12.12.17

Orzuelo.

 Ya no es solamente la rigidez en la ingle sino también una sensación ácida en el ojo derecho: se despiertan primero los males, y luego uno. Así lo dijo el capi en Un Domingo Cualquiera: es mi cuerpo, ya no está ahí. Uno se va volviendo, entonces, lo que el manojo de cosas que lo contiene lo deja hacer. El espejo no me devuelve un análisis mejor del que siento, porque veo los párpados inflamados y la cara borrosa. La esclerótica algo roja, brillante, rebosando de un líquido que no es normal. Recuerdo las películas esas donde hay ojos en tubos de ensayo suspendidos por algún menjurje, aunque esos son mucho más blancos. Y en esas películas por lo general los iris son claritos, no como los míos, que son puros café.

 El baño con agua tibia amaina los males, aunque persiste esa incomodidad visible en el borde derecho. No tengo todo el campo de visión, siento un bulto en la mirada. Es difícil de explicar. Hay un obstáculo que no me deja ver todo claramente, entonces escojo no ir al trabajo en la bicicleta. Ahí es donde recuerdo que la semana pasada estuve pensando en comprar gafas, porque hay mucho polvo en la ciudad, y me molesta los ojos andar en cicla, sobre todo por la tarde. No sé si es porque el gris de la atmósfera se da por polución o algo así, pero el ojo me hace pensar eso. Me voy, entonces, en transmilenio. Alcanzo a ir sentado. Iba a leer, pero imagino (más que nada es eso, el malestar de toda la región próxima al verdadero problema) un ardor en medio rostro. Cierro los ojos. Siento el sol en la ventana, y al rapero de turno, que nos acompaña un par de estaciones. Luego al que vende dulces. Luego otro más, aunque no los miro. Realmente no miro nada. Una sensación húmeda me cruza la mejilla derecha. La solitaria lágrima avanza mezclando temperaturas en la piel. Comienzo a pensar en los destinos fatales, en si cualquier cosa minúscula que lo saque a uno de la normalidad puede tener consecuencias desastrosas, porque uno es así con estos dramas chiquitos: que si pierdo la vista, que si se me cae el ojo, que mejor un parche a lo Big Boss que un ojo de vidrio. Pienso en todo eso y maldigo el no tener barba, el accesorio ese que le hace a uno lucir diferente. Eso refuerza la opción del parche. Eso le pasa a uno por tener una cara simplona.

 Cuando llego a la oficina confirmo que el saludo que recibo va más dirigido a la hinchazón que a mí. No es mucha, pero se nota. Tengo una sensación muy rara en el ojo. Parecido a una inundación, pero no de agua sino de algo más denso. Voy al baño a revisar bien, y me doy cuenta de que hay un punto amarillo en el borde del párpado, y es de ahí donde nacen todos los problemas. Una protuberancia chiquitica que tiene unos efectos tremendos. Pues, la tragedia que me imagino, si bien es exagerada, está fundamentada en algo. Hace años no me sale un orzuelo. En contraste, encuentro muchas más arrugas en el ojo. El tic ese de los párpados que no recuerdo cómo se llama. Veo unas bolitas amarillas flotando. Imagino llorar, pero la acidez, por extraño que suene, no me deja. Salgo del baño con el dictamen, y comienzo a preguntar por algún remedio casero. El primero que me dan es ponerme una rodaja de tomate en el área, pero que no lo deje avanzar. No sé cómo putas no dejarlo avanzar. Lo único que se me ocurrió fue una limpieza con cuidado y mantener el ojo cerrado para evitar más impurezas. Que el tomate me hace salir el punto, que me lo quita.

 Pienso en ir a un centro médico, pero la opción desaparece al evaluar dos cosas. La primera es que voy a perder mucho, pero mucho tiempo en eso. Voy a encontrar personas muy enfermas, y otras que van a extender un día más la jornada de descanso utilizando alguna dolencia como excusa. La segunda es que, pues, ya he sufrido de esto. Es incómodo, pero nada fuera de lo normal. Lo siguiente que pienso es en la inutilidad del espejo del baño de mi casa, de como siempre el lado derecho de mi rostro queda a oscuras, y no hay una evaluación real de mi aspecto: todos los espejos tienen buena iluminación desde la izquierda. Me quedo con eso, con que vivo a media penumbra. Luego llega el segundo remedio casero: baños con agua tibia, y nada de aplicarse hielo. Lo del hielo no se me había ocurrido.

 Rumbo al almuerzo me cuentan otra posible solución: comer pan francés en un baño. No hay otras especificaciones, por ejemplo, si el baño debe estar limpio, o si debo comer pan solo, o con alguien. Imagino que eso depende mucho de las limitantes que uno se pueda imponer. Voy con dos compañeras a un restaurante de esos nuevos en el centro de Bogotá (esa es una frase que uso mucho: el centro de Bogotá). El restaurante tiene la pinta de esos nuevos negocios que combinan lo rústico con lo moderno y lo minimalista. Tiene tantos estilos en su ambientación que no hay nada que lo defina realmente. Nos atiende una mesera mona, de baja estatura, con una cara afilada y ojeras mal escondidas debajo de una capa de maquillaje, con facciones delgadas y delicadas, un tono de piel color canela. En otras palabras, es bonita. La comida llega en platos grandes, de colores, con una muy buena presentación, todo discriminado, sin que ninguno de los componentes se toque directamente. El restaurante está lleno por ejecutivos de la zona, en su mayoría mujeres, y de estas, una gran parte son señoras muy pinchadas. Tienen esos rasgos físicos que se acentúan en la cara, acompañado todo por la respectiva vestimenta, y las maneras de hablar, todas tan expresivas y una exagerada vocalización de las palabras que vienen de otro idioma. Los tres que estamos en la mesa nos dedicamos a comer, y a hablar de lo de siempre, vainas del trabajo. Se me ocurre proponer otro tema, pero la insinuación del pan francés en el baño dura dos o tres carcajadas solamente. Sigo mirando alrededor y me doy cuenta de la abrumadora minoría a la que pertenezco, apenas cinco hombres en el lugar. De resto solo señoras. Y las meseras. La bonita y la tetona. Iba a volver por ellas, más que nada por la bonita, pero la comida está rica, lo que se define entonces como la verdadera razón para repetir en el restaurante. Le comparto esta apreciación a mis compañeras, que luego hacen una cara de reproche. O de celos. El orzuelo no me deja ver.

 En el baño de la oficina me doy cuenta que la nueva incomodidad se da por una telaraña de pus que se entrelaza en las pestañas. Me limpio de nuevo, mientras el párpado sigue latiendo incómodamente. No recuerdo si eso es un nistagmo o una mioquimia. Prometo buscar en internet cuando acabe, aunque el párpado está ligeramente menos hinchado, y el punto ya casi no existe. He estado disparando materia a lo largo del día, lo que me hace sentir un poco incómodo conmigo mismo. He estado viendo cosas a través de una secreción discreta, lo que puede haber influenciado en algo la valoración del mundo desde que me desperté.

 Camino a casa pienso en cuál de los tratamientos utilizar. El tomate frío, el tomate normal, el pan francés, los paños de agua tibia, el champú Johnson para bebés, una crema de un nombre complicado, una bolsita de te. Cuando abro la puerta Tim me saluda como siempre, pero noto en su cara algo muy raro. Tiene un ojo encogido. El derecho. Lo consiento, abro su ojo con mucho cuidado, y él se deja. Es como verme en el espejo que no hay en mi casa: está todo lagrimoso e irritado. Tomo un pañito húmedo y limpio alrededor todo con mucha cautela, mientras le digo que no se preocupe. Él se deja. Cuando son esas cosas, él se deja. Lo miro mientras le hablo. Con un pañuelo húmedo en agua tibia acabo de hacer su curación. Se queda quieto, y bate la cola. Si él pudiera, habría hecho lo mismo.

15.8.17

Derivadas.

 La última vez que vi el atardecer desde un último piso de algo fue en la Universidad de la Salle, cuando en ese tiempo la sala de computación quedaba allá arriba por los lados de la biblioteca. Eran más o menos las seis pasadas, y me senté con alguna de las novias que tuve en ese momento, con algunos otros compañeros más, en las escaleras, mirando al occidente de la ciudad. El sol parecía fundirse a lo lejos, deshaciéndose detrás de los conjuntos de edificios, casas, o simplemente sitios de interés demarcados por las líneas irregulares que son las calles de la ciudad. Lo recuerdo casi como si fuera una película, una escena retrospectiva sin voces y sin un transcurrir del tiempo definido, una imagen congelada, toda saturada de naranja. Hoy fue así, aunque la exposición al atardecer fue por el lado contrario, viendo al oriente, con la inmensa ventana del salón atestiguando cómo entraba la oscuridad al final del día, algo casi imperceptible, sentir que se tiñe de oscuro el pedacito de cielo que hay al alcance, una sensación parecida a la de resistirse al sueño para luego resultar vencido, algo que no se sabe a ciencia cierta cómo sucede, salvo al notar el inminente resultado: anocheció mientras vigilaba, y aún así no me di cuenta.

 Hoy tenemos cálculo y no recuerdo nada. Hace un año vimos derivadas y, con el trajín de todo, las excusas de siempre, dejé todo tal cual, sin volver a practicar. En algún lugar debe estar el cuaderno donde constan las horas de sueño robadas por el estudio, el esfuerzo dado para alcanzar una meta pequeña, muestra de un descuido o conformismo con el mínimo esperado por el programa que nos fue entregado. Tengo en la maleta un bloc amarillo que va a ser de uso exclusivo para esta materia. El portaminas sigue dañado, pero insisto con él porque de alguna manera prefiero no cambiar esa herramienta cada semestre, como si encapsulara todo el conocimiento que algún día dominé, así fuera el suficiente, apenas, para aprobar un examen. La profe llega. Es bonita. Es bonita porque tiene, físicamente, todo lo que me gusta en una mujer. La cara alargada, casi que fina, con ojos grandes y los labios apretados pero no involuntariamente, no es como si estuviera posando eternamente para una selfie, algo que, viéndola, entiendo inmediatamente: se utiliza el gesto como un recurso para adelgazar forzosamente la figura, aunque haya quien no lo necesite, como en este caso. El cabello, lacio, le llega al pecho, que no es muy grande. El tronco es delgado, lo que acentúa las caderas y las piernas, largas, a pesar de que no es tan alta. Es joven, siendo esto una observación muy obvia: ya todo el mundo es joven, menos yo. Lleva unos anteojos de color morado, con lentes que se oscurecen dependiendo de la cantidad de luz que haya en el lugar. Tal vez nunca experimente qué se siente usar unas gafas así. Tiene unos jeans azul oscuro, una blusa blanca, y en su escritorio hay un libro de cálculo que nos recomienda. No sabe qué edición es, pero luego de buscar un poco por internet doy con que es la tercera. De la silla cuelga un casco de bicicleta en otro tono de azul, que me atrevería a señalar como turquesa, un tono muy similar a la bicicleta que usa, todos los días, para ir acompañada con su novio, a quién llama al terminar la clase para que la recoja, una sutil invitación para andar juntos el corto trayecto que los separa de su hogar. Mientras habla se mueve con una facilidad que me hace latir la parte de la espalda que tengo destrozada. Luego de la presentación, de los comentarios para romper la tensión con los estudiantes (la mitad del salón parece ser mayor que ella), de escribir con letra perfecta turnando cuatro marcadores de diferente color en el tablero, me doy cuenta de que tiene los dedos largos, flacos, las manos marcadas por tendones, y de que casi no respira.

 Se esfuerza para llenar el lugar de energía. De establecer una conexión con todos recalcando cierta autoridad. Después de treinta minutos de minucias, reglas, concesiones y consejos, nos habla de su perfil académico, lo que resulta mucho más atractivo. De lo que supongo es un gran acto de bondad al ofrecerse como voluntaria en un pueblo del Putumayo, dos o tres veces al mes, dictando clases a quien no puede darse el lujo de estudiar, y menos, a quien renuncia a hacerlo simplemente por su propia voluntad. La ventana indica que ya está casi todo oscuro allá afuera, pero también muestra los reflejos de todos centrándose en ella, mientras explica que los teoremas son propuestas matemáticas que se pueden demostrar y comenta que integrar es el proceso recíproco de derivar. Llena el tablero de signos: una función f(x) es una antiderivada si F'(x) es igual a f(x). En una de las hojas repito varias veces equis y el símbolo , que no se cansa en salir como una larga ese, o una serpiente reptando desde el portaminas hasta el papel en una figura caprichosa y diferente a la que quiero imprimir. Repito tantas veces como puedo en planas tardías, un afán perfeccionista que nace no por impresionar a nadie sino por el terror que resulta mi propia caligrafía. Algo parecido a lo que siento cuando acerco un dedo a la boca para destrozarme una uña, la promesa que nace incumplida mil veces, pero que se repite con cada acto. Borro las equis ya escritas para repetirlas menos rectas, menos planas, queriendo dejarles algo de carácter. Me esfuerzo en la repetición esperando que surta efecto. Me pierdo en detalles, tanto de la hoja amarilla llena de trazos como de la piel que muestra la profe cuando se estira para escribir en la parte superior del tablero, un recorte de abdomen que se escapa de las costuras del jean: un poquito de blanco que se asoma tímido, robando la atención del estelar cúbito que sobresale al torcer la mano. Cada que se acerca donde me siento remueve algo en el ambiente y recuerdo a la novia de la Salle con la que seguramente vi el atardecer en las escaleras. El olor ligeramente azufrado de su cabello cuando se lo pintaba de rojo. Ella sonreía ante la exageración de mis descripciones con los mismos gestos que la profe cuando le digo algo tan tonto que no vale la pena recordar, las dos con una disposición de los dientes con los mismos accidentes, los colmillos abultados de igual manera, aunque la profe tiene los ojos de un azul tan raro que no podría describir ni perdiéndome en ellos. Los segundos ojos más bonitos del mundo, que no resulta poco. Los ojos de L. eran más grandes, de color café, igual a los míos, como los de un perrito, pero los evoco en un pasado cuando eran un poco más brillantes a lo que seguramente deben lucir ahora. Imagino los ojos zafirados de la profe hace unos años, un poco más inocentes del mundo, con la esclerótica blanca o menos roja por el cansancio. Aparte de las gafas, adorna la mirada con una serie de telarañas en la piel que va demoliendo la primera impresión que me causó, mostrando su mortalidad logrando que piense en la mía propia, en la molesta resequedad en mi cara luego de tanta excursión bajo las inclemencias del sol de hace una semana: la piel hecha cenizas brotando de mis mejillas, volando en picada en antojos suicidas, algo que pienso, o insisto, heredan de mí y no al contrario. Con la cercanía siento los imperceptibles surcos que hay en su frente, la cicatriz en la parte superior izquierda de su cara, que debe esconder una historia que quiero escuchar, el rubor que utiliza en sus pómulos y cómo a contraluz evidencia un ligero toque de vanidad tratando de ocultar otras imperfecciones que igual no vale la pena esconder, huellas de sonrisas y gestos repetidos que se logran al estar vivo y acumular sensaciones, ese tipo de cosas que surgen como antídoto luego de pasar por algunas certeras y fuertes malas experiencias. Tan de cerca parece otra persona, pero no mucho menos impactante. Definitivamente huele a lo mismo que L. Tal vez no se trata de su aspecto, sino de la forma en que se parece a ella, en que la evoca. En que despierta ese amor escondido que siempre le guardé. No es culpa de la profe, ni de los doscientos diez escalones, ni del azufre, ni de la imagen del atardecer en la escalera, hace años, cuando imaginaba un futuro muy diferente al que resultó siendo cierto, que mi corazón se sienta por encima de las constantes y recientes quejas de mi cuerpo.




6.6.17

Internet Of Things.

 
 
 Unos 10 años sirvió el router. No dejó de funcionar, simplemente comenzó a no aguantar más la carga de tareas que se le imponía a diario. Primero dividí las conexiones con otro aparato, porque tal vez así mejoraba un poco todo el servicio este de repartir la señal por toda la casa. Antes, cuando mi abuelo trataba de enseñarme a arreglar cosas, decía que los aparatos se cansaban, algo no entendido como la sobrecarga de trabajo que algo podría aguantar, el abuso, sino que las cosas son como uno, que simplemente un día dicen que ya está bueno y no quieren más. Casi todo era así: que el televisor, que el radio, que la lavadora. Sé que la mayoría de esos cansancios podían venir por la manera ineficiente en que disipaban el calor (y por culpa de uno, también, por no valorar todas las rendijas que tenían esos aparatos: se cansaban no por agotamiento sino por ahogamiento, porque las cosas también necesitan respirar). El router comenzó a cansarse, pero no lo dejé renunciar. Simplemente saqué de una caja otro que tenía por ahí, mejor, más nuevo, más potente, que no utilicé antes para no tener que volver a configurar todo, tanto el menú del aparato como de todos los otros aparatos que se conectaban a él, que son muchos. Tuve los dos routers conectados al tiempo, durante unos meses, pero dejé el viejo porque funcionaba bien. Así son las cosas, uno no prevé, sino que espera a que todo llegue a un límite para hacer cambios, o mejoras. Uno prefiere que todo siga en esa normalidad poco eficiente de las cosas que funcionan tal y como están, pero no piensa que tal vez todo podría hacerse mejor. El router nuevo tiene dos antenitas que le dan una autoridad algo rara, porque es casi como si se tomara más en serio su trabajo. El viejo no tenía nada, solamente una pequeña circunferencia en la parte superior. Sus luces eran azules. Las del nuevo son verdes. Y naranjas. No sé por qué pienso que esas luces azules evocan en mí algo más futurista. A lo mejor es la costumbre.


***

 Muy recientemente he tenido que restablecer las contraseñas de casi todo lo que uso. En el celular, en el computador. Supuestamente el navegador guarda unas para hacerme la vida más fácil, pero tampoco ayuda. Está casi igual que yo. A mí se me olvidan porque está uno en el declive ese de hacerse más viejo, pero el navegador las pierde cada que sale una actualización, con las excusas escritas en la bitácora de cada nueva versión: que toca volver a configurar el motor de búsqueda, que tiene que volver a ingresar a todos los servicios, que tal complemento ya no es compatible. Algún día el no compatible va a ser uno. Todos lo vemos: la gente que se resiste un poco a la tecnología, a pesar de que es tan fácil de usar todo. No sé si, en parte, mi mala memoria se debe porque cada día intento aprender más cosas, o si es solo obsolescencia programada. Trato de mantener una estructura para todos esos asteriscos en los formularios, frases con cosas que solamente entendería yo, y algo de ese servicio al que voy a acceder, pero al final resulto pensando en algo diferente y se me van olvidando. Que hay programas para administrar eso, me dicen. Que no son tan seguros, leo por ahí. Y no son solamente las contraseñas. Se me olvida donde dejo los teteros del niño, el nombre ruso que le quiero poner a la hija que nunca voy a tener, comprar la comida del perro. O cuando dejo las llaves dentro de la casa, o el carro. Una de las consecuencias de ese tipo de olvidos es que uno se queda afuera de lugares. Uno se encierra afuera de lugares, un confinamiento invertido. No sé si es costumbre que no sepa qué día es, o si es un síntoma de nada. De pensar mucho en esas pequeñeces.


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 El celular me pide que espere a que acabe la operación. Simplemente pienso en todos los lugares en los que se mete para eliminar toda una conversación de Whatsapp, los laberintos que debe tener un celular por dentro, esos callejones diminutos que uno siempre imagina de una manera diferente a la que es. Pienso, por ejemplo, en si en verdad se lleva todo a su paso: las fotos, los audios, los montones de palabras que tal vez no tengan valor. Esa es la vaina, que a lo mejor todo esto es para nada. El celular apaga su pantalla cada minuto, entonces la mantengo encendida en lo que dura el proceso. Tal vez el agüero ese de creer que las cosas se hacen mientras uno las mira, que si deja uno estas cosas a su merced se van a olvidar de lo que están haciendo. Y es raro. Todos estos aparatos funcionan haciendo miles de operaciones por segundo, cálculos, y los admiramos por eso, pero nosotros maquinamos todo de otra manera un poco más fantástica, con algo de química que no sabemos explicar todavía; algo difícil de replicar hasta para estos juguetes con los que nos relacionamos a diario. Tal vez no valoramos mucho nuestras sinapsis, nuestras neuronas. La manera tan complicada en que todo funciona allá arriba, pensando un poco más en cómo vemos el mundo con otras de nuestras vísceras a las que les asumimos más responsabilidades de las que tienen, o merecen. Y la operación en el celular obedece a un impulso de todo ese manojo de cosas que es uno, el dolor en el pecho y la sensación de tratar de olvidar. Tal vez reflejamos un poco eso en todos estos aparatos: que no olviden, que nos recuerden cosas. Out of sight, out of mind, me dijo alguien alguna vez, una frase que pensé que era genial hasta que entendí lo común que era. Uno es así, se asombra de las cosas que acaba de descubrir, pero luego ya las mete en su normalidad, y pierden esa importancia. El celular reacciona, dice que ya acabó. Yo sé que no eliminó todo lo que dice que eliminó, simplemente va a guardar información encima de más información, en una ilusión de almacenamiento. Repito: uno es así, también, guarda información encima de más información, pero no olvida. Y es por eso, también, que uno no aprende.

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 Yenny responde a mi mensaje con todos los signos de puntuación necesarios para hacer que una simple frase resalte y sea contundente. En mi celular hace falta este signo: "¿". Yo no podría escribir de la misma manera. Me siento en desventaja. Mi amor por ella crece con cada revisión del mensaje, y con ello la impotencia de no poder seguir la conversación con ese nivel que acaba de demostrar, simplemente por algo técnico. Uno es sus herramientas. Cuando la visito, en su oficina, que es pequeña, sin ventanas, apenas un rectángulo pequeñito en el que cabe ella, un escritorio, su computador y millones y millones de notas de amor de su novio en muchas palabras diferentes con la misma letra, sonríe. Yenny siempre sonríe, y por eso sé que es de mal genio. Reconoce mi nombre, lo que me da algo de confianza. Para mí, muchos de los mensajes que llegan al celular simplemente son un montón de números precedidos por un signo de suma. Para Yenny soy un campo pequeño en la parte importante de la memoria de su celular. Claro que, también, puede ser por la particular combinación de nombres que me pusieron mis padres. No importa, la confianza crece. Y el amor. Yenny sonríe, dando la espalda a todas las notas de su escritorio. A veces siento que sus ojos son verdes. No ha cambiado la foto de su contacto en el celular, donde aparece invariablemente mucho menos bonita, con una espinilla en el mentón y las mejillas un poco más redondas. Esa foto es de hace años. Ahora tiene la cara más afilada, con menos copete, y el cabello un poco más fino. Tal vez ella piense que se ve igual, o tal vez no le queda tiempo para ese tipo de cosas. A mí tampoco. Luego de la conversación irrelevante que tenemos, le digo que llama mucho la atención su forma de escribir, delimitando las preguntas con los símbolos correspondientes. Y las tildes. Sobre todo las tildes. Yenny sonríe, porque ella siempre sonríe. Dice que no es nada. Dice que es el auto corrector del celular. Valoro mucho más la foto de su contacto. Tal vez todos necesitamos mostrarnos sin filtros.


20.5.17

Cicatriz.


 Cuando uno está en la labor de parar una herida que sangra mucho todo parece ir más lento. Es decir, todo lo que está afuera del contexto de la herida, porque nada parece mucho más importante. Caminar una cuadra con el perro bajo el brazo y con la mano menos hábil tapando el rostro para, primero, cubrir la herida y, segundo, ocultar la vergüenza, es complicado. En el camino que va del parque a mi casa dos personas preguntan que qué paso. A veces, a pesar de las evidencias con las que se encuentra uno en un accidente es muy difícil poder armar una historia coherente. Entonces llegan las hipótesis, luego los testimonios de quien efectivamente vio lo que pasó. La respuesta podría llegar sola, claro, si no fuera tan confuso todo: un perro me mordió. Me mordió la boca. No un perro cualquiera, no: el perro mío, en el labio inferior. Y se colgó. Y duele.

 En el instante no duele tanto. La humedad en los ojos corresponde a otras cosas. Que haya sido mi propio perro, luego de que tratara de separarlo de otro, al comienzo de una pelea. De que quería protegerlo exponiéndome a mí. De que por tratar de cerrar el paso me haya resbalado para ir a dar justo encima de él. Que se asustó y se colgó del labio, me soltó y sentí un calor que me bajaba por el mentón. Utilicé la mano para tantear y sentí húmedo el contacto. La mancha roja confirmando todo. El piso que se pinta con uno. El perro que se queda callado, quieto, como en otro lado. Mis propios pasos con forma urgente. Luego la espera en el salón de urgencias, con la ropa vuelta nada. La advertencia de una cirugía que no se va a realizar porque, verá, no es tan grave, pero luego viene una semana de incapacidad. Y medicamentos. Cuidar la herida. Reposo. Que no le de el sol. Que no le de la lluvia. Que no salga, no por el clima, sino por la ciudad. Llega la convalecencia. Y el dolor. Un dolor sordo que se hace presente cada que veo la herida en el espejo. No siento el pedazo hinchado y de otro color que está en mi boca, pero lo veo allí, formando parte de mi cara. Procuro que no se estire, y procedo a limpiarlo cada cuatro horas, siguiendo las recomendaciones del médico que me atendió.

 En la comisura del labio me tuvieron que poner un punto, con el hilo más delgado que había. Lo iba a acompañar otro punto, en la parte más abierta de la herida, pero no se pudo, por su tamaño. Tengo tres cicatrices en la mano derecha, justamente por lo mismo, aunque debido a otro perro. Ahora tengo dos más, en el labio inferior. Alcanzaron a ponerme ese segundo punto, pero me llenó media cara de sangre, y el resultado fue espantoso: me iba a quedar la boca pixelada. Es raro que uno se sienta así, como una cosa que chuzan, a la que le meten hilo,  para luego tratar de juntar dos pliegues de uno. Producto de todo ese maltrato le queda a uno el dolor que no deja dormir. Llega uno a pensar que no es alguien sino una cosa que hay que arreglar.

 Fueron veintiún días en los que no me rasuré. Un intento de bigote se asomó en la parte superior de la boca, y en el mentón una cantidad un poco más espesa de pelo empezó a cubrir la piel. Observé cómo hay partes en mi rostro que no se cubren con vello, formando parches irregulares en diferentes sectores, para nada simétricos. A los catorce días tres personas comentaron sobre el nuevo estilo, recomendando el uso de esa sombra que no terminaba de salir. Esas tres personas fueron mujeres, a las que se sumaron, después, otras dos. Calculé con curiosidad cuánto tiempo he perdido en todas las veces en las que me he afeitado, simplemente para lucir, o sentirme, más presentable, aunque al final no sirvió para nada. Tampoco es muy halagador el pensamiento ese fundado en el terror de confirmar lo que uno siempre ha temido: tal vez la mejor forma de verse es mostrar menos lo que es uno. Imposible cubrir la herida con bigotes, y también imposible mantener las expectativas de quienes dijeron tantas cosas bonitas por algo tan novedoso como la promesa de que me puede salir, tal vez, una barba.

 El domingo me afeité. Pasé la cuchilla con mucho cuidado, porque ando estrenando un relieve en la boca. Esta semana ya no parece un pliegue blanco, pero sí es una línea roja, casi como si el labio estuviera llorando. Frente al espejo ensayo gestos para comprobar el alcance del daño, ahora que la herida ha sanado. A veces pica, cuando no estoy mirando. A veces no siento nada.



12.4.17

Everyday Robots.


 Juan Manuel, mi sobrino, tiene casi todos los dientes, unas orejas grandes, unos ojos expresivos y una sonrisa de maldad pura cuando sabe que no debe hacer algo, y sin embargo lo termina haciendo. Juan Manuel tiene casi dos años. De entre todo su vocabulario de bebé ya dice clarito Papá, Tete, Tim, Mamá, No. Lo más que dice es No, pero se entiende: cuando riega el agua del perro le decimos No, cuando bota cosas en la escalera le decimos No, cuando echa algo al inodoro le decimos No, cuando escupe la comida le decimos No, cuando se trepa en los muebles de la sala para romper las bomboneras le decimos No, cuando le pega a Tim con sus juguetes le decimos No, cuando se baña en sopa le decimos No. Hay algo natural en la manera en que dice No y sonríe justo antes de una travesura, anticipando el regaño. A lo mejor piensa que esa es la palabra que permite el delito que va a cometer: toda acción mala va acompañada de un No, entonces él mismo se da la autorización para portarse mal. Escribí "toda acción mala", y él no podría responder, pero yo sé que no piensa que sea malo, solo que es divertido. Es divertido y No se debe hacer. Tim le juega, a veces, y otras lo muerde. Hay una manera extraña en que suenan las palabras en su boca. Un avua gutural reemplaza al agua que decimos nosotros. Necesitamos que aprenda a comunicarse, a decir qué quiere, o necesita, pero somos conscientes de que eso viene con tiempo y tal vez no queremos hacer ese sacrificio: que siga siendo un bebé para no volvernos más viejos. Trato de ubicar en mi cabeza las primeras palabras de Nicolás, o de Juan David, mis otros sobrinos. La voz que tenían. Una vez pudieron articular frases, en lugar de palabras, su tono cambió. Maduró un poco. No era una imitación de alguien tratando de nombrar las cosas, o de identificarlas, sino de comunicar o expresar algo. Una forma definida de conciencia. Otra manera, aparte de decir No para realizar algo que lleve a un regaño. Una forma un poco más compleja de lo mismo. Cuando aprendió a caminar, para mitigar el daño en toda la casa, nos encerrábamos con él en la habitación, o en cualquier lado, y se limitaba al espacio reducido. Exploraba los rincones, botaba los juguetes, desarmaba las cajas de cartón en las que guardaba cosas, las sacabas, las volvía a dejar. Ahora no es así. Ahora, al cerrar la puerta, la golpea, estira la mano sin alcanzar a tocar el pomo, y comienza a gritar en vocales alargadas llamando al mundo que se extiende detrás de ese obstáculo. Ya sabe que detrás de toda puerta cerrada hay algo más. Ya sabe que casi todo lo que se hace en la cocina implica el uso del avua . Ya sabe que el del espejo es él mismo. Ya sabe cuál es su papá. Ya sabe que cuando se acerca a Tim con esa sonrisa malévola y algo en la mano, este le ladra. Cuando le va a pegar al perro ya no dice No, dice Guauguau. Igual le termina pegando.


***


 Jennifer hace todo lo posible para que no la quiera más. Primero, muestra la fragilidad que compartimos todos, esa pequeña neurosis controlada al encontrarse una cana. Se emociona porque todavía no cree que a los 34 años le puedan salir a uno canas. Yo le diría, si pudiera, que tengo desde los 29, y que uno se acostumbra. O que se resigna: no son las canas el problema, es uno mismo. Ella se ríe por lo absurdo que resulta tener que arrancarla de raíz (algo que debería tener un nombre, porque generalmente a las primeras veces de las cosas les llamamos de alguna manera), pero luego sigue en lo suyo. A veces a la gente le da por mostrar esos defectos tan bonitos que los hacen un poco más afines a uno mismo. Son momentos en los que dejan de lado cierta reserva, porque se muestran un poco como son. Ahora hay un miedo infundado a dejar ver que uno es algo diferente a lo que ven los demás, o a lo que se pretende proyectar. Uno como el producto, el rockstar, no como una persona. Como en ese libro, en el que un tipo se desesperó porque se dio cuenta que para cada uno de sus conocidos era alguien distinto, alguien que no era él. Todo lo que mostramos debe tener una tendencia hacia lo bueno, o por lo menos una justificación para nuestros actos. Se preocupa uno más en lo que pueden pensar los demás, que en vivir un poco la vida. Hace un mes, justamente, vi a Natalia Jerez caminar por la calle, riendo por teléfono. Me costó reconocerla porque iba en uno de esos pantalones que son como de pijama, una chaqueta acolchada, roja, y el cabello recogido. Tenía unos audífonos blancos, y le brillaban los ojos. Solo cuando estuvo a un metro la pude reconocer, porque no parecía a lo que se acostumbra uno a ver en televisión, en las revistas. Dice ella que si no saluda en la calle es porque no lleva gafas, pero también puede ser porque no lo conozca a uno. Dice eso y que las gafas no son permanentes. La lucha por pretender que todo está bien, que no pasa nada, que todo se corrige. Que uno no envejece. Me costó reconocerla porque encima de su cara afilada, con esa nariz grande y los ojos felices, en medio de los audífonos, la sonrisa y el pelo amarrado, tenía pecas. No sé por qué no las muestra más seguido, si son tan bonitas. Jennifer le lleva poco más de un año a Natalia, pero se ve mucho mayor. No tiene que ver con las canas, ni con el estilo de vida. Tal vez es la forma de su cuerpo, o su cara. Que no sea tan flaca. Pero volvemos a lo mismo: Jennifer hace todo lo posible para que no la quiera: se arranca la primera cana que se encuentra minutos antes de salir en el programa del Dr. Oz. Y, luego, para colmo, sube a Instagram fotos con él. Sonriente. Feliz.


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 Dice Damon Albarn que, en Humanz, Gorillaz habla de una transición, de cambiar hacia algo diferente. En la manera de comunicarnos, de hacer las cosas, de vivir la vida. De tratar de aceptar un mundo cambiante, más por nuestra propia mano: decisiones y omisiones. Habla, también, de esa relación que tienen las personas entre sí en estos tiempos. ¿Tiempos difíciles? Si hay tiempos difíciles debe haber una manera de huir de ellos, o tratar de olvidarlos por un momento. Tal vez fue por eso que escogió revelar en varias emisoras los diferentes sencillos. Unos con entrevistas. Él hablando de las cosas, de tratar de identificar lo que pasa en la vida para traducirlo en una canción, en un álbum. El primer sencillo que se emitió en BBC1 fue Andromeda, al que le siguió Saturnz Barz. Luego, En Radio X sonó We've Got The Power y, por último, en Beats 1, Ascension. Traté de pegarme a la transmisión de todas las emisoras, hasta con una hora de previsión. 7:30 pm de Londres es en Bogotá las 2:30 pm. Nos separan 5 horas. 6 Años desde un último disco de Gorillaz. 16 desde la última vez que me prendí a la radio para escuchar algo nuevo, o con la expectativa de dejarme sorprender y no simplemente cambiando la estación para no aburrirme. Sí, tal vez fue por eso, recurrir a la novedad de las cosas que ya no se usan: lanzar las canciones mientras habla con el DJ de turno. No tendría mucho sentido que el álbum se llamara Humanz y que se presentara todo de una manera impersonal. Vaya a este sitio. Descargue la canción. Compre el disco. No. Se necesitaba de alguien que nos presentara ese trabajo. Alguien que en su momento negó ser uno de los autores intelectuales del grupo que surgía como respuesta a la excesiva oferta por bandas prefabricadas que cumplieran un cometido específico. Alguien que presta su voz a 2D para que cante, aunque a veces se disfraza de él mismo. Alguien que renunció a dejarse representar por una animación en los conciertos. Alguien que requiere de esa interacción con el público. Alguien que dijo ya no más, rechacen a los ídolos falsos, y ayudó a inventar a un grupo que no existe, solo por el hecho de llevar la contraria haciendo lo que todos hacían, llevando al extremo la premisa para dejarla en ridículo. Dieciséis años después, en una estación de radio al otro lado del mundo, me uní al ejercito de personas que dejaban escapar algo de emoción por lo que habría de pasar. El 23 de marzo fui un poco feliz, pero luego se me quitó. El 23 de marzo cumplió años Damon Albarn y ese fue su regalo al mundo, es decir, todo al revés. El 23 de marzo cumplió la mayoría de edad Nicolás, mi primer sobrino. Parece que no percibimos el paso del tiempo sino cuando lo vemos reflejado en alguien más.  Recuerdo cuando lo sostuve en mis brazos por primera vez. No recuerdo cuál fue la última. Generalmente esas cosas son así.


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  Luego de dar la explicación larga de por qué está trasnochando, de por qué suena tan cansada, de contarme cómo sigue mi tío luego del infarto, mi prima hace una pausa que más que nada para tomar aire. Supongo que también es una señal para que yo diga algo. Por lo general no me gusta hablar mucho. Nunca sé qué decir. La llamada se llena de un vacío que se siente en la respiración de ella, algo regular. Imagino su cara, sus ojos. La idea de tener que seguir afrontando todo lo cotidiano y añadirle entonces esto, que se ve tan lejano. Tener que recordar de esta manera lo endebles que somos, y de paso mostrarlo a los demás. Sumarle el tener que lidiar con otros en estos momentos, pretender esa normalidad en un caso excepcional: trasnochar para el Toefl, otra vez, a ver si por fin se puede aprobar, con todo lo que pasa encima: la familia se va reduciendo tan drásticamente y, ahora, con el papá enfermo, parece seguir esa tendencia. No importa quién se vaya, porque todo lo que nos sucede va a seguir queramos o no. El drama de los que nos quedamos. Me lleno de protocolos. Surgen automáticamente palabras con buenos deseos. Su respiración cambia. Algo debí tocar porque comparto el vacío en la voz que tiene ella. Suelto un sincero "ánimo" al final y ella se descompone un poco, el sollozo que se se vuelve suspiro tras una lucha interna por mantener la compostura. Algo debe tener la palabra. Me la dijeron el martes pasado, justo cuando estaba saliendo de la oficina. No sé a dónde va a parar: se le enreda a uno por dentro, haciendo estragos. La respiración se pone pesada, la misma cantidad de aire entrando en el cuerpo pero teniendo menos espacio para llenar. Realmente no es así. Uno sigue del mismo tamaño, aunque el cuerpo, más que nada el pecho, se siente más pequeño. La respiración pesada y el nudo en la garganta. Dicen que el nudo se activa en caso de emergencia para optimizar recursos en caso de necesitar huir. El cuerpo oprime el esófago para dar más paso de oxígeno, repartiéndolo en la sangre, llevándolo a los músculos. Huir o pelear. Lo extraño del caso es que el nudo no lo deja moverse a uno. Tal vez en otros animales sirva. O tal vez el tipo de daño merece otra respuesta, y el cuerpo solamente se atreve a hacer lo que antes era efectivo, porque no sabe cómo contrarrestar esa sensación. Somos animales complicados: el nudo paraliza por la tristeza, pero aumenta la reacción ante el peligro. ¿Cómo es la respiración en la felicidad? Tal vez nos negamos ante la respuesta obvia y sí necesitamos huir, dejar todo atrás. Sentí calor cuando volví a usar esa palabra con Juliana. Vi cómo se le humedecieron los ojos. Se quedó inmóvil. A lo mejor necesita huir de eso. Huir de lo que nos hace tristes. Pero no podemos. Por eso nos quedamos quietos, por eso nos ahogamos.


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 Triste y gris. El trabajo en la oficina es triste y gris. Eso me dijeron. Mi vida triste y gris: los viernes, por la tarde, a eso de las tres, ya no funciona nada en este lugar. En particular un computador, que no quiere sonar. Es el único computador que necesita reproducir un audio para sustentar un recurso. No es urgente, pero hay que repararlo. Un viernes a las tres de la tarde. Los otros computadores tienen música casi a todo volumen, lo que no me importa porque uso audífonos con un nivel que oculta todo lo que tienen por ahí. Vallenato, carrilera, salsa, regaetón. Es viernes, tres de la tarde. Triste y gris. No me molesta que me necesiten para algo tan sencillo como verificar por qué un computador no tiene sonido. Casi todos los soportes de este tipo se pueden hacer de la misma manera, pero nadie quiere someterse a realizar algo que no le corresponde. Abrir un navegador en el computador. Digitar el nombre del fabricante en el buscador. Tres clicks después llega uno a su destino, sin moverse, y procede a descargar un archivo para actualizar lo necesario. Frente a mí, en uno de los monitores, hay una ventana de Youtube con música aleatoria, solamente para comprobar el daño. Los vídeos se reproducen, sin sonido. Son solamente imágenes en movimiento. No hay apuro. El internet es lento, más con todos los computadores poniendo música a todo volumen. El volumen no afecta la velocidad de descarga, pero sí agrava un poco el ambiente. Triste y gris. Siempre que suena una canción mis compañeros abren la boca de manera automática y repiten la letra perfectamente. No importa la canción. No importa el desorden. No importa que suenen varias al tiempo. Continúan en sus labores, que nada tienen que ver con el trabajo, abriendo y cerrando la boca al ritmo del cantante, masticando algo mil veces masticado. En la ventana de Youtube se ve un vídeo de Fonseca, el cantante colombiano. Él también abre la boca, también sin emoción, diciendo algo que el daño del computador se atreve a ocultar. Ya son bastantes las canciones que han pasado en la ventana. Las escenas cambian pero por lo general sale siempre con una guitarra, aunque se cambie de ropa. Siguen pasando los vídeos, pero la fórmula es idéntica. Sigue con la guitarra, en diferentes lugares. Una playa. Un castillo. Un bosque. El mar. Supongo que los vídeos tratan de contar historias, pero visualmente son iguales. Debe ser por el género. No sé cuál es, pero por la ambientación es tropical. Vallenato sin serlo. Fonseca trata de bailar. A veces lo acompaña su grupo. A veces mueve los hombros. A veces cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás, frunciendo el ceño, tal vez evocando algo pero fingiendo todo. Para las canciones los días en la ciudad son grises, en la playa son azules. Las noches todas son amarillas. Fonseca a veces es feliz cantando, y otras veces parece estar resfriado. Sé que trata de transmitir un sentimiento, pero no logro captar cuál es. Cuando vuelve a funcionar el computador se puede escuchar a Fonseca por encima de todo el ruido. Mis compañeros interrumpen sus cantos para acompañarlo, e imitando sus gestos sin verlo, tal vez sin proponérselo. Fonseca es un robot. También mis compañeros. Casi todos lo son.