Un mierdero. Todo un mierdero. La gente no tiene rostro ya, solo lucen como puños bien apretados y no dicen absolutamente nada. La lluvia, el calor, todo da como igual. Las jornadas se terminan alargando y es por eso que queda uno en la oficina en horas que no son. W. se fue, pero de mala manera, no quiere ni siquiera que alguien haga lo que le correspondía seguro por alguna cuestión en el ego, pero tampoco quiere volver. Que lo busquen le fastidia, que lo llamen peor. Se hace necesitar, y lo sabe, pero por algo que solamente él entiende sigue en esa farsa de sentirse necesitado.
Son las seis de la tarde. Llueve, y mucho. ¿Copiosamente? Puede ser. En la oficina a ésta hora todavía hay gente, el edificio agoniza ya que no hay tanto movimiento: luces apagadas aquí y allá, la calma necesaria para poner música a un volumen moderado. Los que se quedan no escuchan nada estridente, chillón, ampliamente conocido o siquiera de mal gusto, no, parece que quisieran trabajar hasta tarde para demostrarle a los demás que tienen mejor oído, que conocen más y mejores canciones.
Los minutos pasan lentamente, como lo es siempre que uno se encuentra desubicado. ¿Cómo será estar una hora perdido en el desierto? ¿cómo se sentirá? Aquí hay otras comodidades que una gran planicie no tiene: la máquina dispensadora de bocadillos y computadores con internet, pero restringido. A su vez, el desierto tiene esa experiencia única de pensar que si uno no hace algo puede resultar muerto, que esperar en un solo lugar es desperdiciar la vida y entonces es mejor salir a buscar una solución, morir en el intento. Uno, desde aquí, desde la silla frente al escritorio solamente hace cosas que a la larga no van a servir para nada. Datos, números que no tienen que ver. Digamos, por poner un ejemplo, ¿cuántas de estas cifras habrán muerto a lo largo del presente año esperando una solución a sus demandas? Recuerdo haber leído a Kafka, y no quiero sonar pretensioso ni algo similar (no me gusta decir que tal o cual autor, eso para qué), recuerdo leerlo e imaginarme imposible la situación que narraba en El Proceso. Pero más que ficción se volvió una premonición. No solamente la ciencia avanza conforme a la literatura (ya llegamos a la luna) sino que la vida misma va tomando ese mismo aspecto. ¿Cuántas de esas cifras se habrá despertado esta mañana convertidos en gigantes insectos?
Cifras. Muchas. No entiendo bien de dónde salen, o quiénes son. Difícilmente puedo imaginar rostros al leer nombres, como Inés, que me parece muy bonito. Suena a tía, a abuela, a mujer de sonrisa cálida que se le van los poquitos días que quedan en medio de suspiros, mientras piensa en la injusticia de las cosas pero no dice nada porque los nietos, los hijos, le hablan con una tristeza esperando un consejo que le saldrá seguramente de las canas. Pobre Inés. Debió ser hermosa, ella, cuando joven. Ahora triste, gris, con la piel como de cartón esperando una pensión. Mientras sigo tecleando pienso en lo del desierto, en lo de luchar por la vida, y uno aquí perdiéndola, sabiendo que no está en juego para uno nada, y a lo mejor ese es el condimento que falta en los días: no la sensación de quedarse sin trabajo, sino de perderlo todo, absolutamente todo. Como Inés.
Casi son las siete. Menos gente. En mi dependencia solamente tres, pero la abogada ya se va. Es recién casada, tiene que llegar a cumplir sus labores conyugales. Saludará a su esposo con un beso calmado, hablarán del trabajo, de las cosas que sucedieron sacándolos de esta rutina, de cosas que les rompen el corazón y se hacen la promesa de aguantar un poco más para conseguir algo mejor, o sacar un negocio adelante, ellos dos, y no depender de los horarios de las instituciones. Cuando la veo se le nota el cansancio en los ojos. Trata de sonreír, pero ya lo ha dicho todo con la mirada.
Nos quedamos mi jefe y yo. Ella sin voz, y yo sin ganas de continuar con mi trabajo. Es largo, y complicado. W. no me explicó muy bien nada, así que trato de hacer lo mejor posible con las pistas que encuentro en cada archivo, en cada fórmula que hay dentro, de esos datos que mucha gente cotiza pero para mi es un estado nulo, a duras penas el olor de algo que está muerto.
Debo ir a gerencia. La otra vez conté los pasos desde mi oficina a las escaleras. Son cuarenta. Unos diez más hasta allá. Hablar con otro abogado, pedir las cosas. Son las siete de la noche y quince minutos, no queda casi nadie, solo algunas personas que no conozco pero de las cuales sé sus historias porque las cuentan mis compañeros en el almuerzo. De este lado tenemos a Sonia, una mujer joven y atractiva, delgada, que se viste elegantemente pero se embadurna poco, como adornando un pasado sin gracia que no quiere esconder, porque lleva en el rostro la belleza de una mujer humilde y por eso no se maquilla tanto. El cabello lo tiene con tintes rojos que no le quedan mal. Es delgada, tiene una cadera normal pero que con su cintura se ve muy provocativa. Sonia sonríe mucho, es una niña todavía pero tiene un hijo de nueve años, lo que me hace pensar que, como mínimo, ella debe tener veintiocho. Antes de saber lo de su matrimonio hubiera jurado que lucía de veintitrés. Ella está casada pero aquí en la oficina se la pasa con Alejandro, muchos le atribuyen rumores a esa relación pero creo que los rumores solamente le quitan seriedad a lo que realmente son: amantes. Sonia y Alejandro, ambos casados con parejas distintas se salieron de lo normal y lo sagrado para darle paso a otro tipo de intimidad, una que exige un poco de cosas que no entiendo ¿Si se le jura fidelidad al esposo, al cónyuge, al amante se le promete qué, exactamente?
Alejandro por su parte es todo lo opuesto de ella. Se nota que es de una buena familia, hijo de señores bien, es cachetón pero la ropa toda la usa ajustada. Hace unos meses tenia kilos de sobra por todo su cuerpo, o eso dicen, y se mandó operar. Tiene un reloj más grande que su puño y habla siempre con una sonrisa y una seguridad que hace sonreír a las mujeres y nos emputa a nosotros los hombres. Es un patán con ganas. El otro día lo vi con alguien de otra área, nueva ella, y le hacía la charla coqueta moviendo exageradamente sus manos, su cadera, mientras gesticulaba desesperadamente con gestos fingidos y un chicle que tenía en la boca que llevaría ahí más o menos toda la vida. Sonia luego pasó por ahí, pero se salvó ya que había dejado de coquetear con la otra muchacha. Casi lo pilla la que no lo debería pillar: el matrimonio se salva o se arregla, pero un amorío le puede a uno joder la vida.
Los pasillos de ésta entidad, ésta bestia dormida, a las ocho de la noche son tétricos. Recuerdo haber estado en el esqueleto de un colegio, un edificio abandonado con pinturas en las paredes de los salones hechas por niños, lo que le daba un aspecto más lúgubre del que debiera. En eso los cementerios la tienen más clara: son sobrios, no pretenden mostrar más que el luto, en cambio una escuela en ruinas es el reflejo de algo que tuvo tanta vida ahí, esas huellas en las paredes que irradiaron felicidad ahora son muestras de todo lo que ya no hay. Deberían pintar los murales de los colegios antes de abandonarlos, por lo menos para no evidenciar tanta tristeza.
Las luces del pasillo parpadean, fallan. Ya no hay música. Me siento caminando en el vientre de una ballena, espero que me embuche de una buena vez, antes de llegar al área de sistemas. Es otra demora más, es algo que quiero saltarme de este día. Pero no sucede así. La cabeza piensa en excusas, las piernas ejecutan una orden ajena. Estamos jodidos. Llego. Vemos a Raúl, un pastuso buena gente, de metro y sesenta de estatura. Tiene los ojos claros, la piel dura y pesada, como de rinoceronte. Camina erguido porque sabe que no puede arquearse: la joroba para él no puede ser una posibilidad, debe evitarla a toca costa, debe aruñar todo lo que lo haga lucir algo más alto, y todo eso le da una elegancia singular. Habla por teléfono con su hija, le promete que ya sale para allá, que van a cenar pero no es verdad, ambos lo saben pero siguen jugando hoy lo mismo que ayer y que la semana pasada. Mantienen la promesa de qué no hoy sino algún día podrán estar juntos una tarde cualquiera, como una familia de esas que salen en la tele.
Raúl me ayuda con mis dudas, explica cosas que alcanzo a garabatear en la agenda. Voy a mi computador y él me sigue, sacamos tablas, otros datos ahí, revisa solamente para organizarlos mientras yo estúpidamente trato de hallarle sentido a todo eso. En diez minutos y luego de tres preguntas que resolvió con dificultad tuvimos todo listo para el informe. No entiendo mucho pero sé el procedimiento. Mañana, si me queda tiempo, lo repetiré para tratar de descifrarlo.
Falta poco. Dejó de llover. Mi jefe está cansada, yo estoy aburrido y decepcionado. Perdí clase, por segundo día consecutivo. Tengo el sueño atrasado de tratar de leer y hacer ensayos. Me he sentido algo solo, sin la compañía de gente que no conozco pero que desearía tener al lado en lugar de compañeros que disimulan una amistad que no significa nada. Mi jefe me lleva a un lugar donde pueda tomar transporte. Cojo lo primero que veo, porque obro con fe, esa que yo no tengo pero que le escucho a mi madre a cada rato. Llego a casa, casi a las once de la noche. Me recibe mi hermano, mi madre está acostada, no sale de las cobijas por el frío. “mijo, caliente la comida, está apartado en el horno”. Luego de una jornada larguísima en la que perdí esperanzas de todo tipo era lo único que necesitaba escuchar.
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