Creo que lo salé al leerlo en el cierre del septiembre literario. Pero pienso eso porque es darme importancia y todos esos libros de autoayuda que dicen que uno es un copo de nieve único y bello y que sin uno el universo no existiría deben tener algo de razón.
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La llovizna oscurece la ropa
que escogió anoche, el pantalón de dril, la camisa planchada con cuidado. David,
flotando, entregado a lo inevitable, no tiene nada que admirar: algunas nubes
negras se escapan del cielo y forman una niebla que oculta lo distante. Hacía
unas horas todo era diferente. El temporal lo emboscó en el camino.
Mientras cae, sopesa las
consecuencias de ese aterrizaje violento. La discusión con el dueño de la
camioneta. La fragilidad de sus piernas. El dolor en la muñeca del brazo
derecho. El arreglo de la bicicleta. La excusa por el retraso en la
presentación del proyecto.
Imaginó su condición futura,
una incapacidad involuntaria, pero limitada. En otros días esa quietud lo
habría satisfecho, pero ahora se preocupaba por la manera en que afrontaría la
logística de estar vivo. La ahora concreta imposibilidad de llegar a tiempo,
allí en el aire, a clase de siete. La nueva lentitud al subir las escaleras del
edificio. Dañar el parche que sale a patios los domingos. La clasificación del
equipo de la U a la siguiente ronda. La fiesta de cumpleaños de Sandra. La
preocupación de su madre. Dormir con su perro.
Se sintió mal al desear
sangre en su cabeza, el aspecto dramático que le daría a su rostro simplón una
herida visible. Las cicatrices como pretexto para inventar una mejor anécdota.
Antes de estrellarse con el
piso, antes de los cuatro clavos intramedulares que sostendrán lo que le
quedara de la tibia en la pierna izquierda, antes de las horas de terapia, de
las discusiones legales e incapacidades presentadas a la facultad, alcanzó a
preguntarse si, de todas maneras, tanta urgencia era necesaria.
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