2.3.12

On Her Majesty's Secret Service

Lo mejor mi niñez fue tener un hermano de casi mi misma edad, por eso hubo una época en la que nunca me encontraba solo. Era un compañero permanente que servía para muchas cosas: jugar, compartir comida, molestar, gritar, pelear. Recuerdo cuando nació, el vestido gris que yo tenía al ir al hospital, la cama blanca en la habitación blanca donde estaba mi mamá y su cabello cansado y deshecho en rizos que tuvo en esa única oportunidad; la mano de papá en mi espalda empujándome para conocer al nuevo miembro de la familia, un toque que se siente ajeno y olvidado, como todo recuerdo suyo. Lo vi. Me dijeron que lo tuviera en mis brazos, yo no sabía cómo, pero al final lo hice y nos tomaron una foto, la primera de muchas. Fue el primer bebé que alcé. Mi hermano era pequeño, feo, arrugado, pálido y cabezón. Sigue siendo así, solo que ahora es un poco más alto que yo.

Cuando pequeños nunca hicimos mayores travesuras. O no las recuerdo. Tengo presente el momento en que casi me quemo la cara con una mecha en navidad, prendiéndola a escondidas junto con algunas cosas que habíamos comprado. Salimos al jardín y, como siempre, le dije que se hiciera a un lado, que podía participar en todo pero solamente mirando. Era muy pequeño entonces, lo sigue siendo todavía. En una mano la pólvora, en la otra un fósforo listo para prender. Lo tenía todo planeado, a la cuenta de cinco iba a tirar la mecha al aire, encendida, para que cuando sonara poder gritar "bomba" o alguna cosa que en el momento me parecía muy divertida. Alcancé a llegar a cuatro cuando me estalló en la mano, me lastimé el pulgar, quedé con un oído inservible por unos días y el ojo derecho totalmente rojo por el humo y la explosión. No hubo sonrisas, no hubo dramas tampoco: entré de nuevo a la casa con su ayuda y me unté de crema el dedo y la cara esperando lo mejor. Yo veía siempre que mi madre la usaba para todo, y le servía. Nadie se enteró, nadie se fijó en mi ojo mutante tampoco, lo que me deprimió al principio pero luego me dio para pensar que era indestructible, inmortal, como el McCleod de las películas.

Muchas veces nos dejaban solos, encerrados bajo llave. Usábamos el teléfono para hacer bromas pero la creatividad no salía en las llamadas anónimas, así que lo siguiente en la lista era tirar cubos de hielo a las casas vecinas, canastadas recién hechas por nosotros. Nunca rompimos las ventanas. Jamás les apuntamos, y en eso ayudó bastante la suerte, solamente las arrojábamos confiando en que cuando hicieran contacto con algo hicieran mucho ruido. Eso, tal vez, era para nosotros hacer travesuras: romper el silencio de una forma brusca, violenta, con gritos o con cosas chocando, llevarle la contraria a lo que nos pedían los mayores regularmente: no hacer bulla, estar callados. Una rebeldía que no iba para ningún lado, que se quedó siempre en minúsculas y fue desapareciendo con el paso del tiempo; las reglas que se fueron aclarando y repetimos con nuestra voz esas palabras de adultos: los niños deben hacer silencio. Lo que de pequeños nos identificaba y era contagioso, con la edad se le da el trato de una epidemia.

Un día, haciendo cualquier cosa, como siempre, descubrimos tal vez un oficio que nos gustó y que repetimos varias veces. En esa oportunidad, por error, terminamos jugando a los reporteros, al noticiero. Luego fuimos perfeccionando la práctica: éramos nuestros propios periodistas de campo, editores, directores y como si fuera poco, presentadores. Lo primero siempre era que tomábamos prestadas las máquinas de escribir, unos sacos, linternas y unas cobijas.

Yo iba por la máquina de mi abuelo, una Remington Quiet-Riter. Él la dejaba en el cuarto de estudio encima de un escritorio que hacía juego con una silla enorme de rodachines y montón de archivadores, todos metálicos, todos tan antiguos pero que por su propias características parecían venir del futuro; la máquina estaba dentro de una caja café oscura que era bastante pesada. Al abrirla se notaba ese color verde opaco que representaba todo lo que era: dura, hosca, fría y terrible, un monstruo que seguro ha visto muchos días y tiene mejores historias que contar.

Mi hermano usaba una Brother Deluxe 1350 semi automática que era de mamá, bastante práctica y muy suave. Ella la dejaba en su habitación, como todas sus cosas. Tenía un maletín discreto, de color gris. En el teclado había dos teclas rojas mientras todas las demás eran blancas. No pesaba nada. Era compacta, delgada, tenía una cinta de dos colores, una sorpresa que ninguno de los dos pudo superar sino tiempo después al enterarse que no tenía nada de especial: se trataba solamente de un carrete un poco más costoso.

Nos reuníamos en la habitación. Luego, con las linternas prendidas, nos sentábamos frente en frente de nuestras máquinas y echábamos las cobijas encima nuestro, con la luz apenas para escribir cosas que nosotros entendíamos a plenitud. Yo hacía mucho esfuerzo, ponía todo el peso de mi cuerpo en los dedos para que se imprimieran bien las letras en el papel y entonces las notas que iba escribiendo salían pausadas; mi improvisada carpa sonaba como un animal gigante que daba pasos lenta y torpemente mientras que la de mi hermano era como un caballito que iba en una persecución, no se sí adelante o atrás, nunca lo pensé sino hasta ahora, pero tenía un ritmo muy bonito. A él siempre le salía música, algo que se le volvió costumbre.

Tras unos cuantos minutos nos descubríamos, usábamos cualquier prenda a la mano para disfrazarnos y empezaba el noticiero. Yo leía cosas sobre aviones que se caían encima de pueblos y él de atentados a personajes que se acababa de inventar. No íbamos muy lejos de la realidad, pero por lo menos nosotros teníamos el control de las historias que contábamos. Un día lo hice reír y entonces el noticiero tuvo que salir del aire por unos momentos. Lo regañé porque éramos gente seria: en los noticieros de verdad no salía nunca nadie burlándose de lo que se hablaba y entonces nació una competencia en la que cada uno contaba cosas chistosas para hacer perder al otro. Generalmente no llegábamos ni a la sección de deportes cuando ya nos tocaba soltar la carcajada.

Un día como cualquier otro mi hermano el mayor, sin querer, encontró nuestros libretos. Tenía que hacer un trabajo para el colegio y buscó las máquinas encontrando lo que mi mamá luego llamó un gasto inoficioso de papel, tinta y tiempo. Mis hermanos mayores trataban de disimular la risa conforme a lo que iban leyendo pero eso realmente no importaba, la mirada acusadora de ella nos señalaba muy claro la diferencia entre desperdicio y derroche, las dos caras de una moneda que no conocíamos: para nosotros siempre todo estaba allí, disponible, y el discurso ese del cuánto valen las cosas no lo supimos entender, por lo menos, en el momento.

Pero no hicimos caso.

Seguimos creciendo entre cuentas de telefonía que eran exageradas y regaños a nosotros por hacer llamadas en broma. Las recordamos porque estuvimos allí, mejorándolas y todavía se mantienen en la memoria como si fueran épicas aun cuando son difíciles de contárselas a alguien ajeno. Todas esas cosas van perdiendo gracia tratando de explicarlas, basta una mirada o decir el “se acuerda cuando...” para soltar la risa y quedar en ridículo por no haber podido documentar como se hace hoy día todas esas horas de chistes y cosas graciosas. Creo que al pagar la cuenta telefónica o de la luz o del agua vamos obviando lo que significaron en nuestra niñez, desde esas pegas por teléfono hasta las peleas desocupando la alberca que todavía está en el patio, mojando hasta la ropa de los vecinos, o las horas que jugábamos en el family turnándonos sin saber cómo guardar el progreso de las partidas. Seguimos pagando en un sentido simbólico todas las cosas que hicimos sin arrepentirnos de ello. Lo importante es lo que queda.

A ciencia cierta, muchas veces le he salvado la vida a mi hermano. La más importante cuando se iba a caer de la cama de cabeza y no entiendo cómo lo pude coger de las piernas, las patas, arrastrándolo al colchón diciéndole que no se asustara y prometiéndole que nunca nadie iba a saber que pasó eso. Lo siento. Otras tantas han sido ahí a su lado regalándole una de mis vidas o salvándolo de Shredder para poder rescatar un juego: saltar con un botón, con el otro mandar la patada, meterme en el golpe que lo puede fulminar con el solo contacto y morir salvándolo solo para que pueda sentarle el golpe final y salvar, de nuevo, el mundo. Yo sé que él se acuerda, yo sé que se está riendo acordándose.

Fueron muchos los peligros de los que nos salvamos continuamente en la cantidad de mundos que visitamos y como sigue esa cercanía a pesar de ya no pasar juntos tanto tiempo. Ahora es mi vecino. A veces se acuesta antes que yo, otras veces simplemente me hace la visita en silencio o se la hago yo acompañándonos de esa manera que nadie cree posible, de esa que no encontramos por más que buscamos. Son más las veces que él me ha ayudado a mí en este fracaso de ser un hermano mayor, pero yo sigo con ganas de compensarle todo eso. Hay que buscar otra manera de jugar juntos, por lo menos, para que siga sintiendo que a pesar de la distancia y algunos muros que se han puesto entre ambos sepa que lo sigo cuidando.

2 comentarios:

Adriana Villegas Botero dijo...

Ah que texto tan bonito. No tengo idea quién es el escritor, pero estos textos con nostalgia de infancia me gustan mucho.

Anónimo dijo...

Genial. Gracias por compartir ese pedazo de infancia común n