17.2.21

Alejandro.


 


 Estaba acostumbrado a la calle, a las noches, a solamente caminar de un lado a otro solo o con otros gatos. Con Tim no peleaba pero le mantenía la distancia. No era tanto arisco como cauteloso. No confiaba en nadie, o tal vez confiaba lo suficiente. Miento: confiaba en la vecina de la esquina, esa que lo bautizó porque, según ella, tenía cara de Alejandro. Él la esperaba por las mañanas mientras ella iba con su desayuno, que le dejaba en la puerta del jardín. Leche, pepitas. Unas veces caldo, otras veces pechuga de pollo hervida (es que a Alejandro le gusta mucho el pollo, me dijo una vez). No sé sí esperaba a la vecina, o al desayuno, pero esa fue de las poquitas veces que lo vi intimar con alguien, como si no fuera un gato de nadie sino uno de casa, paciente, obediente. A veces hacía lo mismo conmigo, o con mi mamá.

 Alejandro se la pasaba por la noche en la esquina, no esperando a la vecina sino a sus otros amigos. A uno de ellos, que también se perdió (o que lo desaparecieron, por más que intentamos salvarlo) le pusimos Tigro, no por nada en particular sino porque cuando era niño tuve un gato que se llamaba así y mi mamá lo vio tan igual que le repitió el nombre, como suelen hacer las familias grandes. Alejandro y Tigro compartían la comida, a las malas, y se hacían compañía. Tigro sí era tenaz. No le gustaba ir a la veterinaria. Mantenía a raya a Tim, que siempre ha sido curioso con los gatos. Tigro me hacía caso y a veces me esperaba afuera del garaje, cuando salía con Tim a darle la vuelta. A veces nos acompañaba. Tigro tenía el andado ese de los gatos, como cansado y pausado, lleno de confianza. Alejandro no. Él permanecía en una alerta constante. Que si un carro, que si una moto, que si un perro. Una vez lo cogí porque la vecina dijo que lo mejor para él era que lo tuvieran en una casa, y se lo regalamos a unos amigos. Volvió a los pocos meses. Seguro se había cansado de toda la parafernalia de las fotos, los abrazos, los arrumacos ridículos a los que uno somete a una mascota, así que volvió a maullarle a la vecina y ella le siguió dando leche con pepitas con caldo y a veces pechuga de pollo hervida.

Tigro (versión 2).


 Era común verlo en la esquina en las tardes de sol. Por las mañanas no tanto. Por las mañanas, con ese frío, estaba en otro lado. A veces en nuestra casa, otras veces con otros gatos. Pero por la tarde se la pasaba ahí, echado, disfrutando de la libertad de la un jardín garantizada por unas rejas que no dejaban que nadie se le acercara. Si no era en el jardín entonces estaba en el techo. Y, a veces, cuando me veía a mí, a mi mamá, a Tim, o a la vecina, se bajaba de cualquier lado para ir a saludar. A Tim lo saludaba, y también lo acompañaba. Supongo que al faltar Tigro se hicieron amigos como por llenar ese vacío. Muy a menudo recorro el hueco que tiene Tim: Enzo, Lillo, Tigro. Como si a todos sus compañeros por alguna razón se los llevaran a algún lado. Sé que Tim no piensa que les trae mala suerte a otros animales, más que nada porque es un perro, pero también porque no hace nada para huir de ellos. Por el contrario, siempre busca estar acompañado. El problema es que nadie le dura.


 Lo particular de los gatos es que un día no vuelven. Tigro, el original, duró casi tres meses por fuera, y un día volvió todo cascado. Tigro peleaba siempre con cualquier perro, a veces se perdía semanas enteras y llegaba herido más que nada en su orgullo esperando que mi hermano mayor lo reparara; lo dejara, por lo menos, apto para volver a salir a la calle, a sus andanzas de peleón empedernido y amante consumado, porque las cicatrices parecen ser un elemento necesario a la hora de seducir. En su inventario nunca faltó la pata derecha pelada, a veces en carne viva, las orejas mordidas y, una vez, la huella de un colmillo en su cráneo que me dejó siempre la inquietud de cómo seguía vivo luego de haber metido la cabeza en las fauces de un animal mucho más grande y peligroso que él. Mi hermano lo curó y él se dejó. Tigro, el nuevo, no volvió porque de seguro lo sacrificaron. Rasguñó a alguien y, pues, hasta ahí fue. Nos quedamos con su comida, sus platos, el colchón que se le había adaptado en el garaje, y con la caja de arena que le conseguí barata en una tienda. Todo eso lo heredó Alejandro unos meses después. La historia es (y seguirá siendo) más o menos así: Alejandro (o Tigro, o Lillo, o cualquier otro animal que sea conocido en el barrio) estaba en la calle una noche de mucho frío, entonces le abren la puerta del garaje para dar hospedaje por una sola vez, pero resultan siendo huéspedes frecuentes de la casa. Tienen derecho a: revisión médica, baño, comida, juguetes, una cama y algo de compañía. No les está permitida la violencia. Más o menos lo mismo que con una persona, pero mucho más manejable. Así es siempre, hasta que el huésped no vuelve. 

 Como al décimo día fue que le dijeron a mi mamá que el gato lo habían matado. Una noche, que no me hizo caso (y me pesa, porque Alejandro no era muy juicioso y había que rogarle, y creo que no le rogué lo suficiente) y se quedó en la calle, pasó una jauría de perros. Un vigilante dijo que eran ocho. Otro dijo que diez. Que lo corretearon hasta una casa que estaba en construcción, y donde él no se pudo meter porque taparon la entrada que usaba para esconderse. Le dijeron a mi mamá que esa noche los perros se habían vuelto locos, que ladraban y aullaban. Esa noche sí escuchamos tanto ruido y tanto ladrido que pensé que algún ladrón se había metido a una casa. Lo que no supimos realmente fue el por qué. Y era porque estaban destrozando a Alejandro. Que lo cogieron entre varios y el gato no pudo hacer nada. Ni los celadores, porque no supieron qué hacer para interrumpir ese frenesí. Y por el miedo, imagino. Al final uno de los vigilantes, el menos escrupuloso, lo que hizo fue recoger los restos, envolverlos en una bolsa, y dejarlo en la caneca de la basura del parque. Usted no se imagina cómo lo dejaron, y cómo sufrió, le dijeron a mi mamá.

 

 El hijo de la vecina, un señor de cincuenta y tantos años, se puso a recoger los platos que le dejaban en el jardín a Alejandro. Mi mamá le contó lo que había pasado, y yo fui momentos después a revolverle el nudo en la garganta cuando le dije que ya no volvía. Todavía tenía los ojos llorosos. "Cuando venía a visitar a mi madre, y el gato estaba por ahí, se subía con nosotros al apartamento y se me acostaba en la barriga mientras ponía algún partido o película en el televisor. Yo nunca había visto que un gato ronroneara, pero a mí me sonaba encima y mi madre se ponía feliz. No pensé que lo fuera a pasar tan mal, el pobre". Creo que sobra decir que el señor derramó una lágrima, y yo también. Todo por un gato callejero. Le pregunté que si la vecina ya sabía, y me dijo que le iba a contar pero sin tanto detalle, porque ella lo quería mucho.

 Tal vez el mayor problema es ese. Que no haya sido un gato anónimo sino uno conocido el que terminó así.

 Y, muchas veces, surgen preguntas. No por alimentar el horror que se repite cada que se cuenta la historia, sino por un sentido de querer conocer la verdad. Qué sucedió esa noche. Por qué no se escondió en el jardín de la vecina, si ahí sentía a salvo. De donde salió tanto perro. Y esas reconstrucciones a veces se dan por comentarios sueltos, cosas que no tienen que ver en nada con lo que se pretende averiguar. Buscar la verdad, entonces, pretende ser un elemento de cierre, de tratar de apaciguar el dolor sin forma que uno siente a pesar de que se va a lastimar mucho más el corazón si uno lo sigue atizando. Eso hace la gente. Quiere, queremos saber. Esa incertidumbre que sentimos con Alejandro (y antes con muchos otros animales) se nos iba en los tiempos en que imaginábamos si de verdad a Yeto (otro gato: el primero) lo envenenaron, o si se lo llevaron a una finca, como dijeron algunos. No sé si es por estar acostumbrado a que las historias tienen un final, pero solo el verificar el destino de alguien da cierta paz. Así el dolor de una tragedia (o de varias: vivimos en el país en el que vivimos) de duro y llene la cabeza de imágenes aterradoras, termina por dar cierto descanso. El dolor no desaparece, es solo que se siente diferente.

 Los restos de Alejandro quedaron en una caneca de la basura luego de que varios perros lo masacraran en la esquina frente a un colegio en remodelación. Llegó allí cuando en el jardín de la vecina salió alguien emputado por la bulla de los perros, y les echó agua fría con un balde. O eso dice. Una persona que pasa la mayor parte del día pegada a una botella de licor no es precisamente el más fiel de los testigos. Dijo él que trató de ahuyentar a la jauría con agua, pero fue Alejandro quien terminó por fuera del jardín. Lo más seguro es que haya pensado que la causa del ruido fuera el gato, así que lo sacó corriendo para otra parte: si ya no estaba ahí, ya no era su problema sino de otro. En esa esquina del colegio Alejandro intentó entrar por debajo de la puerta que conocía tan bien con tan mala suerte que la habían bloqueado y tapado todos los huecos con materiales de construcción. Cuando mataron a Santiago Nassar este se encontró con que la puerta de su casa tenía una tranca por dentro. A veces las cosas son así. El ruido de los perros, esa euforia sonora, duró unos 20 minutos, que corresponden no solamente a la tortura que sufrió Alejandro sino que comenzaron a correr desde el momento mismo en que los perros lo vieron.

 Eso sucedió un jueves, día en el que la gente suele sacar la basura a la calle para su posterior recolección. Desde las ocho hasta pasada la media noche, varios recicladores hurgan en las bolsas desperdicios recuperables, algo que hacen no movidos por un sentimiento de mejora del mundo, sino porque los centros de reciclaje pagan el cartón limpio, papel, cobre, y a veces aluminio, si se encuentra. Con las bolsas abiertas siempre llegan luego algunos perros, que tratan de encontrar restos más valiosos: cosas que se puedan comer.



Karim.


 Cuando Karim llegó a la casa tenía cinco semanas, más o menos. Andaba a botes y con las patas de atrás entumecidas por no saberlas usar. Tim lo miró siempre desde lejos hasta que un día lo pudo oler y ya se le hizo cada vez más cerca. Ahora duermen juntos. Mi mamá lo consiente como a cada cosa chiquita que llega a la casa, sea humano o animal. Un día me contó que estaba preocupada porque Karim hacía un ruido extraño, algo como "grgrbrbrgrbr". Le expliqué que ese sonido es natural, y que los gatos lo hacen cuando se sienten cómodos o protegidos. Mi mamá se quedó callada, y solo atinó a decir:

 -¿Cómo así, hace ese ruido porque me quiere?

Tim y Karim.