28.6.18

Plastic Beach.

 La caminata para la salida, a pesar de lo que dijeron, no fue de dos horas. Según Google Fit fue de 40 minutos, que se sintieron más por el barro. Todavía hoy tengo el recuerdo de ese día en la chaqueta que llevé: la semana pasada me descubrí una mancha oscura en la etiqueta del bolsillo interior. Hasta allá llegó el barro. Ese es uno de los recuerdos más recurrentes: el barro. Y las quejas de los demás, mientras caminábamos: el tipo que le preguntaba a su pareja que cómo se decía desastre en inglés seguramente para expresarse en alguna red social con un lenguaje ajeno, esperando una mayor atención por parte del mundo ante su indignación; las dos rubias rubísimas que sonreían a la vez que trataban de hundir lo menos posible sus piernas en ese desastre de madrugada del Multiparque, mientras se repetían que todo había valido la pena; las gringas que hablaban de un amor pasado en lo que una le recomendaba a la otra don't think about the guy; los bogotanos esos que viven fuera del país, de facciones faciales perfectas, altos y delgados, tomando cerveza en una lata de color verde, y burlándose de los que tomaban otras marcas, Póker es para los boyaquitos del centro del país, decían, Águila es para esos costeños que no conocen nada más, lo que otro complementaba con que, efectivamente, esto era un desastre, marica, un verdadero desastre; la pareja que, emocionada, feliz, volvió a la pesadilla de tratar de conseguir un transporte a las tres de la mañana a menos de ochenta mil pesos, y yo, que me estrenaba en el Stereo Picnic cumpliendo una promesa tonta de ir a ver a Gorillaz dónde fuera pero esperando en el fondo del corazón que vinieran, que estuvieran en Colombia, y por eso me metí en medio de ese mundo de gente, hice fila como un borrego que paga para que lo lleven a un matadero en donde tres controles diferentes improvisados con barreras metálicas fueron descartando a los relativamente pocos vivos que querían entrar gratis, o a los que querían ingresar elementos prohibidos en el lugar, controles poco efectivos ya que me ofrecieron marihuana, aguardiente, pollo asado de ARA, chocolates, gaseosa, dulces, impermeables de los baratos, porque los caros los vendían a la entrada de los tres escenarios, impermeables que nadie conservó en su totalidad hasta el final de la jornada porque las botas se las iba encontrando uno tiradas en medio de los charcos, las chaquetas rotas y los pantalones arrugados en el piso cerca de las zonas determinadas para dejar toda la basura identificando el tipo de residuos que deberían contener, junto con una cantidad no despreciable de botellas desechables regadas por doquier a pesar de la multitud de letreros y observaciones sobre Un Mundo Distinto, una campaña de ellos mismos sobre la conciencia del reciclaje, el ambiente, el mundo; a pesar de los mensajes vivos y sonoros de Bomba Estéreo en las pantallas y sus canciones que no conocía con anterioridad y que me llevaron a bailar de la manera en que la hace casi todo el mundo, con las manos, meneando la cabeza como una marioneta bajo el dominio de un improvisado titiritero, sintiendo por dentro la voz de Li Saumet mientras repetía to my love to my love to my love, lo que me fue llenando el corazón y el alma y preparando para lo que sería el remate de la jornada, todo lo bello de la música y el espectáculo a pesar del entorno, del olor a mierda mezclado con marihuana, a pesar del olor maluco de los gringos con su mal aliento y chucha concentrada, a pesar de sentirme sembrado en el parque, sin quererme mover, como si tuviera miedo de morir aplastado mientras De La Soul nos revolvía la edad a algunos de los mayores porque la nostalgia es un viaje salvaje que nos hace perder un poco la compostura, como a aquella dueña de un cabello cobrizo, con la solitaria colita de caballo luciendo con gracia sus largas canas, con la frente llena de arrugas y pecas, con los ojos claros y llena de energía gritando Me Myself & I de memoria, en un cuadro precioso, único, y yo la admiraba con devoción y con el mayor silencio que me era posible, presintiendo en ella el reflejo mío cuando Gorillaz, de la nada, comenzó a tocar Hong Kong y fui uno de los pocos que la cantó con la lágrima viva por la emoción de sentirse complacido a pesar de no recitar perfectamente el rap de todas las demás canciones como sí lo hizo el paisa metalero que estaba detrás mío en medio de una traba monumental con la gringa más divina del mundo que vivía botando el bolso en la piscina de lodo que se fue haciendo mientras llovía, mientras caía una llovizna de esas sin ganas que nos refrescaba, una que llevó a Damon Albarn a decir con un español atropellado y genuino que eso para él era normal, que se sentía como en casa, lo que nos hizo reaccionar como ese público tonto de los talk shows gringos en los que alguien grita whoooo ante cualquier comentario irreverente, pero demostrándome allí que eso tiene un motivo, que es la euforia la que nos gana y que tenemos que exteriorizar, que todo lo que uno tiene adentro busca salir en forma de un monosílabo inexplicable, en forma de señales con las manos, haciendo con el puño el gesto de los cuernos, de abrazos, de gente saltando, gritando, inhalando todas las formas posibles de psicotrópicos, de una sola sonrisa dividida entre miles de desconocidos, de un calor compartido a pesar de la adversidad, de todo lo que Andrés Caicedo alguna vez describió como estar muerto y sepulto entre música, de llenarse de mugre con su compañero de al lado, sabiendo que con cada salto nos íbamos cubriendo y salpicando y hundiendo en la tierra mojada, terminando todos embadurnados, en mi caso con los tenis nuevos cubiertos de costras de engrudo, porque ya no era barro a esa altura de la noche, del concierto, de la vida, junto con el pantalón tieso a manera de armadura, y salpicada la camiseta blanca que llevé sin ninguna leyenda o imagen en un afán de hacer una declaración de principios que nadie podrá entender, ni yo lo hago, en este momento, una declaración que me llevó a renunciar a conseguir el quepis de marino que usaban Mick Jones y Paul Simonon en la gira de Plastic Beach, ahorrándome una desilusión al contar a otras seis personas con el mismo asomo de originalidad, una camiseta blanca que terminó marcada por la intensidad de la noche, huella de una de las tantas enseñanzas que me dejó todo ese asunto, por ejemplo que es mejor ir con botas, que es mejor ir abrigado, que es mejor ir con alguien que disfrute de la misma manera para multiplicar esa sensación, que yo no sé cómo hacen en las películas para abrirse paso en medio de las multitudes, que las piernas duelen al quedarse uno quieto, que descubrir nuevas canciones y grupos favoritos es una alegría inexplicable, sentir que a uno se le abre el corazón descubriendo en vivo algo que muchísima gente ya conoce, y no sentir envidia sino felicidad al darse cuenta que es algo que no se puede vivir dos veces.

 Más que las quejas, que el barro, que el corazón hinchado y el cansancio de recordar el momento, lo que me quedó de todo fue el comentario de las rubias rubísimas. 

 Sí, todo valió la pena.

 

19.6.18

Miedos.

Uno.

 El narrador del partido, con acento argentino, se refiere a este mundial como "atípico". Los grandes favoritos no han sobresalido. El peso histórico de algunas selecciones se ha visto relegada a otros aspectos menos al deportivo. Muchos de esos equipos pequeños, que han sorprendido, lo hacen con trabajo, dedicación. Dejan afuera de la cancha los complejos, los prejuicios, que los han acompañado siempre. No deja de ser curioso que justo en Rusia, donde la discriminación es casi que una norma, sea donde los que llegan con un estigma sean protagonistas. Así sea solamente por unos minutos.

 Colombia perdió con Japón en su primer partido. Argentina no pudo con una fuerte Islandia. Brasil, candidato por decreto en cualquier competición futbolística, empató con Suiza. Alemania perdió contra un admirable México. Las personas que han narrado estos encuentros en los diferentes canales de televisión se han sorprendido con todo esto. No es una noticia alegre, sin embargo: hay cierto temor a que cambie el orden de las cosas. Ya es temporada de la segunda ronda de partidos, y la incertidumbre reina. Es difícil para algunos mantener ciertas posturas a pesar de la evidencia. Ya se sabe que en el fútbol no hay nada escrito, pero la tendencia es siempre al regreso de la norma. Y, sin embargo, Senegal, que se ha clasificado por segunda vez a una Copa del Mundo, le gana dos a uno a Polonia.

Dos.
 Santiago Rocagliolo, en el último podcast de Radio Ambulante, relata el esfuerzo que hizo con su hijo para salirse de una de esas normas tácitas para los papás: que no fuera igual a él. Que no fuera el diferente del grupo, sea este el colegio, el trabajo, la sociedad. Que no sufriera las mismas presiones por parte de sus compañeros de colegio, simplemente por disfrutar de las cosas que, para un niño, no son habituales: peluches, amigas. Su color favorito, que en un momento de su infancia era el rosado. No especifica si sigue siendo el mismo. 

 Es una historia atípica porque los padres tienden a hacer de sus hijos una extensión de sí mismos. Cuenta que se aterró al notar sus mismos gustos, lo que en otro caso haría que un hombre se sintiera orgulloso. Lo llevó de la mano por los intereses comunes de los niños normales: el fútbol, montar en bicicleta, dibujar monstruos aterradores. Todo para que no se sintiera excluido por sus propios amigos. Para no repetir la historia. Su hijo, en medio de un interrogatorio, dijo que no le importaría si sus amigos lo llegaran a fastidiar. Que, dado el caso, los fastidiaría él a ellos. Rocagliolo piensa amargamente en voz alta sobre la máxima esa que, tal vez, si todos fueran diferentes, al final nadie lo sería. Se imagina la lucha de su hijo ante la falta de carácter de los otros, que exigen la uniformidad de pensamiento como sentido de pertenencia. Termina la historia con algo de esperanza: a lo mejor su hijo le heredó toda la fuerza que él nunca tuvo.


Tres.

 Juan Manuel sabe decir los colores en inglés. Le costó dividir las formas de nombrar esa característica según un idioma específico. Antes era rosa pink, azul blue. Ahora es yellow, o amarillo. Sabe combinar conceptos en frases más estructuradas: Juan mucho pequeño es su forma natural de decir que es chiquito. Sus niveles de comunicación crecen día a día. Sus juguetes favoritos son los muñecos de Peppa, un personaje de color rosado de un programa de televisión para niños que sufre, conscientemente o no, de un problema de dicción y comprensión del mundo. La familia consta de: Papá Pig, Mamá Pig, Peppa Pig, y George, su llorón hermano menor. Ellos viven en una casa de juguete. Esta casa es de plástico amarillo, con un techo rosado. Se puede abrir como si fuera un libro, aunque no contiene nada en su interior. Antes de dormir, Juan Manuel guarda a la familia Pig en el interior de la casa.

 El techo rosado de la casa de juguete de Peppa lleva a algunos a considerar las posibles tendencias de un niño de casi tres años, que simplemente acepta el color como una propiedad de una cosa, y no como la interpretación de algo más. Ante la amenaza del techo rosado de la casa de juguete llegan las promesas de otros elementos que reivindican un concepto que para Juan Manuel no está del todo claro: camionetas, súper héroes, y demás muñecos para varones. Ante las nuevas ofrendas solamente sonríe. A veces se pone a patear el balón de fútbol con Peppa en la mano. Otras veces, cuando sale a hacer visita a algún lado, se lleva a la familia Pig, completa, bajo su cuidado. Mientras algunos ven la amenaza del color rosado, al niño solamente le interesa que sus juguetes viajen acompañados.


Cuatro.

 Después de las elecciones considero hacer una declaración con mi estado de ánimo. Tiene que ver con el medicamento que tomo para controlar "la tristeza", que es como le explico a una compañera del trabajo el por qué de tal droga. La declaración es un chiste: la relación entre mi depresión y el estado del país, la promesa de no volver a saber de noticias y de la realidad desde el domingo pasado, todo lo que perjudica no solamente la cabeza, sino el corazón, una forma de ignorancia que quiero asumir para buscar algo, siquiera un poquito, de tranquilidad. Pero me abstengo. Muchas veces salir del clóset con una enfermedad mental es contraproducente: genera cierta incomodidad en las personas que deben tratar con uno.  

 En atención al público una colaboradora del hospital trata de ayudarme. Cuando menciono psiquiatra, psicólogo y medicamento en la misma oración deja de mirarme a los ojos y se enfoca en el monitor del computador que está justo debajo del mesón de la recepción, lo que me hace notar la desviación natural de su nariz, que tiende hacia el mismo lado que la mía. No debo dar muchas más explicaciones: agenda mis citas para dentro de un mes (ya que el próximo control fue aplazado a final de año, y no hay manera de hacer rendir las pepas que debo tomar a diario, y que me tienen gordo, con más sueño del habitual, que hacen un poco más manejable todo -menos lo de las elecciones, menos lo de la realidad del país, menos lo de mi trabajo: es, al final, un paliativo minúsculo pero necesario-), y las deja para el mismo día, con una diferencia de una hora entre psicología y psiquiatría. No sé si considerar eso como un gesto de amabilidad o de lástima. Al final le agradezco su amabilidad, pero confunde su mirada. Insiste en evitarme. Me desea que tenga un buen día. Ese es su trabajo.