás mucha gaseosa, ¿no?
  A J. le sale ese acento medio paisa de cualquier lado, arrastrando las cosas que dice en la mitad de la oración, como pistas de su procedencia. A veces me dice amor, cariño, bizcocho y un montón de cosas más que son muy de allá, muy de su hablado y que va cargando siempre con su apellido. La pregunta que hace mientras me mira aterrada es por una cuantas tapas plásticas que tengo en el primer cajón del escritorio en el cuarto piso. Cumplo ya una semana en el cuarto piso. Son ocho tapas, la mayoría de coca cola.

*

 Debajo de la silla hay mucho cabello, mechones entre rectos y circulares que se amontonan unos sobre otros, mezclando los diversos tonos para lograr un tapete con el que juego moviendo los pies mientras la señora pasa por mi cabeza sus manos con una velocidad asombrosa. Cada tres meses la visito y ya sabe que no me gusta hablar mucho de nada, así que encuentra algo de alivio al no saberse sola conmigo. Agota con su hija un tema común, particular, del día a día de un hogar que poco ven, pero se preocupan porque esté bien: las lámparas, los bombillos. Luego de dos minutos de interlocución callan porque todo se ha dicho: es domingo y son las siete de la noche.

*

 J. pide que le haga compañía unos minutos, mientras llega su novio a recogerla. Le pido que me acompañe al tercer piso a explicarle por qué tengo tantas tapitas guardadas, mientras la recoge su novio. Luego de bajar un piso por el ascensor, de que me registren la maleta y que mi antigua jefe me salude, llegamos al rincón donde trabajé durante seis meses. El escritorio está limpio y sobre él algunos papeles en perfecto orden, lo que me preocupa un poco, ya que pensé que no los iba a encontrar más allí, pero me siguen esperando. Abro el cajón y sin saberlo dejo que se entere de cosas que no debería. Cosas que están allí sin protección, que cualquiera puede ver, pero se asombra con el desorden solo para poder echarse a reír. Son casi cincuenta tapas. Muchas de ellas rojas.



*

 Con la mano izquierda va consintiendo mi cabello y con la derecha lo cepilla con algo de cariño, de empeño. En este punto siempre sonríe y me dice lo mismo: “a usted le crece el pelo con ganas”.  En el espejo le noto un gesto genuino de interés, de gusto por lo que hace. Después del piropo me ofrece gel, pero me niego, como es costumbre. Su ánimo se va apagando un poco al tiempo que da palmadas pequeñas en las olas que se hacen en mi cabeza (“un solo remolino”, me dijo el primer día). Sacude el delantal, la toalla, me paro y le pago con un solo billete, y luego se despide con algo de tristeza, pensando que hoy voy a ser su último cliente. Cruzando la puerta cambio mi rol con alguien más, una mujer que llega con el cabello mojado. Sonia, su madre y ella retoman una tertulia que se había suspendido por la mañana. Agradecen la forma en que el silencio se disuelve con cada nombre que dicen, con cada anécdota que se ha construido a lo largo del día a expensas de otros tantos. La forma que tienen de entretenerse es seguir con detenimiento la vida de los demás, incapaces como están de salir a aventurar una propia que no tenga que ver con lámparas, con bombillos y quehaceres que ocupan muy poco tema de conversación.

*

 Rumbo a la cafetería J. se preocupa por mi salud. Hace las preguntas de rigor: ¿cuántas coca colas te tomás en un día? ¿desde qué día tenés las tapitas? ¿seguís viendo bien? ¿no sufrís del azúcar? Le explico que colecciono tapas que vea a la mano, nunca en el piso, y que algunas de ellas no son mías, sino de mi casa, o de cuando estoy por ahí y las veo, o simplemente de mis compañeros. Se burla un poco de mi obsesión pero al llegar le muestro que encima del mesón hay una caja que vive vacía. Tiene un mensaje que encuentro ambiguo pero que cumplo sin chistar. Dejo las tapitas allí, y luego dice que si yo sé bien cómo funciona ese mecanismo, que para qué sirven esas tapas. Le respondo que no sé. Que a lo mejor son para hacer juguetes, o que de seguro construyen casas con ellas.






25.8.12

Normal.


 "Por lo menos no le hicieron nada". Eso me lo dijeron el miércoles. El miércoles me robaron un celular, el que usaba para entrar a internet. El que, en la firma del correo, anunciaba cada email con una esperanza pequeñita justo al final: Enviado desde mi celular, ojalá no me lo roben. Pero me lo robaron. Me lo raparon bajando de un bus. Hoy, en cambio, las palabras no fueron de aliento: "¿Pero a usted qué le está pasando? ¿le estarán haciendo brujería?". No sé. 

 No sé.

 En uno de esos correos cadena que circulan por internet se establece la causa de tanta balacera en los colegios de Estados Unidos y similares. Es muy sencillo. La razón por la que eso ahora es una plaga tiene que ver con que hayan expulsado a dios de los centros educativos. En la biblia dice eso de que no matarás, no robarás, no sé qué otras cosas, las prohibiciones que llaman mandamientos, y que de alguna manera es un lineamiento muy bueno y con algo de sentido común. No todo, claro. No robarás, dice uno de esos. No robarás. Seguro el hijueputa que me robó lo sabe, pero igual lo hizo. Seguro el otro hijueputa que hoy se llevó mi otro celular y buena parte de mi sueldo también lo sabe, pero también conoce que educarse con ese tipo de cosas no es que formen un criterio sano ni que sirva de impedimento a la hora de hacerlo.

 Hace un rato, por ahí, hablaba de eso que muchos hablan, que las cosas buenas le pasan a las personas malas. Con los acontecimientos de esta semana puedo decir que estoy haciendo un diplomado (el primero, el único) en ser un tipo bueno, tal vez hasta muy bueno.


***

 Hace muchos años, cuando era niño, una vez, mirando en un canal peruano un torneo de fútbol en el que jugaban chicos de mi edad, a la parte esta de Colombia le dio por temblar. La casa se sacudió lo suficiente como para hacerme pensar que se iba a derrumbar mientras estaba dentro, que me iba a morir un día por la mañana acompañado de mi hermano mientras hacíamos oficio. La lámpara que adornaba el techo de la escalera se balanceó como si un fuerte ventarrón se hubiera colado desde una ventana imaginaria, y los marcos de la puerta chirreaban y soltaban óxido en los instantes que duró el evento. Alcanzamos a llegar a la calle solo para ver que los edificios seguían en pie luego del estremecimiento. Mi abuelo prendía el radio de su Buick para informarnos a todos de la magnitud del sismo, lo que demoró un buen rato que sirvió para callar el nerviosismo con risas y chistes pesados que dos niños como nosotros no deberíamos entender.

 Luego de esa mañana muchas cosas cambiaron. Aprendimos a no conjurar el fatídico canal a la hora del temblor pensando que todo había sido solamente un ensayo y que, dadas las condiciones, se repetiría todo pero a mayor escala. Era un tanto inocente pensar que tener el control remoto en la mano, era suficiente para salvar el hogar, tal vez el país, de una catástrofe similar: nunca, luego de ese momento, volvimos a sintonizar el canal doce, Panamericana TV, a las once de la mañana.

***

 Voy caminando luego de hacer algunas vueltas, y se me acerca alguien con un fierro en la mano mientras me toma del brazo. A mi izquierda los buses de transmilenio, y aun algunos transeúntes, enfocan la vista en algo más, algo diferente, para pensar que nada de lo que está sucediendo es real, o importante. Ante la amenaza callada, silenciosa del arma, uno se rinde de esa manera cobarde que raya en la humillación, el dejarse sin fuerzas y tal vez incrédulo por la mala suerte que puede reunir una persona en tan pocos días: el miércoles me robaron, pensé decirle, ¿qué no lo notificaron? 

 Luego de un cateo breve toman mi celular, que asumía su rol primario luego de mucho tiempo en que estuvo opacado por un aparato nuevo, y es lo primero que se desaparece en una chaqueta amplia, que parece hecha de solo bolsillos. Luego el dinero, ese que a veces pierdo o derrocho pero que esta oportunidad no va a ser así. Quise ofrecer resistencia, pero nada garantizaría que el arma estuviera cargada, así fuera con una sola bala, y entonces la cuestión del dinero o la vida se hiciera real salvo un pequeño detalle, porque igual luego de tan solo un disparo se podrían llevar ambas cosas. Eso, en ningún momento, fue para la víctima una elección.

***

 No ha sido una buena semana. Falta mucho para que termine. Pareciera que por cada decisión que voy teniendo sobre el camino hay algo dispuesto a recordar mi equivocación, a juzgarme y condenarme por eso. Sería bueno hablar de aquello del signo, o porque soy tal animal en un horóscopo cuando la realidad es que sí soy yo un verdadero animal para algunas cosas, algunas causas. Cuando se me alborota el pesimismo me da por pensar que, bueno, este tipo de cosas son el merecido por algo que ya ha sucedido en el pasado. Cuando se me alborota el pesimismo no hago sino pensar en lo que falta para cuadrar caja. Que, según el libro o la película de dónde quiera sacar la cita, el pasado ya haya terminado con uno. A veces me da mal genio pero luego cierro los ojos, aguanto un poco, y comienzo a asumir el ritmo de las cosas dando por sentado que este periodo puede ser bastante largo. Que puede traer más cosas que siguen pasando por casualidad o causalidad, igual ya no importa. A estas alturas, con todo lo que ha pasado, ya todo esto es así, como me gusta decirlo, ya nada es extraño, es apenas normal.


12.7.12

Paciencia.

Esto supuestamente es un cuento que envié a una convocatoria y, pues, no salió favorecido. Como no sé qué hacer con él, lo subo aquí.

***




- Voy llegando. Estoy a unas poquitas cuadras.
La mecánica de la mentira es casi siempre la misma: decir que se está más cerca de lo que es en realidad. Todos lo hemos hecho. Contestar la llamada, decir cualquier cosa descarada, contar con el silencio de esa persona que escucha una conversación ajena. No hay nadie más cómplice en toda Bogotá que quién oye mentir a otro sobre su ubicación. A eso hemos llegado. Y es entendible. Se trata de ser solidarios con esa persona a la que escuchamos y, a la vez, esperar de los demás la misma cortesía que da la invención de una realidad alterna para nuestro interlocutor. “Voy llegando” es solo una ficción que todos creemos y que al mismo tiempo va agotando la paciencia con los minutos que separan a las partes; tiempo que pasa sin descontar kilómetros. En algunas películas se acostumbra mostrar el avance de un lado al otro mientras las luces de un auto viejo devoran el pavimento, la animación de la carretera que delata su imperfección bajo las llantas que no terminan de girar y un movimiento continuo y casi perpetuo para retratar esa ilusión migratoria que es el tránsito de un lugar al otro.


Aquí, esperando, sopesando la realidad con las imágenes que tengo en la cabeza, me doy cuenta que todo esto es otra gran mentira. La realidad no se parece mucho a esos montajes tan repetidos y elaborados: frente a mí una sucesión de vehículos, grandes, pequeños, repletos de gente, aceleran y frenan casi al mismo tiempo manteniendo una velocidad ridícula y un orden uniforme en la avenida donde espero que, algún día, ella aparezca. En medio del caos este tumulto de máquinas es un paisaje ruidoso y deforme al que por desgracia ya se han acostumbrado mis ojos, como a quién vive en la penumbra y acepta la oscuridad como un escenario permanente.
Llevo esperando cerca de veinte minutos. Al llegar el cielo se mostraba más auténtico que nunca. Varias nubes separadas por un orden especial, ayudaban a hacer la transición entre el toque naranja intenso y el azul suave que se da de vez en cuando cerca de las montañas, las mismas que se ven lejanas al occidente. Ahora las nubes grises, que parecen una sola, se van dispersando con cierta regularidad como huellas en una playa de varios tonos: a la derecha, abarcan el panorama; a la izquierda, desde los cerros occidentales, desaparecen tras lo que desde acá imagino es una tormenta. La ventaja de vivir aquí es que, de no estar conforme con el clima, siempre se puede caminar diez cuadras más para encontrar uno diferente.


“Se volvió a parar esto. Hay un accidente. No sé qué tanto me demore”, dice un mensaje de texto que leo en mi celular. Ya no es la voz la que me cuenta los inconvenientes, sino unas cuantas palabras que por cortesía o por temor no invitan a una respuesta.


Lo primero que supe de Lucía es que le gustaba mucho la salsa. Poco después, que era conocida de la novia de Rubén, gran amigo de antes con el que había dejado de hablar pero que volví a contactar por Internet. Veía que cuando él compartía alguna canción de Pete El Conde Rodríguez ella escribía sobre las muchas ganas de bailar esa canción como si se le fuera la vida ahí mismo. Más tarde, al investigar un poco más sobre lo que ella dejaba averiguar en Facebook, decidí agregarla como amiga. No la conocía. La solicitud duró pendiente tres días, pero la aceptó. Pude intuir por sus fotos cómo podía ser esa mujer que se decantaba por tal tipo de música sin dejar ahondar mucho más de su personalidad; aquella que por entonces me parecía un pequeño trazo de algo que sospeché era mucho más complejo. Lucía tenía una sonrisa impecable, las cejas anchas, la nariz grande y unos ojos cafés que parecían pequeños; los labios delgados acompañaban siempre un gesto ambiguo que tardé en descifrar: no podía aparentar seriedad cuando estaba contenta, como si emanara de sí una energía que irradiaba todos los lugares en los que aparecía.


Luego de unas semanas de pensarlo la saludé en el chat y un extraño duelo surgió de la nada: nos pasábamos una canción tras otra lo que no daba espacio para conocernos mejor hasta que un día solo quería hablar y lo hicimos revestidos del velo del anonimato, el que da confiar en la persona de la que no se sabe nada, en igualdad de condiciones. Esa noche, tarde en la madrugada, me confesó que su primer nombre era Ana.


A veces las cosas suceden por sí solas, sin quererlas, y sorprenden con la fuerza de quien da un golpe de pleno en el estómago y saca el aire al mismo tiempo que dan ganas de toser; la imposibilidad de respirar multiplicada por dos, como estar ahogándose no en agua sino en una parte del cielo. Así pasó con ella, por eso la espero, por eso llevo ya treinta minutos parado aquí con cara de aburrido en armonía con estas personas que esperan su transporte.


Era una noche ya lejana cuando nos vimos en persona por primera vez. Se asomaba en sus ojos una timidez extraña y llamativa, tanto que no me dejó admirar su cabello negro intenso en todo su esplendor. Nos conocíamos, sabíamos de nosotros cosas que antes habíamos regalado al otro por partes, por cuotas: primero indicios de la vida y aspectos de la personalidad; luego, imágenes inanimadas seguidas de letras. Un rato más tarde voces. Por último noches hablando de nada en particular en el tortuoso acto de hacerse compañía desde una soledad alimentada por la luz que emite el monitor del computador, o el calor que puede generar inexplicablemente el auricular del teléfono. Es extraño constatar que la persona ya antes conocida, al verla en primer plano, al tenerla cerca, existe. Un empaque incómodo que oculta secretos que ya se saben, pero que regala detalles inimaginables: posiciones de las manos, miradas, comportamientos, el lenguaje corporal que es menos torpe y calculador que lo que se quiere realmente admitir. Era, después de todo, una mujer cualquiera, una de tantas con rasgos particulares y con la ventaja de haber franqueado sutilezas tales como su nombre, su vida y un poco de su intimidad. Tenía su número de teléfono no sin antes saber muchas cosas de ella -todo al revés- para luego reunir fuerzas e invitarla a salir, dejar el caparazón y mostrar características que no se pueden controlar, un ambiente volátil en dónde hay igualdad de condiciones. “Hola, te reconozco por la voz” dijo sin confiar bien en todo lo demás, en las consideraciones físicas que revelan una verdad y al tiempo tienen algo de engaño. Una cosa es percibir a la gente, otra es conocerla. Caminamos de noche por el centro de Bogotá bajo la mirada insólita de los transeúntes que se sorprendían con mi acompañante, pero más con su pelo que parecía tener vida propia: un gran mechón oscuro que danzaba como fuego y que con cada paso latía y desafiaba al viento que nos llegaba por el lado al tiempo que prolongábamos conversaciones a medio hacer para encontrar en el otro la persona que nos hace confiar para hablar, ese cómplice que está estrenando una apariencia desconocida. Llegó entonces la indecisión de escoger un lugar para tomar cualquier cosa, por lo que terminamos entrando a dos. Entre tanto, las palabras iban y venían en medios diferentes: pasar de escribir a verse y ahora encontrarse; la gran ironía de la tecnología: mostrar la esencia a personas que no se dejan ver y que hacen dudar de su existencia, una omnipresencia que vale menos que una fragancia o un roce de la piel. Por último vino la despedida: el abrazo que se prometió para una siguiente oportunidad, manifiesto de las barreras físicas por librar mientras cada uno seguía en sus deberes después de agradecer el salir de la rutina. Recuerdo que cuando se montó al taxi todo regresó a mis sentidos, de inmediato: el centro de la ciudad que nunca deja de apestar a orines, los vehículos que pitan salvajemente como si con eso se solucionara en algo su estancamiento, la gente que camina deprisa para ir de un lugar al otro, los edificios que observan la ciudad desde lejos, desde arriba, imponentes, bajo un cielo negro que no parece ser el mismo de toda la ciudad sino uno local y tétrico que amenaza con violencia descargarse en mí, el paraguas que no tengo y la forma de llover. Recuerdo bien esa vez. Fue un miércoles.


Al pasar del primer encuentro, siempre accidental, todo se va volviendo más premeditado, como en este momento, y se sabe bien que solo hace falta planear las cosas para que salgan mal. Llevo una hora esperando. Se oscureció todo. A mi lado una señora que ha intentado parar ya cuatro veces la ruta que la deja cerca de su hogar, pierde la fe con cada vehículo que pasa, una derrota que va acumulando poco a poco y que, sin embargo, resiste en un estoicismo práctico: maldice con la mano, pero también mira el piso para poder escupir la rabia. Dos minutos han pasado desde que la observo. Sesenta y dos desde la cita incumplida. Cuarenta y dos desde la última llamada. Treinta y dos desde el más reciente mensaje; un reloj de arena al que darle vuelta no es necesario y cuyo contenido son los segundos perdidos de pie en el paradero mientras esperamos, cada uno, una salvación efímera. La paciencia se fortifica hasta un punto en el que no puede ser más dura que sí misma y termina cediendo ante su propio peso. Luego, con ese derrumbe, viene el fracaso colectivo y el grupo que se encuentra en este paradero va perdiendo la esperanza. Ya una pareja camina al centro comercial más cercano; un joven de traje cruza la avenida para buscar un taxi. Nos fragmentamos, solamente quedamos dos personas de las que recuerdo cuando levanté la cabeza al horizonte mientras quería adivinar si era ese el vehículo que me sacaría de este atasco. Nos miramos mutuamente para buscar miradas de consuelo, pero solo encontramos motivos para escapar. Ya no va a llegar. La esperé lo suficiente, espero que me comprenda. Setenta y un minutos. Hace frío. Llueve. Pienso en ella, en las razones que no me quiere dar. No llamaré: la explicación debe darse, no pedirse.


Ahora me quedaré sin verla, sin vivir el certero fenómeno de las cosas que suceden cuando estamos juntos. No podré volver a sentir que Ana es delgada y no pesa; por el contrario: eleva. Me di cuenta cuando la abracé por primera vez, anoche. Sucedió en un bar cuya gran característica fue darnos posada para lo que terminamos haciendo, la intimidad conjugada de formas inusuales luego de un par de cervezas, muchas anécdotas, y la música adecuada para contagiarse de cierto ritmo, uno perfecto, lento, sutil. Le confesé que no sabía bailar, apurado, recordando el detalle que terminó dándome una razón para conocerla. No respondió nada, simplemente me llevó de una mano hasta un lugar apartado y luego me dijo que siguiera sus pasos. Entonces se aferró a mí. “No importa”, fue lo único que susurró. Estuvimos parados en ese lugar, moviéndonos lo que duró la canción mientras flotamos en un lugar sin especificar y de maneras difíciles de explicar; la conciencia de mi cuerpo extraviada, un organismo, el mío, sincronizado con el suyo. Luego nos sentamos un rato más, pagamos, y nos fuimos. La acompañé hasta su casa, un premio de consolación tonto. La despedida vino con lo que fue la promesa de algo más. “Te quiero”, soltó sin reparo; “veámonos mañana”, completó antes de desaparecer tras la puerta mientras se la tragaba una clase de oscuridad nunca antes vista.


Hoy lunes todo es tan distinto. El mundo conocido se dividió en otros más pequeños, facetas que no son más que el fraccionamiento de un entero. Y ahora, mientras pienso en que finalmente ella no va a llegar, observo el entorno estéril en el que me muevo, los grandes edificios que, todos a la misma hora, al unísono, dejan salir de sus entrañas cientos de personas para que vayan a las avenidas y puedan así aventurarse en lo que ahora es movilizarse por la ciudad. Sigue apareciendo gente de una nada aparente. La calle se alimenta, veo como se llena el paradero en el que me encuentro con más individuos que finalmente tienen que esperar, pacientes, el bus que los llevará a otro destino. Tal vez el bus en el que ella no aparece, el desespero compartido de quien quiere irse y del que no puede llegar. Sigo viendo una gran muchedumbre salir de las fachadas salpicar la calle como una creciente mancha y considero que es menos complicado el transito vertical en un edificio. Bogotá, a la larga, es un gran rascacielos que atraviesan a duras penas dos ascensores.


Ochenta minutos. Las luces amarillas de las bestias metálicas que surcan por la avenida hacen que nuestras sombras se proyecten a lo lejos, primero, y luego cerca de donde estamos en un chiste cruel del destino que nos recuerda que esas pobres proyecciones siguen nuestros pasos sin poder llegar más lejos. Ochenta y uno. Guardo el celular en la chaqueta. Camino sin saber para donde, sin rumbo. Paso la calle que me separa del punto de encuentro. Suena el teléfono. Un mensaje de texto: “Creo que me pasé. Espérame”


15.6.12

Primer Día.


Luego de corretear por el patio, reconociendo lugares y jurando que las baldosas no son todas iguales, Tim me sigue hasta la escalera donde su inseguridad se presenta en un chillido agudo y corto, como si emitir cualquier sonido fuera motivo de vergüenza. Cinco escalones más arriba lo veo fijamente tratando de entender esa distancia que nos separa, dos pasos para mí que tiene él que afrontar en lo que ahora es su crianza. Me mira, levanta sus dos patas delanteras y se apoya en el borde helado del primer peldaño. Bate la cola de una manera torpe.

 Tim es cafecito con la punta del pelo negra. Tiene, en las patas de adelante, los dedos forrados de pelo café oscuro y los de las patas traseras más bien blancos, como si andara con zapatillas. La cola termina demasiado pronto y la punta es café, parece un fósforo que se apagó luego de arder lo necesario. Tiene la cara negra, como si hubiera comido chocolate con toda su cabeza. Sus ojos se distinguen por un brillo tenue, y en la parte de debajo de su hocico hay una línea blanca parecida a un riachuelo que se va haciendo grueso hasta que llega al océano, que en este caso sería su pecho.

 Me recuerda a Katy. Cuando ella llegó por primera vez yo estaba en el colegio, estudiaba de día, por las tardes me la pasaba solo con ella y a veces con Tigro, el gato. Tigro peleaba siempre con cualquier perro, a veces se perdía semanas enteras y llegaba herido más que nada en su orgullo esperando que mi hermano mayor lo reparara; lo dejara, por lo menos, apto para volver a salir a la calle, a sus andanzas de peleón empedernido y amante consumado, porque las cicatrices parecen ser un elemento necesario a la hora de seducir. En su inventario nunca faltó la pata derecha pelada, a veces en carne viva, las orejas mordidas y, una vez, la huella de un colmillo en su cráneo que me dejó siempre la inquietud de cómo seguía vivo luego de haber metido la cabeza en las fauces de un animal mucho más grande y peligroso que él. Una buena noche Tigro encontró a Katy, de tan solo dos meses, y antes de gruñirle la olió para bendecirla y, luego de unos días, le enseñó a limpiarse la cara como solo los gatos saben hacerlo: humedecer el puño de las patas delanteras, pasarlo por la cabeza restregando duro y luego repetir. Ella lo imitaba y esperaba su aprobación. En su lenguaje él le decía "eso, muy bien. Así es". Katy, con sus dos meses, era tan pequeña como Tim y tampoco sabía subir la escalera pero pudo hacerlo al seguir al gato, que caminó elegante y paciente exhibiendo de manera calmada los movimientos de sus extremidades para que ella pudiera copiarlos, lo que hizo casi que de inmediato.
   
 Tim se me queda mirando, sin saber si subir o ladrar. En sus ojos creo ver una pregunta que se hace cualquier cachorro: ¿por qué yo puedo andar en dos patas y él no?
  
 En el segundo piso espera Enzo. Él también tuvo dos meses, como todos, como los más afortunados, y aprendió a subir la escalera siguiendo a su mamá, a Katy. Ella lo consentía y acicalaba casi que a escondidas y él se dejaba, aunque luego ella le peleara por la comida. Las familias son así. Enzo tiene doce años, le faltan cuatro dientes, es celoso y tiene ojos color café perrito. Se parece a su dueño, pero al mismo tiempo marca sendas diferencias: parece menor. Sus achaques son siempre por el encierro casi permanente ya que le gusta la calle y cuando camina lo hace siempre con la cola levantada como si fuera la antena de un carro a control remoto, muestra de algo que se podría confundir con felicidad. Se la pasa corriendo y saltando, pero únicamente se acostumbró a su soledad mucho tiempo después de que muriera su madre. Esa noche, mientras se resolvía la diligencia nunca antes pensada de qué hacer con los restos de una mascota, él esperaba al lado de su cuerpo a ver si se levantaba de nuevo, evidenciando la paciencia en el dolor que solo puede sentir un perro.

 Enzo no sabe de dónde salió Tim.

   Tal vez no recuerda que Manchas, la perra de la esquina, estuvo en calor hace casi seis meses. Seguro su cabeza no le da para calcular las consecuencias de su desahogo con ella, las tardes que lloraba frente a la puerta para ir a visitarla en una extraña excitación que cualquiera hubiera entendido pero que al mismo tiempo no era nada sencillo de explicar. Se la pasaban juntos tardes enteras, ambos en el garaje, no siempre consumando el deseo sino acompañándose mutuamente en una cosa sin nombre, simplemente el querer estar allí. Aun con la noticia de la preñez, Enzo siguió con sus visitas que tenían ahora otras razones, tal vez humanitarias: los dueños de Manchas son, como reza el gastado e inexacto eufemismo, humildes, y en ese proceso de cargar animales en formación dentro de su vientre, la barriga que no paraba de crecer, se volvió un poco el centro del barrio. Manchas, debajo de su pelo desordenado, feo y sucio, es una Shih Tzu con algo de mala suerte. Durante la gestación recibía comida de quien acompañara a Enzo, como si él se hiciera responsable directo de su estado. A veces ella sacaba su cabeza por entre las rejas metálicas de la puerta que delimitaba su propiedad con la acera común y Enzo se le acercaba y se limpiaban las lagañas o los bigotes mutuamente, un contacto íntimo que decía más cosas que nadie se atrevería a imaginar.


  La noche del 19 de abril Manchas parió siete cachorros. Tres hembras, cuatro machos; una blanca con café, otro blanco con negro que se confundía con uno negro con blanco y que se diferenciaba, a su vez, de uno con esos dos colores perfectamente balanceados; dos negras, una de ellas con manchas amarillas en sus patas y a manera de ojeras, y uno café, negro, blanco y amarillo. Al cuarto día Enzo, llevado en brazos por uno de sus dueños, fue a visitarla, a conocer a la familia. Se extrañaba con los patrones de colores en el pelaje de los desconocidos, sus olores, los movimientos lentos de esos animales recién nacidos, todos rivales en potencia así fueran minúsculas e inofensivas pelusas lloronas y palpitantes porque nadie como él sabía que a los enemigos grandes se les puede ganar, pero no se debe dejar sorprender nunca de los más pequeños. Luego vio a Manchas y se reconocieron como lo hacen los perros: la respiración agitada y el movimiento acelerado de la nariz al estirar el hocico que iba acompañado de un feroz martilleo en el pecho y la cola que iba de lado a lado.

 La noche anterior Enzo le gruñó a Tim luego de seguirlo casi todo el día, su primero aquí. Lo hizo indicándole el orden de las cosas, la muestra de quién es el que manda. El pobre se asustó y, luego, lloró un poco. Enzo se angustió y, comprendiendo el abandono del cachorro, se le acercó para detallarlo. Se hizo a su lado, manteniendo una distancia prudente, haciéndole saber que no estaba solo. Ahora es Tim quién va detrás de él y Enzo camina lento disfrazando su orgullo, sin mirar atrás pero esperando ser seguido.


 Tim me mira mientras estoy arriba en la escalera, le digo que subamos y entonces con las patas traseras llenas de fuerza logra pasar su barriga y trepa su primer escalón. Sé que no me entiende, pero encuentra familiar mi voz. Sonrío. Bate la cola. Doy un paso más y él sigue en su ascenso, con gracia pero sin elegancia, el segundo escalón de muchos, la primera vez que va a subir la escalera, una de tantas en lo que va a ser, espero sea así, su larga vida.





22.5.12

Terminales

Lorena me había invitado a almorzar ese viernes. Se iba para la finca de sus abuelos por unos quince días, y yo trabajaba en un lugar cercano al terminal de transporte. Le comuniqué a mi jefe que esa tarde me demoraba tal vez una hora más por esa razón, a lo que respondió "procure almorzar que no todo en la vida es darle a eso". Ese día nos encontramos en la entrada marcada con el número tres, y llegó diez minutos después de lo previsto. Nos dimos un beso y un abrazo. Un beso corto, el roce en los labios con la humedad exacta que nos complementaba, a veces, y el abrazo largo y cálido que ella me enseñó a dar. Nos tomamos de la mano y buscamos un sitio para comer en el segundo piso, un restaurante grande con mesas y sillas de madera oscura por lo viejos y grandes por lo anticuados. En el televisor anunciaban la muerte de Marlon Brando, al que yo admiraba un poco menos que ahora y Lorena conocía un poco por un par de películas que había visto conmigo. Nos quedamos callados escuchando la infinidad de notas curiosas acerca de su vida, y luego terminamos de comer al finalizar el noticiero. Me dio dos fotos esa vez, en una salía ella con un vestido de baño de una sola pieza, amarillo, que resaltaba de una manera muy rara con su piel blanca; en la otra estaba sentada en una banca de piedra en un pueblo, tenía un vestido de flores rojo con blanco, mirando fijamente a la cámara, intimidando al fotógrafo. Luego de pagar fuimos a la salita de espera donde una pared transparente nos separaba de los buses, la flota, y nos quedamos en unas sillas mientras anunciaban la partida. Compré una coca cola y una botella de agua, le di a escoger sabiendo que iba a elegir el agua, siempre. Luego el llamado. Nos paramos. El abrazo largo y sincero, los mejores deseos para su viaje y la promesa de fotos, llamadas, y el pretender cumplir que se va a extrañar al otro durante el trayecto, la estadía, la vuelta, tratar de pensar que el mundo no se va a acabar con esa ausencia prolongada, un corto adiós para una despedida tan larga. Te quiero, me dijo soltando mi mano. La vi subir al bus que iba a presentar una película terrible y les iba a dar varios sustos a los pasajeros esa tarde. A veces el dramatismo de la separación pierde el sentido luego del contacto al llegar al lugar esperado: nunca pensé que Lorena fuera a ver, completa, Doble Impacto en el expreso que tercamente la alejaba de mí pero la acercaba a su familia; ella jamás pensó que me había ido a comer una dona con la coca cola.

***

 Carolina desbarata un sándwich con las manos mientras la observo curioso. El pan a un lado, los quesos al otro. Luego las carnes. Va reorganizando el producto final a sus componentes más básicos. Luego de eso se come cosa por cosa empezando por lo que menos le gusta. Entre bocados me mira y yo tomo coca cola, sin decir nada. En la mesa que está detrás de ella una pareja sostiene, enérgica, una conversación que lleva horas. Bajan de un bus que viene de otra ciudad para sentarse en la mesa y continuar hablando, el arte de no poderse callar. El tipo, joven, blanco, con el cabello demasiado corto y una mirada de desesperación insiste en su punto mientras que su acompañante deja todo y se va al baño. Las manos a la cara, el suspiro de frustración, la batalla que insiste en continuar si quiere seguir teniendo la razón. Carolina tiene ojos pequeños, pómulos salidos, el cabello corto, de niño, aclara cuando trata de hablar sobre el tema. Hago preguntas para tratar de continuar en un diálogo que no necesita de palabras. Es grande. Se lo digo. Quiere que le explique a qué me refiero con eso. Vienen imágenes a mí, la confusión de querer decir que grandeza no implica estatura ni se puede medir con tallas, o medidas. Es grande, le digo. Pienso que parece una montaña pero no se lo digo por temor a represalias. Tiene mi misma estatura, una espalda ancha, las curvas de su cuerpo que se insinúan salvajes bajo la ropa que lleva holgada. Es grande, todo en ella es grande, menos sus ojos, su boca, sus dientes. Ahora despedaza el queso con el pulgar y el indice de la mano derecha. Lo lleva a la boca. En la mesa a mi izquierda una familia, tres generaciones, ocho personas, comparten fotografías de lo que sucedió apenas unas horas atrás, no dejan que el recuerdo del tiempo juntos se acomode para hablar del asunto como si hubiera pasado años y estuvieran rememorando un pasado lejano y feliz, no salen de su asombro al no creer, tal vez, que esos en las fotos sean ellos mismos y necesitan socializarlas entre sí para darle algún sentido, para creerlo. Vuelvo la atención a mi mesa, en su plato todo es un desorden premeditado que va desapareciendo con un ritmo sospechoso, lo que menos le gusta se va rápido, lo que le encanta ya más lento, disfrutando cada mordisco. Algo golpea en mi pierna. Una tapa de coca cola no retornable. Alguien la ha pateado desde la entrada de la cafetería, a unos diez metros de distancia de donde me encuentro, para llegar sin contratiempos a mi zapato derecho. Busco al culpable pero no lo encuentro. La suerte a veces es así. Carolina acaba de comer y yo tambaleo en mi esfuerzo, ya no puedo más. No quiero. Como de a pocos para matar el tiempo. Estamos a una hora de la despedida en ese abrazo largo, otro, luego de tantos años, despedidas de algo físico que va a esconder la distancia por días o meses. No soy bueno para despedirme, ni para expresarme. Le digo dos o tres cosas, casi sin emoción, el resultado de tanto tiempo de purgas de sentimientos que van quebrando el espíritu. Estamos a una hora de ese abrazo que va a resaltar un poco entre tantos otros abrazos que se da la gente en la sala de espera, entre besos frustrados de algunos y el silencio de otros, el tiquete que piden para ingresar a los buses y la idea tonta de que puede ser más dramática una despedida en un aeropuerto. Llevo bastante pensando en eso, en la angustia del que se va porque siempre soy el que se queda.



17.4.12

Funerales

La experiencia que tuve con las muertes y los velorios no es buena. Ni grata. Ni dulce. Nada. El día que se murió mi abuelo lo ayudé a ir al baño. Dormíamos él, yo y mi hermano en el mismo cuarto. Por la mañana se sentía mal y yo, alistándome para ir a trabajar, lo tomé de la mano, lo ayudé a parar, lo sostuve para ir al baño, esa ruta que siempre hago. A mi la vida se me llena de fantasmas a cada nada. Unos no saben hablar, otros no saben dónde vivo, lo que no están no saben cuánta falta me hacen, o cuanto los quiero. Acabo de salir del baño y ahí fue la última vez que lo vi. Todos los días entro al baño, a ese mismo, dónde hay un espejo que tal vez sea tan viejo como yo. En mi casa hay cuatro espejos, uno en cada baño, el del tocador de mi mamá y otro en el corredor del segundo piso. En esos espejos uno se ve distinto siempre. Cuando me visto de paño o decentemente, cosa inusual, analizo el reflejo que me dan dos o tres de ellos, para estar seguro: en los de fuera de mi casa no me veo igual de bien, así que salgo mintiéndome. Seguro cada uno de ellos, los espejos, habla con la calidez familiar de quién no puede ser duro realmente con un miembro del hogar.

A veces pienso en mi abuelo, en que no recuerdo cómo era su voz. Ni la de mi abuelita. Tengo sus recuerdos y la vida impregnada de ellos pero se van olvidando los detalles. El día que murió mi abuelo yo lo ayudé a ir al baño. A eso de medio día lo recogió una ambulancia y mis hermanos mayores lo acompañaron: uno ahí mismo, el otro en su carro. Cuando llegaron al hospital mi abuelo, en su camilla, con su respirador conectado (se lo pusieron ya porque se iba a morir; mi abuelo era terco y esas cosas significaban no un aliento para él sino una sentencia de no poder hacer más las cosas por sí mismo, algo que llevaba olvidando desde hacía tres años) cogió a cada hermano mío, los mellizos, de la mano y les dijo con los ojos que los quería mucho mientras los apretaba con esas manos que trabajaron casi toda su vida. Luego lo entraron por allá en las entrañas del hospital a un lugar al que nadie podía acompañarlo. Mi hermano menor estaba con ellos, no tan cerca como quisiera o tan lejos como esperaba. Yo iba del trabajo a la universidad cuando me llamaron al celular: mi mamá estaba sola. Me bajé de ese bus y cogí otro. De ese día recuerdo un gran trancón pero nada del otro mundo. Otros días, otras distancias. Llegué a casa y mi mamá parecía normal. Media hora después me llamo E., el hermano mayor. "Pascual se murió, no diga nada, esté ahí para mi mamá. Pásemela". Le doy el teléfono a ella y la mirada que ella la tiene ligera pero fija en algo se le va y entonces se derrumba un poco en la cama. Ella no lloró. Yo tampoco. Por la noche llegaron mis hermanos, todos, y comimos pollo asado. Luego llegaron mis tíos. Hablábamos de Pascual con sonrisas y recordando lo fuerte que era. Imagínese que un día se cayó encima una canasta de gaseosa en la cabeza. No se partió nada, a duras penas un ojo morado. Y mal genio. Decían cosas de esas que fueron mitificando la imagen del pobre viejo. Mi familia es una suerte de leyenda que voy contando y nosotros, las generaciones que llegamos, no hacemos mucho por marcar la vida de los que vienen. Esa noche J., mi hermano menor, me dijo que cuando identificaron el cadáver de mi abuelo él lo vio en la camilla acostado de medio lado, con la boca abierta y los ojos cerrados. Pálido, frío, el residuo apenas obvio que dejan las cosas cuando ya no tienen vida. Le habían roto los dientes para intubarlo. Fijo se murió del empute, mi abuelo. A J., alma sensible, creo que esa imagen lo acompaña hasta hoy. A mi me tocó una parecida, la de mi mamá recibiendo la noticia.

Luego el funeral. J. no quería ir. Mi mamá fue únicamente el último día. Mi mamá cuando vio el ataúd dijo "por qué" y luego se tendió sobre el. Ni una lágrima, pero su mueca de dolor lo dijo todo. La miraron mal. Nadie la entiende nunca. Luego se sentó en el lugar más cercano que había. Vinieron los pésames. Ninguno de nosotros lloró. Un hermano de mi abuelo dejó que todo se fuera dispersando para ir, uno por uno, a decirnos estas palabras, más o menos: "mijo, gracias. Yo sé que ustedes hicieron mucho por mi hermano. Yo sé que eso algún día se les va a recompensar. Ustedes fueron la mejor familia que pudo tener. Gracias". Su esposa sonreía con una luz rara en los ojos.  Mi mamá se sintió algo mal con eso, le tocó salirse a tomar tinto. En el camino al cementerio del Apogeo encontramos gente que era amiga por ahí de él o de la familia que iba llegando a pie. Unas palabras de todos, menos nosotros. Alejados, un núcleo aparte, todos orbitando alrededor de mi mamá. La gente que lloraba y nosotros con una tranquilidad sospechosa. Luego su cuerpo baja al agujero ese, al lado de su esposa, que lo llevaba esperando un poco más de una década. En el momento mismo que se iba perdiendo de nuestra vista supimos que se había muerto, como si la ceremonia fuera solamente una antesala para que saliera de ese maldito cajón pidiendo aguepanela o contando alguna de sus historias. Cuando el féretro tocó el suelo puro y vivo, la oscuridad que lo iba a guardar para siempre, mi mamá se puso a llorar con una mano en la boca para que no la vieran, E. navegando en lágrimas la abrazaba, N. con los ojos cerrados también. J. parado, quieto, en silencio se deshacía mientras yo me daba media vuelta y le metía un puño a un árbol.


**


Hace como tres años Enrique, el vecino de justo al lado, de toda la vida, se murió. Fue un 25 de diciembre. En la familia todos andaban de viaje, solo quedábamos mi hermano y yo en casa. Y Enzo, el perro, que siempre se queda. El día del funeral fuimos hasta el cantón norte a mostrar los respetos. Enrique dejaba una familia numerosa: Carolina, Diana, Ángela y su mujer. A todas las saludé, estaban rotas pero era Carolina la única destrozada. Con ella asistimos al mismo colegio. Un amigo me preguntaba por ella. Le gustaba mucho, a mi no tanto. Siempre fue flaca, Carolina. Con uniforme era más bonita. Delgada, pecosa, cabello largo y fino, castaño, y nunca cambió realmente su aspecto: la eterna colegiala. Uno la ve ahorita y es simplemente fijar en su recuerdo de hace años dos o tres líneas de expresión en la cara. Sigue Igual. Ese día ella se me trepó al alma con las uñas en un abrazo. Éramos cercanos: de niños jugamos con walkie takies distintos pero se cruzaban las ondas y terminábamos hablando con la confianza que se suelen tener los anónimos. La hacía reír y ella me decía cosas y me parecía lo mejor del mundo. Por la noche supe que había sido ella mi radioescucha, por la noche ella supo que era yo con quién jugaba. Le dio mucha risa. Luego, en el funeral, tal vez movida por ese recuerdo ya que no hablamos nunca, lloró mucho en mi hombro y se aferraba a mí de una manera muy rara. Yo simplemente cerré el abrazo. Me sentí flotar y a lo mejor por eso ella se colgaba, quería irse conmigo a otro lado, no estar allí, rechazar el papel de familiar desconsolada. Duró cinco minutos agarrada, clavada en mi pecho. Luego me soltó, me miro a los ojos y sonrió un poquito, inclinando la cabeza en agradecimiento. Yo le tomé los hombros, le dije que lo sentía mucho y que estaría allí por si algo. Luego me despedí y nos devolvimos para la casa, con mi hermano.

Con Carolina siempre que nos vemos soltamos una sonrisa que quiero creer es sincera, nos preguntamos si estamos bien y ya está, pero nunca nos decimos nada más. Los fantasmas míos no tienen que hablarme.



2.3.12

On Her Majesty's Secret Service

Lo mejor mi niñez fue tener un hermano de casi mi misma edad, por eso hubo una época en la que nunca me encontraba solo. Era un compañero permanente que servía para muchas cosas: jugar, compartir comida, molestar, gritar, pelear. Recuerdo cuando nació, el vestido gris que yo tenía al ir al hospital, la cama blanca en la habitación blanca donde estaba mi mamá y su cabello cansado y deshecho en rizos que tuvo en esa única oportunidad; la mano de papá en mi espalda empujándome para conocer al nuevo miembro de la familia, un toque que se siente ajeno y olvidado, como todo recuerdo suyo. Lo vi. Me dijeron que lo tuviera en mis brazos, yo no sabía cómo, pero al final lo hice y nos tomaron una foto, la primera de muchas. Fue el primer bebé que alcé. Mi hermano era pequeño, feo, arrugado, pálido y cabezón. Sigue siendo así, solo que ahora es un poco más alto que yo.

Cuando pequeños nunca hicimos mayores travesuras. O no las recuerdo. Tengo presente el momento en que casi me quemo la cara con una mecha en navidad, prendiéndola a escondidas junto con algunas cosas que habíamos comprado. Salimos al jardín y, como siempre, le dije que se hiciera a un lado, que podía participar en todo pero solamente mirando. Era muy pequeño entonces, lo sigue siendo todavía. En una mano la pólvora, en la otra un fósforo listo para prender. Lo tenía todo planeado, a la cuenta de cinco iba a tirar la mecha al aire, encendida, para que cuando sonara poder gritar "bomba" o alguna cosa que en el momento me parecía muy divertida. Alcancé a llegar a cuatro cuando me estalló en la mano, me lastimé el pulgar, quedé con un oído inservible por unos días y el ojo derecho totalmente rojo por el humo y la explosión. No hubo sonrisas, no hubo dramas tampoco: entré de nuevo a la casa con su ayuda y me unté de crema el dedo y la cara esperando lo mejor. Yo veía siempre que mi madre la usaba para todo, y le servía. Nadie se enteró, nadie se fijó en mi ojo mutante tampoco, lo que me deprimió al principio pero luego me dio para pensar que era indestructible, inmortal, como el McCleod de las películas.

Muchas veces nos dejaban solos, encerrados bajo llave. Usábamos el teléfono para hacer bromas pero la creatividad no salía en las llamadas anónimas, así que lo siguiente en la lista era tirar cubos de hielo a las casas vecinas, canastadas recién hechas por nosotros. Nunca rompimos las ventanas. Jamás les apuntamos, y en eso ayudó bastante la suerte, solamente las arrojábamos confiando en que cuando hicieran contacto con algo hicieran mucho ruido. Eso, tal vez, era para nosotros hacer travesuras: romper el silencio de una forma brusca, violenta, con gritos o con cosas chocando, llevarle la contraria a lo que nos pedían los mayores regularmente: no hacer bulla, estar callados. Una rebeldía que no iba para ningún lado, que se quedó siempre en minúsculas y fue desapareciendo con el paso del tiempo; las reglas que se fueron aclarando y repetimos con nuestra voz esas palabras de adultos: los niños deben hacer silencio. Lo que de pequeños nos identificaba y era contagioso, con la edad se le da el trato de una epidemia.

Un día, haciendo cualquier cosa, como siempre, descubrimos tal vez un oficio que nos gustó y que repetimos varias veces. En esa oportunidad, por error, terminamos jugando a los reporteros, al noticiero. Luego fuimos perfeccionando la práctica: éramos nuestros propios periodistas de campo, editores, directores y como si fuera poco, presentadores. Lo primero siempre era que tomábamos prestadas las máquinas de escribir, unos sacos, linternas y unas cobijas.

Yo iba por la máquina de mi abuelo, una Remington Quiet-Riter. Él la dejaba en el cuarto de estudio encima de un escritorio que hacía juego con una silla enorme de rodachines y montón de archivadores, todos metálicos, todos tan antiguos pero que por su propias características parecían venir del futuro; la máquina estaba dentro de una caja café oscura que era bastante pesada. Al abrirla se notaba ese color verde opaco que representaba todo lo que era: dura, hosca, fría y terrible, un monstruo que seguro ha visto muchos días y tiene mejores historias que contar.

Mi hermano usaba una Brother Deluxe 1350 semi automática que era de mamá, bastante práctica y muy suave. Ella la dejaba en su habitación, como todas sus cosas. Tenía un maletín discreto, de color gris. En el teclado había dos teclas rojas mientras todas las demás eran blancas. No pesaba nada. Era compacta, delgada, tenía una cinta de dos colores, una sorpresa que ninguno de los dos pudo superar sino tiempo después al enterarse que no tenía nada de especial: se trataba solamente de un carrete un poco más costoso.

Nos reuníamos en la habitación. Luego, con las linternas prendidas, nos sentábamos frente en frente de nuestras máquinas y echábamos las cobijas encima nuestro, con la luz apenas para escribir cosas que nosotros entendíamos a plenitud. Yo hacía mucho esfuerzo, ponía todo el peso de mi cuerpo en los dedos para que se imprimieran bien las letras en el papel y entonces las notas que iba escribiendo salían pausadas; mi improvisada carpa sonaba como un animal gigante que daba pasos lenta y torpemente mientras que la de mi hermano era como un caballito que iba en una persecución, no se sí adelante o atrás, nunca lo pensé sino hasta ahora, pero tenía un ritmo muy bonito. A él siempre le salía música, algo que se le volvió costumbre.

Tras unos cuantos minutos nos descubríamos, usábamos cualquier prenda a la mano para disfrazarnos y empezaba el noticiero. Yo leía cosas sobre aviones que se caían encima de pueblos y él de atentados a personajes que se acababa de inventar. No íbamos muy lejos de la realidad, pero por lo menos nosotros teníamos el control de las historias que contábamos. Un día lo hice reír y entonces el noticiero tuvo que salir del aire por unos momentos. Lo regañé porque éramos gente seria: en los noticieros de verdad no salía nunca nadie burlándose de lo que se hablaba y entonces nació una competencia en la que cada uno contaba cosas chistosas para hacer perder al otro. Generalmente no llegábamos ni a la sección de deportes cuando ya nos tocaba soltar la carcajada.

Un día como cualquier otro mi hermano el mayor, sin querer, encontró nuestros libretos. Tenía que hacer un trabajo para el colegio y buscó las máquinas encontrando lo que mi mamá luego llamó un gasto inoficioso de papel, tinta y tiempo. Mis hermanos mayores trataban de disimular la risa conforme a lo que iban leyendo pero eso realmente no importaba, la mirada acusadora de ella nos señalaba muy claro la diferencia entre desperdicio y derroche, las dos caras de una moneda que no conocíamos: para nosotros siempre todo estaba allí, disponible, y el discurso ese del cuánto valen las cosas no lo supimos entender, por lo menos, en el momento.

Pero no hicimos caso.

Seguimos creciendo entre cuentas de telefonía que eran exageradas y regaños a nosotros por hacer llamadas en broma. Las recordamos porque estuvimos allí, mejorándolas y todavía se mantienen en la memoria como si fueran épicas aun cuando son difíciles de contárselas a alguien ajeno. Todas esas cosas van perdiendo gracia tratando de explicarlas, basta una mirada o decir el “se acuerda cuando...” para soltar la risa y quedar en ridículo por no haber podido documentar como se hace hoy día todas esas horas de chistes y cosas graciosas. Creo que al pagar la cuenta telefónica o de la luz o del agua vamos obviando lo que significaron en nuestra niñez, desde esas pegas por teléfono hasta las peleas desocupando la alberca que todavía está en el patio, mojando hasta la ropa de los vecinos, o las horas que jugábamos en el family turnándonos sin saber cómo guardar el progreso de las partidas. Seguimos pagando en un sentido simbólico todas las cosas que hicimos sin arrepentirnos de ello. Lo importante es lo que queda.

A ciencia cierta, muchas veces le he salvado la vida a mi hermano. La más importante cuando se iba a caer de la cama de cabeza y no entiendo cómo lo pude coger de las piernas, las patas, arrastrándolo al colchón diciéndole que no se asustara y prometiéndole que nunca nadie iba a saber que pasó eso. Lo siento. Otras tantas han sido ahí a su lado regalándole una de mis vidas o salvándolo de Shredder para poder rescatar un juego: saltar con un botón, con el otro mandar la patada, meterme en el golpe que lo puede fulminar con el solo contacto y morir salvándolo solo para que pueda sentarle el golpe final y salvar, de nuevo, el mundo. Yo sé que él se acuerda, yo sé que se está riendo acordándose.

Fueron muchos los peligros de los que nos salvamos continuamente en la cantidad de mundos que visitamos y como sigue esa cercanía a pesar de ya no pasar juntos tanto tiempo. Ahora es mi vecino. A veces se acuesta antes que yo, otras veces simplemente me hace la visita en silencio o se la hago yo acompañándonos de esa manera que nadie cree posible, de esa que no encontramos por más que buscamos. Son más las veces que él me ha ayudado a mí en este fracaso de ser un hermano mayor, pero yo sigo con ganas de compensarle todo eso. Hay que buscar otra manera de jugar juntos, por lo menos, para que siga sintiendo que a pesar de la distancia y algunos muros que se han puesto entre ambos sepa que lo sigo cuidando.

17.1.12

Ramona.

Lo primero que vi de ella fue una foto en facebook. Aparecía pequeñita e indefensa. Ahí está. Como suele suceder en esa página aparecían en la parte de abajo varios comentarios hablando de ella diciendo lo bonita que era, lo tierna que se veía, una serie de adulaciones que luego se volvieron una puja por su "paternidad". Yo entré en eso, pero no dejé huella. Simplemente llené unos formatos, me dieron una fecha y fui a la entrevista al sitio indicado y la hora señalada.

Obviamente no aparecí solo por allá. Mi falta de tacto fue compensada con la presencia de mi acompañante. Eso y otras cosas que ya se podrá imaginar. Luego de responder unas preguntas, dar unas declaraciones y, prácticamente, recitar un ensayo sobre la bondad de las mascotas pedimos que nos la dejaran ver. Se encontraba en la parte de atrás de la veterinaria, lo que antes pudo ser alguna bodega, con otros gatos. Una tenía la pata visiblemente afectada y no la podía mover, pero caminaba como la gente que toma el té con el meñique empinado, con esa descarada elegancia y sin tanto trauma. Estaban, además, unos gatitos de un mes o algo así que saltaban y se trepaban a maletas, muebles, o camillas mientras ignoraban que estaban confinados a un espacio cerrado. Eran muy inquietos, lo que les ayudaba a no aburrirse, a descubrir planos que no eran lógicos, caminos y juegos sin inventar.

La muchacha que nos atendió, con unas tetas solamente más pequeñas que su desconfianza, sacó de un lugar dónde estaba casi aislada por su propia voluntad a la gatita esta tan codiciada y, luego de dejar que la tuviéramos en nuestras manos, para conocerla, nos dijo que se llamaba Ceniza.

Apenas se acomodó con nosotros se quedó dormida, Respiraba pasito y clavaba las uñas en la ropa anidándose, diciendo cosas como podía. O era simplemente lo que nosotros queríamos entender. Ramona originalmente fue encontrada en un jardín de una casa cerca a la veterinaria. Era muy pequeña. Temblaba y miraba casi con odio todo a su alrededor. Luego de dejarla en la veterinaria se la pasó sola durante mucho tiempo, interactuando con los demás gatos lo estrictamente necesario. No era dueña de ningún lugar y, a lo último, solamente se le acercaban cuando hacía frío. Ella parecía permitirlo. Era dueña de un orgullo que parecía heredado, bastaba algo de tiempo para saber de quién.


Luego de dejarla en ese hogar momentáneo nos dijeron que había un gatito de 5 días de nacido el cuál estaban tratando que la madre de los otros tres lo pudiera adoptar, pero ella se mostraba apática. Luego de sostenerlo en la palma de mi mano (caliente, vivo, quejándose, renegando como podía de su mala suerte) salimos de allí con el corazón en muchos pedazos.

Veinte días después llegaron las buenas noticias: Ceniza nos sería dada en adopción. Había un problema: Ceniza no es nombre para un gato, menos para uno que tiene tantos colores. Por eso le cambiamos el nombre, que llegó casi por accidente: Ramona es verde, anaranjada, gris, blanca y tiene negro en dos de sus patas. Cuando llegamos por ella seguimos la farsa y le decíamos de esa manera tan ordinaria, luego nos sorprendimos porque, unos días después de nuestra primera visita, el gatito pequeño también estrenó familia y ya no se aferraba buscando calor en una manta sino una madre de verdad, una que nosotros sabemos no es suya pero para ellos es simplemente una formalidad a la que no pueden o quieren darle importancia.
Cuando conoció a sus nuevos hermanos se puso algo agresiva. Ellos, a su vez, no sabían como reaccionar. Un gato nuevo es un gato nuevo, habrán pensado, y mientras trataban de olerla y lamerla ella simplemente gruñía y se escondía en lugares dónde estaría segura. Pero siempre la seguían. No la dejaban en paz. Dos días después ella era quién daba la ordenes, quién peleaba torpemente y los perseguía para jugar o no quedarse sola. Ellos, a cambio, la acompañaban o la acicalaban mientras se acostumbraban a ser no dos sino tres. Obvio no saben contar, pero saben cuando alguien llega o alguien se va.

Fue por ahí, y gracias a ellos, que Ramona aprendió a ronronear. Ella, francamente, no sabía ni maullar. Sigue siendo la hora que cuando abre la boca le sale una "a" aguda y continua, pero ahora la acompaña de una "u" casi que silenciosa. Es un gato pero no lo sabe. Todas las cosas que venían en su sangre se le perdieron cuando quedó abandonada. Como sabía que era un bebé, pero no un gato, aprovechaba cualquier olor familiar para ponerse a chupar cosas, imaginando a su mamá. Cerraba los ojos y succionaba como si fuera una aspiradora. Acabó una cobija y dejó heridas de muerte a varios pantalones y un par de camisas. Luego de sentir el calor de sus hermanos no tuvo que imaginarse otras cosas. Ya no era necesario. Sigue descubriendo que es un gato y va aprendiendo de ellos, quienes se sorprendieron al ver que le tenían paciencia, algo que nadie nunca hubiera esperado. Sus maullidos son largos e insoportables; su ronroneo es brusco y exagerado, pero no la culpo, hasta ahora está practicando. Camina con tacones imaginarios en una danza que tiene ella con la gravedad y lo largo de sus extremidades. Cuando duerme parece un signo de interrogación: la cabeza tirada lejos del cuerpo, este enroscado deliberadamente mostrando las pecas que tiene en su barriga.

Ramona todavía está aprendiendo cosas. Entre las pendientes (que la más urgente es saber leer) también está crecer un poco. A ella se le olvida, pero hay que insistirle. De vez en cuando se estira  algo y parece menos niña. Otras veces simplemente se queda mirando.