3.9.12

Razones.


  Es el primer domingo en el que encuentro la peluquería totalmente vacía. La señora que siempre me ha cortado el pelo habla ,con su hija, Sonia. Sonia, hace mucho tiempo, era bastante atractiva, pero ha engordado con cada día y cada semana, ahora su cara refleja un tiempo que no corresponde con el de su edad. A veces, cuando me dejo caer en la silla naranja, veo como mis cachetes y mi papada han crecido, pero no tanto como los suyos. Casi siempre el televisor está prendido sintonizando algún reality o con la novela de moda que pasan por el canal RCN, y hoy es día de fútbol, así que está apagado. Es la primera vez que lo veo así. En la peluquería de la mamá de Sonia no hay otros canales para ver.

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  - Parce, vos tomás mucha gaseosa, ¿no?
  A J. le sale ese acento medio paisa de cualquier lado, arrastrando las cosas que dice en la mitad de la oración, como pistas de su procedencia. A veces me dice amor, cariño, bizcocho y un montón de cosas más que son muy de allá, muy de su hablado y que va cargando siempre con su apellido. La pregunta que hace mientras me mira aterrada es por una cuantas tapas plásticas que tengo en el primer cajón del escritorio en el cuarto piso. Cumplo ya una semana en el cuarto piso. Son ocho tapas, la mayoría de coca cola.

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 Debajo de la silla hay mucho cabello, mechones entre rectos y circulares que se amontonan unos sobre otros, mezclando los diversos tonos para lograr un tapete con el que juego moviendo los pies mientras la señora pasa por mi cabeza sus manos con una velocidad asombrosa. Cada tres meses la visito y ya sabe que no me gusta hablar mucho de nada, así que encuentra algo de alivio al no saberse sola conmigo. Agota con su hija un tema común, particular, del día a día de un hogar que poco ven, pero se preocupan porque esté bien: las lámparas, los bombillos. Luego de dos minutos de interlocución callan porque todo se ha dicho: es domingo y son las siete de la noche.

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 J. pide que le haga compañía unos minutos, mientras llega su novio a recogerla. Le pido que me acompañe al tercer piso a explicarle por qué tengo tantas tapitas guardadas, mientras la recoge su novio. Luego de bajar un piso por el ascensor, de que me registren la maleta y que mi antigua jefe me salude, llegamos al rincón donde trabajé durante seis meses. El escritorio está limpio y sobre él algunos papeles en perfecto orden, lo que me preocupa un poco, ya que pensé que no los iba a encontrar más allí, pero me siguen esperando. Abro el cajón y sin saberlo dejo que se entere de cosas que no debería. Cosas que están allí sin protección, que cualquiera puede ver, pero se asombra con el desorden solo para poder echarse a reír. Son casi cincuenta tapas. Muchas de ellas rojas.



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 Con la mano izquierda va consintiendo mi cabello y con la derecha lo cepilla con algo de cariño, de empeño. En este punto siempre sonríe y me dice lo mismo: “a usted le crece el pelo con ganas”.  En el espejo le noto un gesto genuino de interés, de gusto por lo que hace. Después del piropo me ofrece gel, pero me niego, como es costumbre. Su ánimo se va apagando un poco al tiempo que da palmadas pequeñas en las olas que se hacen en mi cabeza (“un solo remolino”, me dijo el primer día). Sacude el delantal, la toalla, me paro y le pago con un solo billete, y luego se despide con algo de tristeza, pensando que hoy voy a ser su último cliente. Cruzando la puerta cambio mi rol con alguien más, una mujer que llega con el cabello mojado. Sonia, su madre y ella retoman una tertulia que se había suspendido por la mañana. Agradecen la forma en que el silencio se disuelve con cada nombre que dicen, con cada anécdota que se ha construido a lo largo del día a expensas de otros tantos. La forma que tienen de entretenerse es seguir con detenimiento la vida de los demás, incapaces como están de salir a aventurar una propia que no tenga que ver con lámparas, con bombillos y quehaceres que ocupan muy poco tema de conversación.

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 Rumbo a la cafetería J. se preocupa por mi salud. Hace las preguntas de rigor: ¿cuántas coca colas te tomás en un día? ¿desde qué día tenés las tapitas? ¿seguís viendo bien? ¿no sufrís del azúcar? Le explico que colecciono tapas que vea a la mano, nunca en el piso, y que algunas de ellas no son mías, sino de mi casa, o de cuando estoy por ahí y las veo, o simplemente de mis compañeros. Se burla un poco de mi obsesión pero al llegar le muestro que encima del mesón hay una caja que vive vacía. Tiene un mensaje que encuentro ambiguo pero que cumplo sin chistar. Dejo las tapitas allí, y luego dice que si yo sé bien cómo funciona ese mecanismo, que para qué sirven esas tapas. Le respondo que no sé. Que a lo mejor son para hacer juguetes, o que de seguro construyen casas con ellas.