Unos 10 años sirvió el router. No dejó de funcionar,
simplemente comenzó a no aguantar más la carga de tareas que se le
imponía a diario. Primero dividí las conexiones con otro aparato, porque tal
vez así mejoraba un poco todo el servicio este de repartir la señal por
toda la casa. Antes, cuando mi abuelo trataba de enseñarme a arreglar
cosas, decía que los aparatos se cansaban, algo no entendido como la
sobrecarga de trabajo que algo podría aguantar, el abuso, sino que las
cosas son como uno, que simplemente un día dicen que ya está bueno y no
quieren más. Casi todo era así: que el televisor, que el radio, que la
lavadora. Sé que la mayoría de esos cansancios podían venir por la
manera ineficiente en que disipaban el calor (y por culpa de uno,
también, por no valorar todas las rendijas que tenían esos aparatos: se
cansaban no por agotamiento sino por ahogamiento, porque las cosas
también necesitan respirar). El router comenzó a cansarse, pero no lo
dejé renunciar. Simplemente saqué de una caja otro que tenía por ahí,
mejor, más nuevo, más potente, que no utilicé antes para no tener que
volver a configurar todo, tanto el menú del aparato como de todos los
otros aparatos que se conectaban a él, que son muchos. Tuve los dos
routers conectados al tiempo, durante unos meses, pero dejé el viejo
porque funcionaba bien. Así son las cosas, uno no prevé, sino que espera
a que todo llegue a un límite para hacer cambios, o mejoras. Uno
prefiere que todo siga en esa normalidad poco eficiente de las cosas que
funcionan tal y como están, pero no piensa que tal vez todo podría
hacerse mejor. El router nuevo tiene dos antenitas que le dan una
autoridad algo rara, porque es casi como si se tomara más en serio su
trabajo. El viejo no tenía nada, solamente una pequeña circunferencia en
la parte superior. Sus luces eran azules. Las del nuevo son verdes. Y
naranjas. No sé por qué pienso que esas luces azules evocan en mí algo
más futurista. A lo mejor es la costumbre.
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Muy
recientemente he tenido que restablecer las contraseñas de casi todo lo
que uso. En el celular, en el computador. Supuestamente el navegador
guarda unas para hacerme la vida más fácil, pero tampoco ayuda. Está
casi igual que yo. A mí se me olvidan porque está uno en el declive ese
de hacerse más viejo, pero el navegador las pierde cada que sale una
actualización, con las excusas escritas en la bitácora de cada nueva
versión: que toca volver a configurar el motor de búsqueda, que tiene
que volver a ingresar a todos los servicios, que tal complemento ya no
es compatible. Algún día el no compatible va a ser uno. Todos lo vemos:
la gente que se resiste un poco a la tecnología, a pesar de que es tan
fácil de usar todo. No sé si, en parte, mi mala memoria se debe porque
cada día intento aprender más cosas, o si es solo obsolescencia
programada. Trato de mantener una estructura para todos esos asteriscos
en los formularios, frases con cosas que solamente entendería yo, y algo
de ese servicio al que voy a acceder, pero al final resulto pensando en
algo diferente y se me van olvidando. Que hay programas para administrar
eso, me dicen. Que no son tan seguros, leo por ahí. Y no son solamente
las contraseñas. Se me olvida donde dejo los teteros del niño, el nombre
ruso que le quiero poner a la hija que nunca voy a tener, comprar la
comida del perro. O cuando dejo las llaves dentro de la casa, o el carro. Una de las consecuencias de ese tipo de olvidos es que uno se queda afuera de lugares. Uno se encierra afuera de lugares, un confinamiento invertido. No sé si es costumbre que no sepa qué día es, o si es
un síntoma de nada. De pensar mucho en esas pequeñeces.
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El
celular me pide que espere a que acabe la operación. Simplemente pienso
en todos los lugares en los que se mete para eliminar toda una
conversación de Whatsapp, los laberintos que debe tener un celular por
dentro, esos callejones diminutos que uno siempre imagina de una manera
diferente a la que es. Pienso, por ejemplo, en si en verdad se lleva
todo a su paso: las fotos, los audios, los montones de palabras que tal
vez no tengan valor. Esa es la vaina, que a lo mejor todo esto es para nada. El celular apaga su pantalla cada minuto, entonces la
mantengo encendida en lo que dura el proceso. Tal vez el agüero ese de
creer que las cosas se hacen mientras uno las mira, que si deja uno
estas cosas a su merced se van a olvidar de lo que están haciendo. Y es
raro. Todos estos aparatos funcionan haciendo miles de operaciones por
segundo, cálculos, y los admiramos por eso, pero nosotros maquinamos
todo de otra manera un poco más fantástica, con algo de química que no
sabemos explicar todavía; algo difícil de replicar hasta para estos
juguetes con los que nos relacionamos a diario. Tal vez no valoramos
mucho nuestras sinapsis, nuestras neuronas. La manera tan complicada en
que todo funciona allá arriba, pensando un poco más en cómo
vemos el mundo con otras de nuestras vísceras a las que les asumimos
más responsabilidades de las que tienen, o merecen. Y la operación en el
celular obedece a un impulso de todo ese manojo de cosas que es uno, el
dolor en el pecho y la sensación de tratar de olvidar. Tal vez
reflejamos un poco eso en todos estos aparatos: que no olviden, que nos
recuerden cosas. Out of sight, out of mind, me dijo alguien alguna vez,
una frase que pensé que era genial hasta que entendí lo común que era. Uno es
así, se asombra de las cosas que acaba de descubrir, pero luego ya las
mete en su normalidad, y pierden esa importancia. El celular reacciona,
dice que ya acabó. Yo sé que no eliminó todo lo que dice que eliminó,
simplemente va a guardar información encima de más información, en una
ilusión de almacenamiento. Repito: uno es así, también, guarda
información encima de más información, pero no olvida. Y es por eso,
también, que uno no aprende.
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Yenny
responde a mi mensaje con todos los signos de puntuación necesarios
para hacer que una simple frase resalte y sea contundente. En mi celular
hace falta este signo: "¿". Yo no podría escribir de la misma manera. Me siento en
desventaja. Mi amor por ella crece con cada revisión del mensaje, y con
ello la impotencia de no poder seguir la conversación con ese nivel que
acaba de demostrar, simplemente por algo técnico. Uno es sus
herramientas. Cuando la visito, en su oficina, que es pequeña, sin
ventanas, apenas un rectángulo pequeñito en el que cabe ella, un
escritorio, su computador y millones y millones de notas de amor de su
novio en muchas palabras diferentes con la misma letra, sonríe. Yenny
siempre sonríe, y por eso sé que es de mal genio. Reconoce mi nombre, lo
que me da algo de confianza. Para mí, muchos de los mensajes que llegan
al celular simplemente son un montón de números precedidos por un signo
de suma. Para Yenny soy un campo pequeño en la parte importante de la
memoria de su celular. Claro que, también, puede ser por la particular
combinación de nombres que me pusieron mis padres. No importa, la
confianza crece. Y el amor. Yenny sonríe, dando la espalda a todas las
notas de su escritorio. A veces siento que sus ojos son verdes. No ha
cambiado la foto de su contacto en el celular, donde aparece
invariablemente mucho menos bonita, con una espinilla en el mentón y las
mejillas un poco más redondas. Esa foto es de hace años. Ahora tiene la
cara más afilada, con menos copete, y el cabello un poco más fino. Tal
vez ella piense que se ve igual, o tal vez no le queda tiempo para ese
tipo de cosas. A mí tampoco. Luego de la conversación irrelevante que
tenemos, le digo que llama mucho la atención su forma de escribir,
delimitando las preguntas con los símbolos correspondientes. Y las
tildes. Sobre todo las tildes. Yenny sonríe, porque ella siempre sonríe.
Dice que no es nada. Dice que es el auto corrector del celular. Valoro
mucho más la foto de su contacto. Tal vez todos necesitamos mostrarnos sin filtros.