26.4.13

Allá.



—Pienso que deberías quedarte.

 Liliana, la doctora, lo repite varias veces. Sigo mirando los juguetes con los que le hacen algún tipo de terapia a los niños que llevan allá. El consultorio es blanco y grande, tal vez más grande que mi habitación. Contiene, solamente, una mesa, tres sillas, y esos juguetes, lo que le da al lugar una sensación de frialdad que no soporto. Me deja claro algunos de los beneficios de quedarme, que puedo tomar la decisión en cualquier momento pero era mejor que lo resolviera ahí mismo. Pienso en las cosas que tengo que hacer, o que quiero hacer. Trabajar, ir al gimnasio, salir a ver una película, un montón de cosas que en esos momentos son sinónimo de algún tipo de libertad. Simplemente digo que no y le pido una certificación para presentar en el trabajo. 

 Creo que le caigo mal a mi jefe. No sería ninguna novedad tampoco. La semana pasada le dije del permiso que necesitaba para hoy, una cita médica que llevaba esperando hace mucho. En la oficina ahora molestan por todo: no puede uno tener el celular dentro de las instalaciones, tampoco audífonos; hay dos tarjetas magnéticas para puertas distintas que hay que marcar siempre para entrar a la bodega o para ir al baño. El correo electrónico también es algo que se volvió un lujo. En fin. Ayer le recordé del permiso que necesitaba y me lo dio por una hora y veinte minutos. Le pedí más tiempo, ya que me pensé que podía demorarme más por el tipo de especialista que me iba a atender, y me miró con esa cólera suya congelada en la mirada preguntándome dónde tenía la cita. "En la Clínica de La Paz", le respondí. Sentí en ella romperse algo, sus ojos opacos y duros cambiaron el semblante. "Está bien: dos horas".

 No quería ir. Tenía algo de miedo. Todavía lo tengo. Liliana, la doctora, me dejó una tarea que no he hecho porque no tengo ganas, tampoco. Hizo preguntas incómodas mientras tecleaba en el computador lo que le iba diciendo. No hay intimidad en eso, en hablar de algo que se siente bien profundo, algo que nadie sabe, mientras el otro se sienta a llenar un formato. Luego de un momento me miró a los ojos para dejarme en claro un montón de cosas. Recalcar que simplemente hay situaciones con las que no se puede solo, que todo eso es perfectamente normal. Pero que era mejor que me quedara un par de días. Creo que estaba preocupada. Creo que podía ser simplemente un día cualquiera en su trabajo. Me volví a acordar de Libertad.

*

 — ¡Daniel se movió! ¿Lo viste?

 Daniel es el hijo de Liliana, mi compañera de trabajo. No ha nacido, pero ya va por el séptimo mes de gestación. A veces me da curiosidad de cómo se hacen esos cálculos, más cuando no hay una fecha exacta de concepción o algo así. No mucha gente lo recuerda, y no es por pena. Liliana supo que estaba embarazada por casualidad, y ese día el médico le dijo con exactitud las semanas que tenía. Hasta hace unos días no sabíamos si era niño o niña.

 Hoy miraba la barriga que lo contenía y ponía la mano en la parte que palpitaba. Sentía un estremecimiento, pensé en que se estiraba practicando yoga o haciendo algún tipo de rutina. Me perdí un poco en ese vacío, buscando contactar a alguien que no conozco, algo que hago, o hacía, todos los días. Liliana, mi compañera de trabajo, sonreía, pero me miraba con algo ya de ese instinto maternal que se le está despertando.

 Mi mano se desplazaba por la barriga como un sonar, buscando algún indicio de vida ahí dentro. Vi mis dedos torcidos y gordos palpando el lugar en el que nadie está seguro que sucede. Liliana, mientras tanto, jugaba nuevamente el llavero que carga siempre, donde hay una impresión de la ecografía de hace unos días. Creo que se ve un rostro, pero mucha gente ve rostros en cualquier cosa. Mientras se distraía imaginando a su hijo me concentré en los pequeños temblores que había a cada rato. Me fijé, también, mis uñas rotas y mordisqueadas, algunas con la piel destrozada o rastros de sangre; heridas de algo complejo.

 —Mi hermano hizo las prácticas allá—dijo—. Me contaba que eso está lleno de señores con plata, gente que no tiene nada pero que a veces se les corre la teja.

 Daniel me pateó con fuerza. Creo haber sentido una patada. No les respondí nada.


15.4.13

Del otro lado.

 A Diana no la conocí, aunque la vi muchas veces. Se estaba riendo siempre, y mantenía una actitud de esas que llaman la atención. Creo que me caía bien, o tal vez nunca le encontré algún reparo. No sé si sea lo mismo. Supe por facebook, luego de que una compañera me mostrara en el celular, quién era. Quería ver una foto suya para identificarla, ya que no conozco a nadie por el nombre. Su última actualización, el domingo pasado, fue "buenas noches a todos". Las respuestas a ese comentario, según lo normal en ese tipo de dinámicas, resultó ser de amigos o conocidos que le deseaban lo mismo, corresponder a lo que otro señala, algo que puede ser siempre bastante cómodo. Diana era esa persona, creo yo, la que iniciaba la cadena que los demás seguían ya que alguien se había tomado el trabajo de expresar lo que los demás no saben o no pueden decir, pero comparten.

 Unas horas después personas cercanas escribían que no podían creer lo que le había sucedido, que lamentaban su muerte. Al día siguiente su hermano, en la cadena de comentarios, dio los datos del lugar de la velación de Diana. Los pésames continuaron, y los mensajes de incredulidad también, hasta que simplemente se detuvieron.

 No tengo cuenta en Facebook. No me llama la atención. Pero sé que muchas personas piensan que es algo completamente estúpido escribirle a alguien que ya murió. Que es de mal gusto, un sinsentido. No puedo explicarlo bien. Tal vez esas personas (y esto siempre lo pienso) no son capaces de comprender un poco el sentimiento de pérdida o el duelo que afrontan otras personas, ya sean conocidas o no, desde la comodidad de un computador, una bondad que se alimenta mucho de la pereza, una intimidad frágil que tratamos de sobredimensionar porque está allí, siempre, al alcance de los dedos.

 El año pasado otra compañera no trabajó en todo el día porque se la pasaba pensando en su sobrino, de veintiún años, que había muerto el fin de semana en un accidente. Los detalles son lo de menos, no nos importan para lo que quiero contar; Arelis simplemente abría en el navegador el perfil de su sobrino y escribía algo en su muro sin poder hacer el click definitivo en el mensaje. Trataba de dar forma a su dolor de una manera que ella sabía no era íntima pero que debía hacerlo, tal vez porque era la representación de esa persona que había fallecido. Un montón de datos, fotos, palabras con o sin ortografía, o cosas que a lo mejor a nadie le importaban. Pero la esencia de esa persona estaba allí y ella quería honrarla de alguna manera. Luego de un rato escribió solamente dos líneas, pero en esa escasez cabía una cantidad considerable de tiempo y dolor mirando simplemente la vida que ya no sería más, tratando de aceptar que esa huella "virtual" quedaría incompleta, incluso olvidada.

 La hermana de Liliana, otra compañera, murió también hace mucho tiempo, y me contó que miraba, a veces, su perfil en Facebook. La piensa todo el día, la ve en sus sobrinas, en su madre, en lo que la rodea, y sin embargo refuerza todo eso viendo fotos, imaginando su tono de voz al leer lo que escribía. Al mostrarme el perfil de su hermana vi un mensaje que la hija le había escrito en su cumpleaños, ese que no pudieron celebrar. Jamás lo leería, y tal vez muchos contactos habían dado "like" a ese mensaje pensando que es una linda manera de recordar a quien ya no está. 

 En la virtualidad que "vivimos" con este cuento de las redes sociales y el acceso fácil a la gente, que se deja conocer o no, la etiqueta y los formalismos que tienen que ver con la muerte (desde su logística hasta la acción de recordar) no están todavía definidos, pero tratamos de encontrar una manera razonable de tratar con ellos basándonos en las tradiciones y demás ritos que todos conocemos. Tal vez sepamos lo que es un velorio, o sabemos que hay gente que es capaz de pagar una misa por el alma de un muerto, tiempo después de su sepelio. Puede que no estemos de acuerdo pero lo aceptamos como manifestaciones válidas, normales, y la extrañeza de las nuevas maneras en las que la gente trata de lidiar con el dolor y los recuerdos nos asustan, o tal vez nos dan asco. Nos recuerdan un poco la vulnerabilidad que escondemos o no podemos aceptar en público.

 Esto no sucede solamente cuando se trata de la muerte y la incapacidad de aceptarla (lo que algunos argumentan que es la incapacidad misma de seguir adelante), sino el dolor en general. Dolor de quien siente que su vida se va al carajo o que no puede lidiar con los asuntos internos que tal vez nadie conozca o entienda. Desde el alegrarse por no hacerse daño (una forma de catarsis, o la manifestación de nuestro odio, o ambas) hasta compartir los temores más privados, esperando que alguien nos comprenda. O tal vez por el simple hecho de tratar de manejar algo que es más grande que uno; compartir una experiencia para pensar que en el fondo no estamos solos.

 Cuando le respondo a mi mejor amigo para saciar su curiosidad e interés por lo que estoy pasando siento que, sin importar el medio, estamos siempre solos, que nadie nos escucha. Puede que yo esté en su casa reparando mi computador, o simplemente teclee torpemente en whatsapp, pero imagino un lugar ajeno a todo, como un confesionario. Cuando Liliana me habló de su hermana y me dijo cosas hasta el borde del llanto también fue así. Este escrito, como los muchos que puede haber al respecto, si bien existe en un plano público y cualquiera lo puede leer, curiosamente parte de esa intimidad implícita no ya de lector y escritor sino de una persona a otra. Muchas veces la gente se confunde por ver en un medio no convencional algo que corresponde a lo que podemos pensar que es privado, y asumimos que hay un lugar para cada cosa, pero tal vez no es así. Tal vez lo único que puede pensar el que está en esa situación es que alguien pueda entenderlo, que no se corre el riesgo de ser catalogado de cierta manera al reconocerse frágil y sensible. Pero es triste saber que no es así. Que en general no podemos darnos ese lujo.