17.4.12

Funerales

La experiencia que tuve con las muertes y los velorios no es buena. Ni grata. Ni dulce. Nada. El día que se murió mi abuelo lo ayudé a ir al baño. Dormíamos él, yo y mi hermano en el mismo cuarto. Por la mañana se sentía mal y yo, alistándome para ir a trabajar, lo tomé de la mano, lo ayudé a parar, lo sostuve para ir al baño, esa ruta que siempre hago. A mi la vida se me llena de fantasmas a cada nada. Unos no saben hablar, otros no saben dónde vivo, lo que no están no saben cuánta falta me hacen, o cuanto los quiero. Acabo de salir del baño y ahí fue la última vez que lo vi. Todos los días entro al baño, a ese mismo, dónde hay un espejo que tal vez sea tan viejo como yo. En mi casa hay cuatro espejos, uno en cada baño, el del tocador de mi mamá y otro en el corredor del segundo piso. En esos espejos uno se ve distinto siempre. Cuando me visto de paño o decentemente, cosa inusual, analizo el reflejo que me dan dos o tres de ellos, para estar seguro: en los de fuera de mi casa no me veo igual de bien, así que salgo mintiéndome. Seguro cada uno de ellos, los espejos, habla con la calidez familiar de quién no puede ser duro realmente con un miembro del hogar.

A veces pienso en mi abuelo, en que no recuerdo cómo era su voz. Ni la de mi abuelita. Tengo sus recuerdos y la vida impregnada de ellos pero se van olvidando los detalles. El día que murió mi abuelo yo lo ayudé a ir al baño. A eso de medio día lo recogió una ambulancia y mis hermanos mayores lo acompañaron: uno ahí mismo, el otro en su carro. Cuando llegaron al hospital mi abuelo, en su camilla, con su respirador conectado (se lo pusieron ya porque se iba a morir; mi abuelo era terco y esas cosas significaban no un aliento para él sino una sentencia de no poder hacer más las cosas por sí mismo, algo que llevaba olvidando desde hacía tres años) cogió a cada hermano mío, los mellizos, de la mano y les dijo con los ojos que los quería mucho mientras los apretaba con esas manos que trabajaron casi toda su vida. Luego lo entraron por allá en las entrañas del hospital a un lugar al que nadie podía acompañarlo. Mi hermano menor estaba con ellos, no tan cerca como quisiera o tan lejos como esperaba. Yo iba del trabajo a la universidad cuando me llamaron al celular: mi mamá estaba sola. Me bajé de ese bus y cogí otro. De ese día recuerdo un gran trancón pero nada del otro mundo. Otros días, otras distancias. Llegué a casa y mi mamá parecía normal. Media hora después me llamo E., el hermano mayor. "Pascual se murió, no diga nada, esté ahí para mi mamá. Pásemela". Le doy el teléfono a ella y la mirada que ella la tiene ligera pero fija en algo se le va y entonces se derrumba un poco en la cama. Ella no lloró. Yo tampoco. Por la noche llegaron mis hermanos, todos, y comimos pollo asado. Luego llegaron mis tíos. Hablábamos de Pascual con sonrisas y recordando lo fuerte que era. Imagínese que un día se cayó encima una canasta de gaseosa en la cabeza. No se partió nada, a duras penas un ojo morado. Y mal genio. Decían cosas de esas que fueron mitificando la imagen del pobre viejo. Mi familia es una suerte de leyenda que voy contando y nosotros, las generaciones que llegamos, no hacemos mucho por marcar la vida de los que vienen. Esa noche J., mi hermano menor, me dijo que cuando identificaron el cadáver de mi abuelo él lo vio en la camilla acostado de medio lado, con la boca abierta y los ojos cerrados. Pálido, frío, el residuo apenas obvio que dejan las cosas cuando ya no tienen vida. Le habían roto los dientes para intubarlo. Fijo se murió del empute, mi abuelo. A J., alma sensible, creo que esa imagen lo acompaña hasta hoy. A mi me tocó una parecida, la de mi mamá recibiendo la noticia.

Luego el funeral. J. no quería ir. Mi mamá fue únicamente el último día. Mi mamá cuando vio el ataúd dijo "por qué" y luego se tendió sobre el. Ni una lágrima, pero su mueca de dolor lo dijo todo. La miraron mal. Nadie la entiende nunca. Luego se sentó en el lugar más cercano que había. Vinieron los pésames. Ninguno de nosotros lloró. Un hermano de mi abuelo dejó que todo se fuera dispersando para ir, uno por uno, a decirnos estas palabras, más o menos: "mijo, gracias. Yo sé que ustedes hicieron mucho por mi hermano. Yo sé que eso algún día se les va a recompensar. Ustedes fueron la mejor familia que pudo tener. Gracias". Su esposa sonreía con una luz rara en los ojos.  Mi mamá se sintió algo mal con eso, le tocó salirse a tomar tinto. En el camino al cementerio del Apogeo encontramos gente que era amiga por ahí de él o de la familia que iba llegando a pie. Unas palabras de todos, menos nosotros. Alejados, un núcleo aparte, todos orbitando alrededor de mi mamá. La gente que lloraba y nosotros con una tranquilidad sospechosa. Luego su cuerpo baja al agujero ese, al lado de su esposa, que lo llevaba esperando un poco más de una década. En el momento mismo que se iba perdiendo de nuestra vista supimos que se había muerto, como si la ceremonia fuera solamente una antesala para que saliera de ese maldito cajón pidiendo aguepanela o contando alguna de sus historias. Cuando el féretro tocó el suelo puro y vivo, la oscuridad que lo iba a guardar para siempre, mi mamá se puso a llorar con una mano en la boca para que no la vieran, E. navegando en lágrimas la abrazaba, N. con los ojos cerrados también. J. parado, quieto, en silencio se deshacía mientras yo me daba media vuelta y le metía un puño a un árbol.


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Hace como tres años Enrique, el vecino de justo al lado, de toda la vida, se murió. Fue un 25 de diciembre. En la familia todos andaban de viaje, solo quedábamos mi hermano y yo en casa. Y Enzo, el perro, que siempre se queda. El día del funeral fuimos hasta el cantón norte a mostrar los respetos. Enrique dejaba una familia numerosa: Carolina, Diana, Ángela y su mujer. A todas las saludé, estaban rotas pero era Carolina la única destrozada. Con ella asistimos al mismo colegio. Un amigo me preguntaba por ella. Le gustaba mucho, a mi no tanto. Siempre fue flaca, Carolina. Con uniforme era más bonita. Delgada, pecosa, cabello largo y fino, castaño, y nunca cambió realmente su aspecto: la eterna colegiala. Uno la ve ahorita y es simplemente fijar en su recuerdo de hace años dos o tres líneas de expresión en la cara. Sigue Igual. Ese día ella se me trepó al alma con las uñas en un abrazo. Éramos cercanos: de niños jugamos con walkie takies distintos pero se cruzaban las ondas y terminábamos hablando con la confianza que se suelen tener los anónimos. La hacía reír y ella me decía cosas y me parecía lo mejor del mundo. Por la noche supe que había sido ella mi radioescucha, por la noche ella supo que era yo con quién jugaba. Le dio mucha risa. Luego, en el funeral, tal vez movida por ese recuerdo ya que no hablamos nunca, lloró mucho en mi hombro y se aferraba a mí de una manera muy rara. Yo simplemente cerré el abrazo. Me sentí flotar y a lo mejor por eso ella se colgaba, quería irse conmigo a otro lado, no estar allí, rechazar el papel de familiar desconsolada. Duró cinco minutos agarrada, clavada en mi pecho. Luego me soltó, me miro a los ojos y sonrió un poquito, inclinando la cabeza en agradecimiento. Yo le tomé los hombros, le dije que lo sentía mucho y que estaría allí por si algo. Luego me despedí y nos devolvimos para la casa, con mi hermano.

Con Carolina siempre que nos vemos soltamos una sonrisa que quiero creer es sincera, nos preguntamos si estamos bien y ya está, pero nunca nos decimos nada más. Los fantasmas míos no tienen que hablarme.



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