12.3.13

Remedios.


 Cuando era pequeño mi hermano menor tomaba siempre el remedio que le daba mi abuelo. Consistía en un huevo de codorniz crudo en un vaso a rebosar de pony malta. Era para que sus defensas subieran, que no fuera a sufrir de anemia como anunció un médico cualquiera en uno de sus diagnósticos que pudo ser poco o muy acertado.

 Cuando era niño me comí un pelo de un gato. Según mi mamá iba a sufrir de asma. Según mis primos el pelo iba a devorarme las entrañas y en muy poco tiempo iba a sentir una molestia en el ojo que no sería otra cosa que ese mismo pelo malévolo del gato diabólico comiendo el globo ocular por dentro. Mi mamá me dio a tomar miel con jugo de limón hervido. Según ella, con eso el pelo iba a ser fácil de digerir y ya no tendrían que hospitalizarme.

 Cuando a uno le da una tos severa de la que es posible pensar en que puede ser la última, hay algo que nunca falla y que se vive repitiendo hasta el cansancio: jugo de naranja caliente con mantequilla y miel. Una variación de dos remedios. Al ingerir una cucharada hay que descansar mucho para que todo surja efecto, así que se recomienda dormir para despertarse como nuevo.

 Cuando llegaba el camión lleno de carne a la fama de la esquina los vendedores, con sus overoles blancos manchados de muchos años, tomaban un vaso de sangre de la res que les acababan de entregar. Era para mantenerse fuertes y, se decía, servía también para mantener la hombría en la intimidad. Siempre salían al andén sonrientes mirando a las mujeres que ayudaban a las señoras de las casas vecinas con sus deberes para mostrarles el acto propio de beber de un solo trago el espeso y maloliente líquido que les adquiría propiedades asombrosas. Eran otros tiempos, tiempos en los que las familias podían costear a las muchachas de servicio que desaparecieron también con los hogares que se fueron convirtiendo en colegios, restaurantes, y empresas. Con las muchachas se fueron también los de la fama. A veces pienso que se fueron detrás de ellas.

 Cuando uno quiere atraer buenas energías, o liberarse de las malas, se puede bañar en la infusión de siete hierbas: hierbabuena, manzanilla, toronjil, cidrón, limonaria, albahaca y destrancadera. Se debe enjuagar con las matas húmedas y no secarse, dejar que el líquido entre en la piel que es lo mismo a que el cuerpo lo acepte, se purifique el alma, o que se asimile de una manera mística que varía dependiendo de a quién se le pregunte. En casos más graves, en los que no se requiera un simple baño sino evitar los trabajos del enemigo, es mejor andar con canela en los zapatos, o con alhajas de plata previamente bendecidas por el sacerdote de la creencia más conveniente. Sirve, también, enconmendarse a dios. A cualquiera.

 Nadie sabe la eficacia de las recomendaciones ajenas, cosas que se van guardando en una oscura y olvidada cultura que va paralela a la ciencia. Cápsulas milagrosas que detienen los síntomas de la gripa o que contienen la sustancia que el cuerpo necesita. Tomar una pastilla antes de dormir, o un vaso de leche caliente. Puede que muchos de esos rituales incluyan siempre el beneficio de la fe, querer curarse al tomar algo medicado o recetado por alguien sin otro título que una sabiduría que va en canas y arrugas; remedios que vienen de gente que no se ha muerto al ingerirlos. Más que la reacción misma en el cuerpo es la necesidad de sanarse, de salir del aprieto.

 Nadie me ha dicho qué pasa cuando se pierde la fe.

 Desde hace unas semanas camino por ahí en un estado de adormecimiento general ocasionado por píldoras pequeñitas que me recomendó una doctora. A veces se asume que ingiriendo las dosis adecuadas en el tiempo señalado es suficiente para sentirse mejor, que hay que hacer muy poco por uno mismo más que recordar las indicaciones que alguien dicta con propiedad. Que es para sentirse mejor. Me he encontrado con la boca abierta en la cama viendo televisión, o perdiéndome en las conversaciones que tengo a diario con gente que nota cierto cambio en el comportamiento usual al que tengo. Al que siempre he tenido. Es raro pensar, también, que ese efecto puede ser lo que necesito para dejar de pensar en las cosas que pienso, para que la angustia deje de presentarse con fuerza desde mi interior, como el pelo de gato que una vez me comí sin querer, por estar respirando por la boca para evitar ahogarme.

 También es raro pensar en la reacción de alguien cuando tenía episodios así, de desconcentración total. De elevarme una fracción de segundo, buscando un escape de mi mismo, o una falla en el sistema que evidencia que tal vez algo anda mal ahí arriba donde se producen los pensamientos y donde dan vueltas muchos de mis recuerdos. Es raro pensar que tal vez lo que siento y lo que pienso no sea necesariamente un trazo distintivo de mi personalidad sino que es un indicador de una falencia; que yo mismo, tal vez, pueda ser no un síntoma sino la enfermedad. Que la manera de atacarla sea dejar de sentir lo que siento, reduciendo al mínimo necesario lo que soy yo. Visto de otra manera: puedo ser simplemente la revelación de la peor forma de ser de alguien que nadie nunca ha visto. Ser la peor faceta de quién puedo ser. De quien jamás podré ser.

 No sirve tampoco pensar en el empleado del hospital que legalizó mi remisión a siquiatría, viendo en mí un elemento extraño incapaz de valorar su mirada no tan compasiva sino que juzgaba todos los elementos que podían conformar al individuo que estaba frente a él; mucho menos la reacción de mi propia familia que insiste en que con un poco de oración puede hacerme algo de bien, limitando su intervención y curiosidad al avance, si se puede llamar así, al tratamiento al que me estoy sometiendo. A veces mi hermano siente que estoy mal, llorando o algo así, y sigue hablando por teléfono cerrando la puerta de su habitación en un gesto que impone una frontera en la que, tal vez, el pensar qué putas me está sucediendo no hace parte de su vida; cosas, elementos de una edificación, que tal vez nunca fueron un hogar sino un asilo de gente sola incapaz de comunicarse entre ellos mismos.

 En los últimos días he recibido palabras de aliento y de consideración, como si cargara una enfermedad incurable o penosa que a veces es mejor esconder. Que soy débil, que estoy enfermo. Pienso, tal vez, en que hay en mi misma cuadra alguien mucho más desdichado e infeliz que yo, y sin embargo eso no hace que deje de dolerme, o de sentirme mal, por creer en lo que creo, recordar lo que recuerdo, o asimilar lo que vivo. Es difícil, también, cambiar la manera de pensar luego de tantos años en que una programación temprana ha hecho mella y me vea no cómo mucha gente puede verme sino algo totalmente distinto, que sin importar las opiniones y palabras de la gente yo termine viendo en mí mismo algo que está fundamentalmente mal y que nadie ha podido mirar bien porque aparece fuera de foco. Algo que sólo yo puedo ver por estar realmente cerca. Que no valgo. Que soy reemplazable. Que reconozco en mí un enemigo. Que me odio. Que me duele sentir lo que siento. Que, con ayuda o sin ella, no puedo mejorar porque simplemente no quiero hacerlo. Que no me lo merezco.

 Cuando era niño mi mamá llegó con un cucharón de madera que había comprado. Lo dejó por la noche en la alberca. En la mañana, cuando vi que lo había dejado allí, le pregunté "por qué" de la manera que solo un niño puede hacerlo. Me dijo que era para curarlo, para quitarle el sabor a palo. La cuchara flotando de noche en la calma del agua, un elemento que merece ser curado, mientras yo continúo pensando en que no importa el esfuerzo que haga o el aliento que reciba, que igual a la larga yo ya no tengo remedio.


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