6.6.17

Internet Of Things.

 
 
 Unos 10 años sirvió el router. No dejó de funcionar, simplemente comenzó a no aguantar más la carga de tareas que se le imponía a diario. Primero dividí las conexiones con otro aparato, porque tal vez así mejoraba un poco todo el servicio este de repartir la señal por toda la casa. Antes, cuando mi abuelo trataba de enseñarme a arreglar cosas, decía que los aparatos se cansaban, algo no entendido como la sobrecarga de trabajo que algo podría aguantar, el abuso, sino que las cosas son como uno, que simplemente un día dicen que ya está bueno y no quieren más. Casi todo era así: que el televisor, que el radio, que la lavadora. Sé que la mayoría de esos cansancios podían venir por la manera ineficiente en que disipaban el calor (y por culpa de uno, también, por no valorar todas las rendijas que tenían esos aparatos: se cansaban no por agotamiento sino por ahogamiento, porque las cosas también necesitan respirar). El router comenzó a cansarse, pero no lo dejé renunciar. Simplemente saqué de una caja otro que tenía por ahí, mejor, más nuevo, más potente, que no utilicé antes para no tener que volver a configurar todo, tanto el menú del aparato como de todos los otros aparatos que se conectaban a él, que son muchos. Tuve los dos routers conectados al tiempo, durante unos meses, pero dejé el viejo porque funcionaba bien. Así son las cosas, uno no prevé, sino que espera a que todo llegue a un límite para hacer cambios, o mejoras. Uno prefiere que todo siga en esa normalidad poco eficiente de las cosas que funcionan tal y como están, pero no piensa que tal vez todo podría hacerse mejor. El router nuevo tiene dos antenitas que le dan una autoridad algo rara, porque es casi como si se tomara más en serio su trabajo. El viejo no tenía nada, solamente una pequeña circunferencia en la parte superior. Sus luces eran azules. Las del nuevo son verdes. Y naranjas. No sé por qué pienso que esas luces azules evocan en mí algo más futurista. A lo mejor es la costumbre.


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 Muy recientemente he tenido que restablecer las contraseñas de casi todo lo que uso. En el celular, en el computador. Supuestamente el navegador guarda unas para hacerme la vida más fácil, pero tampoco ayuda. Está casi igual que yo. A mí se me olvidan porque está uno en el declive ese de hacerse más viejo, pero el navegador las pierde cada que sale una actualización, con las excusas escritas en la bitácora de cada nueva versión: que toca volver a configurar el motor de búsqueda, que tiene que volver a ingresar a todos los servicios, que tal complemento ya no es compatible. Algún día el no compatible va a ser uno. Todos lo vemos: la gente que se resiste un poco a la tecnología, a pesar de que es tan fácil de usar todo. No sé si, en parte, mi mala memoria se debe porque cada día intento aprender más cosas, o si es solo obsolescencia programada. Trato de mantener una estructura para todos esos asteriscos en los formularios, frases con cosas que solamente entendería yo, y algo de ese servicio al que voy a acceder, pero al final resulto pensando en algo diferente y se me van olvidando. Que hay programas para administrar eso, me dicen. Que no son tan seguros, leo por ahí. Y no son solamente las contraseñas. Se me olvida donde dejo los teteros del niño, el nombre ruso que le quiero poner a la hija que nunca voy a tener, comprar la comida del perro. O cuando dejo las llaves dentro de la casa, o el carro. Una de las consecuencias de ese tipo de olvidos es que uno se queda afuera de lugares. Uno se encierra afuera de lugares, un confinamiento invertido. No sé si es costumbre que no sepa qué día es, o si es un síntoma de nada. De pensar mucho en esas pequeñeces.


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 El celular me pide que espere a que acabe la operación. Simplemente pienso en todos los lugares en los que se mete para eliminar toda una conversación de Whatsapp, los laberintos que debe tener un celular por dentro, esos callejones diminutos que uno siempre imagina de una manera diferente a la que es. Pienso, por ejemplo, en si en verdad se lleva todo a su paso: las fotos, los audios, los montones de palabras que tal vez no tengan valor. Esa es la vaina, que a lo mejor todo esto es para nada. El celular apaga su pantalla cada minuto, entonces la mantengo encendida en lo que dura el proceso. Tal vez el agüero ese de creer que las cosas se hacen mientras uno las mira, que si deja uno estas cosas a su merced se van a olvidar de lo que están haciendo. Y es raro. Todos estos aparatos funcionan haciendo miles de operaciones por segundo, cálculos, y los admiramos por eso, pero nosotros maquinamos todo de otra manera un poco más fantástica, con algo de química que no sabemos explicar todavía; algo difícil de replicar hasta para estos juguetes con los que nos relacionamos a diario. Tal vez no valoramos mucho nuestras sinapsis, nuestras neuronas. La manera tan complicada en que todo funciona allá arriba, pensando un poco más en cómo vemos el mundo con otras de nuestras vísceras a las que les asumimos más responsabilidades de las que tienen, o merecen. Y la operación en el celular obedece a un impulso de todo ese manojo de cosas que es uno, el dolor en el pecho y la sensación de tratar de olvidar. Tal vez reflejamos un poco eso en todos estos aparatos: que no olviden, que nos recuerden cosas. Out of sight, out of mind, me dijo alguien alguna vez, una frase que pensé que era genial hasta que entendí lo común que era. Uno es así, se asombra de las cosas que acaba de descubrir, pero luego ya las mete en su normalidad, y pierden esa importancia. El celular reacciona, dice que ya acabó. Yo sé que no eliminó todo lo que dice que eliminó, simplemente va a guardar información encima de más información, en una ilusión de almacenamiento. Repito: uno es así, también, guarda información encima de más información, pero no olvida. Y es por eso, también, que uno no aprende.

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 Yenny responde a mi mensaje con todos los signos de puntuación necesarios para hacer que una simple frase resalte y sea contundente. En mi celular hace falta este signo: "¿". Yo no podría escribir de la misma manera. Me siento en desventaja. Mi amor por ella crece con cada revisión del mensaje, y con ello la impotencia de no poder seguir la conversación con ese nivel que acaba de demostrar, simplemente por algo técnico. Uno es sus herramientas. Cuando la visito, en su oficina, que es pequeña, sin ventanas, apenas un rectángulo pequeñito en el que cabe ella, un escritorio, su computador y millones y millones de notas de amor de su novio en muchas palabras diferentes con la misma letra, sonríe. Yenny siempre sonríe, y por eso sé que es de mal genio. Reconoce mi nombre, lo que me da algo de confianza. Para mí, muchos de los mensajes que llegan al celular simplemente son un montón de números precedidos por un signo de suma. Para Yenny soy un campo pequeño en la parte importante de la memoria de su celular. Claro que, también, puede ser por la particular combinación de nombres que me pusieron mis padres. No importa, la confianza crece. Y el amor. Yenny sonríe, dando la espalda a todas las notas de su escritorio. A veces siento que sus ojos son verdes. No ha cambiado la foto de su contacto en el celular, donde aparece invariablemente mucho menos bonita, con una espinilla en el mentón y las mejillas un poco más redondas. Esa foto es de hace años. Ahora tiene la cara más afilada, con menos copete, y el cabello un poco más fino. Tal vez ella piense que se ve igual, o tal vez no le queda tiempo para ese tipo de cosas. A mí tampoco. Luego de la conversación irrelevante que tenemos, le digo que llama mucho la atención su forma de escribir, delimitando las preguntas con los símbolos correspondientes. Y las tildes. Sobre todo las tildes. Yenny sonríe, porque ella siempre sonríe. Dice que no es nada. Dice que es el auto corrector del celular. Valoro mucho más la foto de su contacto. Tal vez todos necesitamos mostrarnos sin filtros.


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