28.10.13

Duelos.


 El jueves pasado Oscar dijo que se había cumplido ya un mes, treinta días, sin su sobrino. El día que nos dio la noticia simplemente llegó con las piernas arrastrando desde el pasillo, y desde quién sabe dónde, como un dinosaurio enfermo, y luego se tomó una pausa para decir "muchachos, mi sobrino se suicidó". Hace un mes lo vi tan mal como se puede ver a alguien más, fui testigo de su derrumbe diario y recurrente del que aun hoy todavía es víctima.

 Su sobrino tenía dieciocho años, estaba estudiando medicina. Vivía con su abuela, era el hermano menor de otro que también murió en un accidente hace un par de años. Era su sobrino favorito, lo trataba como a un hijo con las ventajas que no dan la descendencia directa: eran amigos, pese a ser de distintas épocas. Lo encontraron colgado en su habitación, luego de ignorar su paradero durante bastante tiempo.

 Oscar a menudo hace chistes de doble sentido, pero en otras ocasiones prefiere tomar el ascensor para subir o bajar un piso porque, tal cómo lo expresó alguna vez, siente que no tiene fuerzas. Otras veces simplemente toma una silla y habla con nosotros esperando a que su esposa llegue, para no estar solo. Generalmente es muy abierto con lo que siente, y en varias ocasiones sin que lo haya pedido hemos estado acompañándolo a lo cual, siempre, nos agradece. Espera que lo escuchemos y que lo entendamos. Que, en medio de su tristeza, rabia, y las cosas que siente cada que ve una foto de él, pueda poner en palabras todo lo que lo gobierna por dentro, tal vez para sentir algún tipo de calma al revestir lo que siente con el lenguaje que usa para comunicarse. Que, hablando para los demás, pueda consolarse él mismo.

 A veces, cuando se concentra para seguir haciendo sus cosas, su trabajo de todos los días, abre la boca para soltar un "cómo nos pudo hacer esto" que irremediablemente trae siempre un largo silencio. No hubo nota, ni otra pista que dejara en evidencia la causa de sus males. Lo único que lograron establecer, días después del funeral, es que la noche anterior había peleado con su novia. Oscar prefiere no profundizar más: el dolor sigue fresco, sin importar realmente los motivos que llevaron a tal cosa. Lo único que queda, ahora, es esa consecuencia.

**

 Juan David pregunta por Enzo, todavía. Piensa que está hospitalizado, que está enfermo. Saluda a Tim y le dice que no se va a quedar solo. Nicolás, por su parte, sabe lo que puede generar una ausencia tan larga y consiente al perro que queda, ya sin decirle bobo, como siempre, para jugarle y que no sienta tan marcada la soledad que lo embarga.

  Mi mamá habla de Enzo por lo menos tres veces al día. Nombra las rutinas en las que era excelente para no sentir esa ausencia. Le da un poco de pena dar los detalles de esa noche, así que resume siempre la historia diciendo que estaba muy enfermo, que ya le iba a llegar. En la semanas previas estuvo con él en los exámenes, las ecografías y las citas en el veterinario con una puntualidad que no le conocí nunca. Pese a que para ella, como buena cabeza de familia, las cuentas y el dinero son siempre tema fundamental, no se ha quejado de lo que gastó en todos los trámites. A veces coge a Tim para peinarlo y recientemente para despulgarlo. Al parecer a los animales la tristeza se les materializa en pulgas. Ya le han encontrado ocho.

 Tim a veces no come. Tiene, en el hocico, el pelo con el color oxidado que se da siempre con el llanto frecuente. Se mete debajo de las camas, sabiendo que en ese lugar se escondía durante horas Enzo al no poder saltar para subirse a cualquier superficie. Comparte esa limitación del movimiento en lo que podría llamarse un acto de fe, como si con la repetición de esos rituales fuera posible el volverlo a encontrar. A veces vaga por la casa, y duerme en cualquier lugar, lejos de todos. Luego de un año en el que siempre le hizo compañía a quien lo acompañó sin dudarlo, estar solo es algo desconocido, que lo lleva siempre a la deriva. Por más que todos lo buscamos para tratar de consolarlo, resulta huyendo, perdiéndose en su nueva realidad.

 A veces, cuando sale a la calle con alguno de nosotros, corre siempre a la esquina, pero se detiene y vuelve a mirar si alguien más sale por la puerta. Espera un momento, y luego se echa a andar.

21.10.13

Enzo.

"Es problemático, distraído, torpe y mechudo. Básicamente lo mismo que yo si fuera un perro."


 A Enzo le faltaban varios dientes. Era de mal genio. Corría mucho, se volvió amargado de una forma amable, la que consiste en mantener a raya a los de la familia, pero lo suficientemente cerca como para que nadie lo note. Acá anda uno con el mal este de los sobrevivientes: hablando de los demás en pasado. Mis hermanos dicen que es algo que tenía que suceder, que es la manera en que funciona la vida.

 Un día después de que Katy muriera, un lunes, Enzo la buscó con algo de comida en la boca. Un tipo de ofrenda, algo qué darle a alguien que de una manera u otra sabía que estaba ausente. Hoy, lunes también, Tim busca en los lugares comunes restos de algo que sabe que hace falta. Busca con su nariz, pero también se fija en los distintos muebles, colchones, y prendas que tenía Enzo regadas por toda la casa, trofeos que fue adquiriendo con el paso del tiempo. Ropa vieja de la familia que le servía para ahuyentar el frío. Tim, tal vez, es menos astuto: busca en el olor a alguien sin volverlo a encontrar. Enzo, por su parte, mantenía en objetos cosas para encontrar a sus dueños. O, simplemente, para sabernos cerca. Sentirnos cerca. Tim todavía no entiende. Se quedó en la mitad de su entrenamiento. Sabe que el timbre de la puerta significa la llegada de alguien al hogar, pero ignora los demás ruidos de la calle. El motor de los carros, el pito de alguno de ellos. Enzo, sin dificultad, diferenciaba de entre todos los vehículos afuera los que son de acá, de esta casa. Tim todavía no entiende. Está muy pequeño para eso.
  No sé bien qué puede tener una mascota para poder decir que es buena. Un buen perro. Enzo definitivamente no sabía ningún truco, era desordenado, pero estuvo ahí constantemente. Era parte de la familia, otra de las familias que han vivido en mi casa. Era mi perro y eso me basta. Me mordió, me orinó la cama alguna vez, me robó la comida del plato una sola vez, para luego sentarse con nosotros a comer sabiendo que luego llegaría su turno. Pero nada de eso importa: me acompañaba siempre. A su manera nos protegía.

 Hace unas semanas se puso muy mal. Sobrevivió a un infarto, pero quedó bastante grave. No podía caminar. Se hinchó. Lloraba mucho. Tim, el que le buscó el juego sabiendo que jamás le correspondería, lo acompañaba en su marcha lenta y dolorosa. Lo miraba, lo mimaba. Tim lo cuidó, también, a su manera. Nosotros también lo hicimos. Durante muchos años. Doce. Muchas peleas con perros en la calle, con infecciones, con enfermedades. Con un infarto y su deficiencia cardiaca. Hoy ya no podía ni levantar la cabeza, creo que solamente nos escuchaba sin vernos. Tomamos una decisión que tal vez no nos correspondía. Nos despedimos de él agradeciendo lo que nos dio. Estuve a su lado mientras le daban la dosis que lo iba a dormir para siempre. Estuve con él consintiéndolo hasta que dejó de respirar, hasta que dejó de ser todo lo que era. Hasta que se fue.

 Desde hoy, Enzo, en esta casa, es un nombre que hará resonar las paredes sin ninguna respuesta. Sin uñas rayando el piso, sin ladridos, sin su cola que siempre nos saludaba. Desde hoy Enzo descansa luego de haber vivido mucho, haber vivido bien, haber sido un buen perro. Él también vivió lo suficiente como para ver dos generaciones formarse bajo el mismo techo, una característica que fue siempre de los de mis apellidos: morir de viejos. Enzo supo hacerse un lugar en esta familia.

 Mi casa. La casa donde vivo no es mía, pero llevo viviendo en ella toda mi vida. La casa es nuestra desde hace un poco de tiempo más, unos cincuenta años. Cuatro generaciones (contando a los sobrinos, que siempre van a ser muy pequeños para tenerlos en cuenta) han vivido acá. Mi casa es una casa grande en la que cada vez de una manera u otra se va desocupando y haciendo mucho más grande. 

 Hoy supimos qué tanto espacio puede ocupar un perro en un lugar. Enzo se fue y con él un poquito de nosotros.

26.4.13

Allá.



—Pienso que deberías quedarte.

 Liliana, la doctora, lo repite varias veces. Sigo mirando los juguetes con los que le hacen algún tipo de terapia a los niños que llevan allá. El consultorio es blanco y grande, tal vez más grande que mi habitación. Contiene, solamente, una mesa, tres sillas, y esos juguetes, lo que le da al lugar una sensación de frialdad que no soporto. Me deja claro algunos de los beneficios de quedarme, que puedo tomar la decisión en cualquier momento pero era mejor que lo resolviera ahí mismo. Pienso en las cosas que tengo que hacer, o que quiero hacer. Trabajar, ir al gimnasio, salir a ver una película, un montón de cosas que en esos momentos son sinónimo de algún tipo de libertad. Simplemente digo que no y le pido una certificación para presentar en el trabajo. 

 Creo que le caigo mal a mi jefe. No sería ninguna novedad tampoco. La semana pasada le dije del permiso que necesitaba para hoy, una cita médica que llevaba esperando hace mucho. En la oficina ahora molestan por todo: no puede uno tener el celular dentro de las instalaciones, tampoco audífonos; hay dos tarjetas magnéticas para puertas distintas que hay que marcar siempre para entrar a la bodega o para ir al baño. El correo electrónico también es algo que se volvió un lujo. En fin. Ayer le recordé del permiso que necesitaba y me lo dio por una hora y veinte minutos. Le pedí más tiempo, ya que me pensé que podía demorarme más por el tipo de especialista que me iba a atender, y me miró con esa cólera suya congelada en la mirada preguntándome dónde tenía la cita. "En la Clínica de La Paz", le respondí. Sentí en ella romperse algo, sus ojos opacos y duros cambiaron el semblante. "Está bien: dos horas".

 No quería ir. Tenía algo de miedo. Todavía lo tengo. Liliana, la doctora, me dejó una tarea que no he hecho porque no tengo ganas, tampoco. Hizo preguntas incómodas mientras tecleaba en el computador lo que le iba diciendo. No hay intimidad en eso, en hablar de algo que se siente bien profundo, algo que nadie sabe, mientras el otro se sienta a llenar un formato. Luego de un momento me miró a los ojos para dejarme en claro un montón de cosas. Recalcar que simplemente hay situaciones con las que no se puede solo, que todo eso es perfectamente normal. Pero que era mejor que me quedara un par de días. Creo que estaba preocupada. Creo que podía ser simplemente un día cualquiera en su trabajo. Me volví a acordar de Libertad.

*

 — ¡Daniel se movió! ¿Lo viste?

 Daniel es el hijo de Liliana, mi compañera de trabajo. No ha nacido, pero ya va por el séptimo mes de gestación. A veces me da curiosidad de cómo se hacen esos cálculos, más cuando no hay una fecha exacta de concepción o algo así. No mucha gente lo recuerda, y no es por pena. Liliana supo que estaba embarazada por casualidad, y ese día el médico le dijo con exactitud las semanas que tenía. Hasta hace unos días no sabíamos si era niño o niña.

 Hoy miraba la barriga que lo contenía y ponía la mano en la parte que palpitaba. Sentía un estremecimiento, pensé en que se estiraba practicando yoga o haciendo algún tipo de rutina. Me perdí un poco en ese vacío, buscando contactar a alguien que no conozco, algo que hago, o hacía, todos los días. Liliana, mi compañera de trabajo, sonreía, pero me miraba con algo ya de ese instinto maternal que se le está despertando.

 Mi mano se desplazaba por la barriga como un sonar, buscando algún indicio de vida ahí dentro. Vi mis dedos torcidos y gordos palpando el lugar en el que nadie está seguro que sucede. Liliana, mientras tanto, jugaba nuevamente el llavero que carga siempre, donde hay una impresión de la ecografía de hace unos días. Creo que se ve un rostro, pero mucha gente ve rostros en cualquier cosa. Mientras se distraía imaginando a su hijo me concentré en los pequeños temblores que había a cada rato. Me fijé, también, mis uñas rotas y mordisqueadas, algunas con la piel destrozada o rastros de sangre; heridas de algo complejo.

 —Mi hermano hizo las prácticas allá—dijo—. Me contaba que eso está lleno de señores con plata, gente que no tiene nada pero que a veces se les corre la teja.

 Daniel me pateó con fuerza. Creo haber sentido una patada. No les respondí nada.


15.4.13

Del otro lado.

 A Diana no la conocí, aunque la vi muchas veces. Se estaba riendo siempre, y mantenía una actitud de esas que llaman la atención. Creo que me caía bien, o tal vez nunca le encontré algún reparo. No sé si sea lo mismo. Supe por facebook, luego de que una compañera me mostrara en el celular, quién era. Quería ver una foto suya para identificarla, ya que no conozco a nadie por el nombre. Su última actualización, el domingo pasado, fue "buenas noches a todos". Las respuestas a ese comentario, según lo normal en ese tipo de dinámicas, resultó ser de amigos o conocidos que le deseaban lo mismo, corresponder a lo que otro señala, algo que puede ser siempre bastante cómodo. Diana era esa persona, creo yo, la que iniciaba la cadena que los demás seguían ya que alguien se había tomado el trabajo de expresar lo que los demás no saben o no pueden decir, pero comparten.

 Unas horas después personas cercanas escribían que no podían creer lo que le había sucedido, que lamentaban su muerte. Al día siguiente su hermano, en la cadena de comentarios, dio los datos del lugar de la velación de Diana. Los pésames continuaron, y los mensajes de incredulidad también, hasta que simplemente se detuvieron.

 No tengo cuenta en Facebook. No me llama la atención. Pero sé que muchas personas piensan que es algo completamente estúpido escribirle a alguien que ya murió. Que es de mal gusto, un sinsentido. No puedo explicarlo bien. Tal vez esas personas (y esto siempre lo pienso) no son capaces de comprender un poco el sentimiento de pérdida o el duelo que afrontan otras personas, ya sean conocidas o no, desde la comodidad de un computador, una bondad que se alimenta mucho de la pereza, una intimidad frágil que tratamos de sobredimensionar porque está allí, siempre, al alcance de los dedos.

 El año pasado otra compañera no trabajó en todo el día porque se la pasaba pensando en su sobrino, de veintiún años, que había muerto el fin de semana en un accidente. Los detalles son lo de menos, no nos importan para lo que quiero contar; Arelis simplemente abría en el navegador el perfil de su sobrino y escribía algo en su muro sin poder hacer el click definitivo en el mensaje. Trataba de dar forma a su dolor de una manera que ella sabía no era íntima pero que debía hacerlo, tal vez porque era la representación de esa persona que había fallecido. Un montón de datos, fotos, palabras con o sin ortografía, o cosas que a lo mejor a nadie le importaban. Pero la esencia de esa persona estaba allí y ella quería honrarla de alguna manera. Luego de un rato escribió solamente dos líneas, pero en esa escasez cabía una cantidad considerable de tiempo y dolor mirando simplemente la vida que ya no sería más, tratando de aceptar que esa huella "virtual" quedaría incompleta, incluso olvidada.

 La hermana de Liliana, otra compañera, murió también hace mucho tiempo, y me contó que miraba, a veces, su perfil en Facebook. La piensa todo el día, la ve en sus sobrinas, en su madre, en lo que la rodea, y sin embargo refuerza todo eso viendo fotos, imaginando su tono de voz al leer lo que escribía. Al mostrarme el perfil de su hermana vi un mensaje que la hija le había escrito en su cumpleaños, ese que no pudieron celebrar. Jamás lo leería, y tal vez muchos contactos habían dado "like" a ese mensaje pensando que es una linda manera de recordar a quien ya no está. 

 En la virtualidad que "vivimos" con este cuento de las redes sociales y el acceso fácil a la gente, que se deja conocer o no, la etiqueta y los formalismos que tienen que ver con la muerte (desde su logística hasta la acción de recordar) no están todavía definidos, pero tratamos de encontrar una manera razonable de tratar con ellos basándonos en las tradiciones y demás ritos que todos conocemos. Tal vez sepamos lo que es un velorio, o sabemos que hay gente que es capaz de pagar una misa por el alma de un muerto, tiempo después de su sepelio. Puede que no estemos de acuerdo pero lo aceptamos como manifestaciones válidas, normales, y la extrañeza de las nuevas maneras en las que la gente trata de lidiar con el dolor y los recuerdos nos asustan, o tal vez nos dan asco. Nos recuerdan un poco la vulnerabilidad que escondemos o no podemos aceptar en público.

 Esto no sucede solamente cuando se trata de la muerte y la incapacidad de aceptarla (lo que algunos argumentan que es la incapacidad misma de seguir adelante), sino el dolor en general. Dolor de quien siente que su vida se va al carajo o que no puede lidiar con los asuntos internos que tal vez nadie conozca o entienda. Desde el alegrarse por no hacerse daño (una forma de catarsis, o la manifestación de nuestro odio, o ambas) hasta compartir los temores más privados, esperando que alguien nos comprenda. O tal vez por el simple hecho de tratar de manejar algo que es más grande que uno; compartir una experiencia para pensar que en el fondo no estamos solos.

 Cuando le respondo a mi mejor amigo para saciar su curiosidad e interés por lo que estoy pasando siento que, sin importar el medio, estamos siempre solos, que nadie nos escucha. Puede que yo esté en su casa reparando mi computador, o simplemente teclee torpemente en whatsapp, pero imagino un lugar ajeno a todo, como un confesionario. Cuando Liliana me habló de su hermana y me dijo cosas hasta el borde del llanto también fue así. Este escrito, como los muchos que puede haber al respecto, si bien existe en un plano público y cualquiera lo puede leer, curiosamente parte de esa intimidad implícita no ya de lector y escritor sino de una persona a otra. Muchas veces la gente se confunde por ver en un medio no convencional algo que corresponde a lo que podemos pensar que es privado, y asumimos que hay un lugar para cada cosa, pero tal vez no es así. Tal vez lo único que puede pensar el que está en esa situación es que alguien pueda entenderlo, que no se corre el riesgo de ser catalogado de cierta manera al reconocerse frágil y sensible. Pero es triste saber que no es así. Que en general no podemos darnos ese lujo.



12.3.13

Remedios.


 Cuando era pequeño mi hermano menor tomaba siempre el remedio que le daba mi abuelo. Consistía en un huevo de codorniz crudo en un vaso a rebosar de pony malta. Era para que sus defensas subieran, que no fuera a sufrir de anemia como anunció un médico cualquiera en uno de sus diagnósticos que pudo ser poco o muy acertado.

 Cuando era niño me comí un pelo de un gato. Según mi mamá iba a sufrir de asma. Según mis primos el pelo iba a devorarme las entrañas y en muy poco tiempo iba a sentir una molestia en el ojo que no sería otra cosa que ese mismo pelo malévolo del gato diabólico comiendo el globo ocular por dentro. Mi mamá me dio a tomar miel con jugo de limón hervido. Según ella, con eso el pelo iba a ser fácil de digerir y ya no tendrían que hospitalizarme.

 Cuando a uno le da una tos severa de la que es posible pensar en que puede ser la última, hay algo que nunca falla y que se vive repitiendo hasta el cansancio: jugo de naranja caliente con mantequilla y miel. Una variación de dos remedios. Al ingerir una cucharada hay que descansar mucho para que todo surja efecto, así que se recomienda dormir para despertarse como nuevo.

 Cuando llegaba el camión lleno de carne a la fama de la esquina los vendedores, con sus overoles blancos manchados de muchos años, tomaban un vaso de sangre de la res que les acababan de entregar. Era para mantenerse fuertes y, se decía, servía también para mantener la hombría en la intimidad. Siempre salían al andén sonrientes mirando a las mujeres que ayudaban a las señoras de las casas vecinas con sus deberes para mostrarles el acto propio de beber de un solo trago el espeso y maloliente líquido que les adquiría propiedades asombrosas. Eran otros tiempos, tiempos en los que las familias podían costear a las muchachas de servicio que desaparecieron también con los hogares que se fueron convirtiendo en colegios, restaurantes, y empresas. Con las muchachas se fueron también los de la fama. A veces pienso que se fueron detrás de ellas.

 Cuando uno quiere atraer buenas energías, o liberarse de las malas, se puede bañar en la infusión de siete hierbas: hierbabuena, manzanilla, toronjil, cidrón, limonaria, albahaca y destrancadera. Se debe enjuagar con las matas húmedas y no secarse, dejar que el líquido entre en la piel que es lo mismo a que el cuerpo lo acepte, se purifique el alma, o que se asimile de una manera mística que varía dependiendo de a quién se le pregunte. En casos más graves, en los que no se requiera un simple baño sino evitar los trabajos del enemigo, es mejor andar con canela en los zapatos, o con alhajas de plata previamente bendecidas por el sacerdote de la creencia más conveniente. Sirve, también, enconmendarse a dios. A cualquiera.

 Nadie sabe la eficacia de las recomendaciones ajenas, cosas que se van guardando en una oscura y olvidada cultura que va paralela a la ciencia. Cápsulas milagrosas que detienen los síntomas de la gripa o que contienen la sustancia que el cuerpo necesita. Tomar una pastilla antes de dormir, o un vaso de leche caliente. Puede que muchos de esos rituales incluyan siempre el beneficio de la fe, querer curarse al tomar algo medicado o recetado por alguien sin otro título que una sabiduría que va en canas y arrugas; remedios que vienen de gente que no se ha muerto al ingerirlos. Más que la reacción misma en el cuerpo es la necesidad de sanarse, de salir del aprieto.

 Nadie me ha dicho qué pasa cuando se pierde la fe.

 Desde hace unas semanas camino por ahí en un estado de adormecimiento general ocasionado por píldoras pequeñitas que me recomendó una doctora. A veces se asume que ingiriendo las dosis adecuadas en el tiempo señalado es suficiente para sentirse mejor, que hay que hacer muy poco por uno mismo más que recordar las indicaciones que alguien dicta con propiedad. Que es para sentirse mejor. Me he encontrado con la boca abierta en la cama viendo televisión, o perdiéndome en las conversaciones que tengo a diario con gente que nota cierto cambio en el comportamiento usual al que tengo. Al que siempre he tenido. Es raro pensar, también, que ese efecto puede ser lo que necesito para dejar de pensar en las cosas que pienso, para que la angustia deje de presentarse con fuerza desde mi interior, como el pelo de gato que una vez me comí sin querer, por estar respirando por la boca para evitar ahogarme.

 También es raro pensar en la reacción de alguien cuando tenía episodios así, de desconcentración total. De elevarme una fracción de segundo, buscando un escape de mi mismo, o una falla en el sistema que evidencia que tal vez algo anda mal ahí arriba donde se producen los pensamientos y donde dan vueltas muchos de mis recuerdos. Es raro pensar que tal vez lo que siento y lo que pienso no sea necesariamente un trazo distintivo de mi personalidad sino que es un indicador de una falencia; que yo mismo, tal vez, pueda ser no un síntoma sino la enfermedad. Que la manera de atacarla sea dejar de sentir lo que siento, reduciendo al mínimo necesario lo que soy yo. Visto de otra manera: puedo ser simplemente la revelación de la peor forma de ser de alguien que nadie nunca ha visto. Ser la peor faceta de quién puedo ser. De quien jamás podré ser.

 No sirve tampoco pensar en el empleado del hospital que legalizó mi remisión a siquiatría, viendo en mí un elemento extraño incapaz de valorar su mirada no tan compasiva sino que juzgaba todos los elementos que podían conformar al individuo que estaba frente a él; mucho menos la reacción de mi propia familia que insiste en que con un poco de oración puede hacerme algo de bien, limitando su intervención y curiosidad al avance, si se puede llamar así, al tratamiento al que me estoy sometiendo. A veces mi hermano siente que estoy mal, llorando o algo así, y sigue hablando por teléfono cerrando la puerta de su habitación en un gesto que impone una frontera en la que, tal vez, el pensar qué putas me está sucediendo no hace parte de su vida; cosas, elementos de una edificación, que tal vez nunca fueron un hogar sino un asilo de gente sola incapaz de comunicarse entre ellos mismos.

 En los últimos días he recibido palabras de aliento y de consideración, como si cargara una enfermedad incurable o penosa que a veces es mejor esconder. Que soy débil, que estoy enfermo. Pienso, tal vez, en que hay en mi misma cuadra alguien mucho más desdichado e infeliz que yo, y sin embargo eso no hace que deje de dolerme, o de sentirme mal, por creer en lo que creo, recordar lo que recuerdo, o asimilar lo que vivo. Es difícil, también, cambiar la manera de pensar luego de tantos años en que una programación temprana ha hecho mella y me vea no cómo mucha gente puede verme sino algo totalmente distinto, que sin importar las opiniones y palabras de la gente yo termine viendo en mí mismo algo que está fundamentalmente mal y que nadie ha podido mirar bien porque aparece fuera de foco. Algo que sólo yo puedo ver por estar realmente cerca. Que no valgo. Que soy reemplazable. Que reconozco en mí un enemigo. Que me odio. Que me duele sentir lo que siento. Que, con ayuda o sin ella, no puedo mejorar porque simplemente no quiero hacerlo. Que no me lo merezco.

 Cuando era niño mi mamá llegó con un cucharón de madera que había comprado. Lo dejó por la noche en la alberca. En la mañana, cuando vi que lo había dejado allí, le pregunté "por qué" de la manera que solo un niño puede hacerlo. Me dijo que era para curarlo, para quitarle el sabor a palo. La cuchara flotando de noche en la calma del agua, un elemento que merece ser curado, mientras yo continúo pensando en que no importa el esfuerzo que haga o el aliento que reciba, que igual a la larga yo ya no tengo remedio.