4.5.20

Dentro.




Me gusta mirar el noticiero a medio día porque de vez en cuando sale Catalina Gómez transmitiendo desde la casa y yo la siento más cerquita, pero luego en la pantalla se lee la especificación esa de “Desde el norte de Bogotá” y se me quita. Aún así me gusta verla ahí, bajo esa iluminación angustiada y el maquillaje nada profesional incapaz de ocultar las ojeras que la muestran como una nuestra, una más, lejos de la burbuja televisiva que irradia una perfección que no se puede alcanzar. A veces viste unos tristes trajes de un solo tono que se ven horribles dada la calidad de la cámara que tiene a disposición, ella de frente y el fondo con su biblioteca llena de libros y souvenires que ha recogido en sus viajes. Los primeros días enfocaba más la biblioteca, pero ahora ha logrado una armonía con la otra pared, la de la ventana con vista a la calle que habla solita de la esperanza de que mejores tiempos vendrán. Y muestra todo eso desde el encuadre en el que ella se ve poquito pero se escucha mucho, como hacen los ratones: desde un rincón de la casa.

El televisor aulla los noticieros todo el día. Un presentador en el set del canal da paso a los corresponsales que narran la vida desde sus hogares. Algunos preparan de más su estudio personal con una marca de profesionalidad: los libros estos que le sientan tan bien a Catalina, o los balones de otro al lado de su computador como símbolo de conocimiento en el área deportiva. Otros, simplemente, muestran su área de trabajo: el escritorio, con el monitor del computador que tiene mil ventanas abiertas. Los escritorios dan contra las paredes, nunca en la mitad de la sala. Lo que sí tienen en común todos estos corresponsales es que muestran desde dentro lo que hay afuera en el mundo y, aunque sin advertirlo, por más que practiquen ante el espejo y hagan mil pruebas ante la cámara, por más conscientes de su propia imagen y de la etiqueta audiovisual, muestran en sus caras un miedo absoluto porque nos estamos metiendo en sus casas, porque los tenemos en su hábitat no tan natural pero íntimo. Allá afuera son periodistas, pero dentro son anfitriones nerviosos que juegan a manejar el escenario con el poco espacio que tienen. El otro día a uno de ellos se le escapó el optimismo este de la frase “cuando todo esto pase”, como si de verdad la gente guardara las promesas. 

La casa se nos ha vuelto un reguero de sitios en los que toca compartir el aspecto laboral, educativo, y de ocio. Algo que no es novedoso, tampoco, pero todos estos espacios hacen parte de un todo del que no estábamos enterados.  Las fronteras con las que dividíamos ciertas actividades, siguiendo el dicho de cada cosa en su lugar, se han roto para siempre. Para los que pueden trabajar desde su casa las reuniones se han vuelto una maratón de productividad siempre y cuando se programen con antelación. Antes, en las oficinas, en los sitios de trabajo que nos amontonaban a todos por el capricho de no solo disponer de nuestro tiempo sino nuestra presencia, la gente acudía a uno si no lo veía embolatado. Ahora no. Ahora se asume una disponibilidad de tiempo absoluta porque nuestros cuerpos desaparecieron. Somos una marca en un calendario. Somos la ventanita esa de la reunión programada en la que a veces toca dar la cara, y en otra simplemente somos una voz etérea que habla cosas incomprensibles mientras hacemos parte de una farsa mayor: unos que hablan mierda y otros que simulan entender a la perfección. Al final del día el tinnitus desesperante se mezcla con el ruido de las noticias. Los médicos y enfermeros tienen marcas en sus caras por las mascarillas, y otros tienen las secuelas bobas de un mundo que pretende unirse a punta de palabras sin sentido.

Es que ni las casas están acostumbradas a tanto abuso. A veces se quejan porque no fueron diseñadas para tener gente dentro todo el día. Es que toda esa polución y mugre que antes uno se llevaba de paseo se acumula ya en los rincones. La huella propia en evidencia con el espacio reducido. El montoncito de ropa encima de la cama, o el reguero de cables para todo lo que necesitamos. La papelera que vive llena a pesar de vaciarla con regularidad. La inevitabilidad de una salida lleva a añorar las veces en las que uno iba a comer de manera libre e irresponsable y pagaba con dinero esa atención de los antojos, pero no tanto eso sino el librarse de responsabilidades como lo puede ser  la lavada de los platos y el estrés de la preparación de las cosas, por ejemplo, todas vainas de las que se reniegan en casa porque consumen tiempo. Y ahorita todos necesitamos tiempo. Para crecer, para aprovechar y ser algo en la vida. Es que uno tiene que salir diferente de este encierro, porque si no hizo nada entonces no era problema de tiempo sino de disciplina, dicen unos, siguiendo no una máxima personal sino una frase que se ve no desde la ventana del vecindario sino en la de la pantalla chiquita que siempre ha entregado mentiras como verdades. Aun en este ostracismo colectivo se busca un faro que le guíe la vida a uno, por la incomodidad de ser uno con uno mismo, cosa que nunca ha sido fácil. Y yo no sé cuál puede ser la falta de disciplina de alguien que, por ejemplo, trabaja todos los días en la calle desde el amanecer oscuro hasta entrada la tarde, y a duras penas tiene para pagar lo suyo y lo de los suyos. Según los cánones de la productividad las horas trabajadas se traducen en una riqueza que se tiene que mostrar, y Catalina y los otros hablan es de indicadores de pobreza, y de gente en situación de riesgo. Todo por no salir, todo por no gastar.

Los primeros días no había nadie en la calle. Ahorita es como si se pelearan por salir. No se expone uno por miedo al virus sino a la cotidianidad de antes. Las calles llenas de carros, el transporte lleno de demoras, o esas distancias que separan al uno que trabaja del que estudia o del que descansa. La quietud acaba por hacer mella en muchos hábitos. Un mes largo de cuarentena me tiene con un cansancio que nunca me dio pedaleando.

Yo no sé mucho de las cosas, pero es que desde dentro se advierte lo que hay afuera pero que no veíamos bien por andar estorbando.

25.3.20

Ventas.

 Afuera de la agencia de viajes se alcanza a escuchar a una persona alentando a otras veinte. Los gritos atraviesan el ya ruidoso ambiente del segundo piso del centro comercial. Las arengas son inteligibles, pero se capta la energía, o la intención, detrás de ellas: el espíritu de quien se atreve a conquistar el mundo, quien se reusa a aceptar un no como respuesta, de todos esos que van a lograr su objetivo sin doblegarse ante nadie: elevar la voz al punto máximo es la ofrenda necesaria para lograr un sueño. O, dado el caso, lo que se necesita para concretar una venta.

 De la sala de juntas sale Gabriela, una joven de cejas gruesas que no tienen la misma longitud. Su cabello perfectamente planchado, y de un negro intenso, complementa de una manera tan poco natural su cara que termina por parecerse a la instructora del gimnasio al que voy de vez en cuando. Gabriela y la instructora tienen eso en común: tal vez quieren parecerse a alguien más, perdidas en ese ritual de afinar su apariencia para terminar aparentando ser otra persona, alguien con quien pueden tener nada en común. Gabriela saluda con un apretón de manos fuerte, seguro, y no rompe el contacto visual. Tiene los ojos amarillos, o su blanco de los ojos es amarillo, a manera de un síntoma hepático, y es algo que rompe la ilusión que el maquillaje trata de encarnar. Se presenta. Pide mis datos más básicos: nombre, apellido, edad, hijos. Respondo sin titubear, porque es información desprovista de cualquier tipo de historia: soy adulto, soltero, sin hijos. Gabriela trata de romper el hielo: ¿entonces tú eres el virgen de los cuarenta años?

 Por mi cabeza pasan posibles respuestas. La más básica tiene que ver con eso de que un encuentro sexual no garantiza un embarazo, pero luego confundo todo con esa otra máxima que dice que ya no hay castos sino gente sin hijos. No me río, ni nada por el estilo, y Gabriela se envuelve toda en una carcajada que suena hueca de lo fuerte, con todo el cuerpo empeñado en ese gesto. Pero la entiendo: es su trabajo. Tal vez ella no sea de esta manera, y esta representación de vendedora segura es un papel que tiene que asumir por alguna cuestión de la vida, y su siguiente movimiento parece confirmar esa sospecha: me toma del antebrazo, sin romper la mirada, y habla de mi sueño. Mi sueño es viajar, asegura de una manera tan natural que pareciera estar dictando una profecía. Mi sueño es viajar.

 Mi sueño, y el de todos los que estamos en este lugar, en la agencia de viajes. Los compañeros de Gabriela replican sus mañas, aunque no todos al mismo tiempo. El discurso sí es igual. Los que asistimos a ese lugar vamos en la búsqueda de ese elixir mágico que nos hará cambiar la vida. Pronto seremos ese tipo de personas que no pararán de hablar de sus recorridos en otros lugares, mostrando fotos de sitios que probablemente jamás volvamos a ver. Pero es nuestro sueño, algo que nos cambiará la vida. Y Gabriela está aquí para ayudarme con preguntas del tipo hace cuánto no salgo de viaje, o si conozco otro país. Todos los que estamos aquí asociamos las vacaciones con algún tipo de aventuras en otro lugar, en las mejores condiciones que la menor cantidad de dinero pueda asegurar. 

 Gabriela, ante mi recelo, comienza a hablar de su vida. Vive en el Ferrol, un barrio que queda cerca de mi casa. Hablamos de las avenidas, los trancones, el clima, de todo lo bonito que tiene un sábado en la tarde para estar perdiéndolo en un centro comercial hablando en una agencia de viajes. No se quita su sonrisa para nada, pero mi aburrimiento es impenetrable, y lo toma como algo personal. No sabe qué hacer cuando le respondo que estoy allí por pura curiosidad, sin ánimos de concretar nada. Su mirada trata de rodearme, pero me muestro sincero. Solo quiero saber qué ofrecen allí. Por qué regalan pases de cortesía en el Eje Cafetero así cómo así. Ahora sus preguntas se enfocan en su atención y en la manera en que me presenta la información, como si mi desinterés fuera estrictamente su culpa. Me pide sinceridad.

 Gabriela tiene un saco ocre, de lana. Tiene las manos gordas, pero los dedos delgados, porque son largos. Y tiene las uñas pintadas de afán, aunque no le señalo eso. También tiene un pantalón de licra, negro, que no revela nada, pero que tampoco le queda mal. La miro a los ojos de la misma manera, para corresponderle. Con palabras torpes, pero honestas, le digo que no me gustó el chiste del virgen, sin atreverme a exhibir mi historial, y que entiendo que hace ese tipo de cosas sin ninguna mala intención, solo para generar empatía. Pero que, a veces, no todos lo podemos tomar bien. De hecho, no lo tomé a mal: me pareció exagerado. El mentón de Gabriela comienza a temblar en la misma frecuencia en la que caemos todos cuando se nos rompe algo por dentro. Una lágrima, larga, le recorre el rostro, que justo ahora deja ver su forma alargada. Le pido perdón, porque no es mi intención hacerle daño. Dice que no es culpa mía. Que no puede más. Que, a pesar de todo, no puede con lo que le pasa, que no sé qué es. Trato de ver una excusa en eso, pero el esmalte en sus uñas me cuenta otra historia. Algo le sucedió en casa, allá en el Ferrol, dice. Y que se sumó todo.

 Así, derrotada, me regala media sonrisa. No baja la cabeza, pero su pecho está a punto de estallar. Le digo que respire, que no pasa nada. Que a veces es así. Insisto en pedir perdón, o excusas, porque los nervios me dominan, y ella dice que tranquilo, ambos en una zozobra compartida que no alcanza para dar un consuelo ajeno. Respire, le repito. Uno a veces no puede con todo. Si quiere me quedo en silencio para que se recomponga, que no tiene que decir nada. Trata de completar la sonrisa, y me dice que ha sido muy duro. Imagino que sí. Que, lo que sea, ha sido muy duro. Que no tiene que ser igual a lo mío, a lo de nadie, que es suyo y que es muy duro. Pero que no importa. Que a uno lo ven como un engranaje chiquito en una máquina muy grande pero que uno es más que eso, y uno a veces tiene que parar y sentir y mandar todo a la mierda, y otra lágrima más larga que la anterior se precipita por sus mejillas casi que huyendo de todo este desastre que somos en este momento. Asiente con la cabeza, la mirada al piso. Lo que no entiende, me dice, en un tono nada convencional, como si estuviera naciendo de nuevo, es por qué no quiero adquirir ningún paquete. Le respondo que estoy ahí por pura curiosidad. No por bonos, ni referidos, ni porque quiera ir de viaje a ningún lado. Que mi sueño es otro. Su rostro se sale de todos los patrones que le han enseñado en su entrenamiento, libre de ese dolor al que sucumbió de forma momentánea. Gabriela tiene la nariz colorada, y el cabello comienza a romper las formas perfectas que tenía minutos antes. Frunce el ceño, y sus cejas parecen normales.