La última vez que vi el atardecer desde un último piso de algo fue en la Universidad de la Salle, cuando en ese tiempo la sala de computación quedaba allá arriba por los lados de la biblioteca. Eran más o menos las seis pasadas, y me senté con alguna de las novias que tuve en ese momento, con algunos otros compañeros más, en las escaleras, mirando al occidente de la ciudad. El sol parecía fundirse a lo lejos, deshaciéndose detrás de los conjuntos de edificios, casas, o simplemente sitios de interés demarcados por las líneas irregulares que son las calles de la ciudad. Lo recuerdo casi como si fuera una película, una escena retrospectiva sin voces y sin un transcurrir del tiempo definido, una imagen congelada, toda saturada de naranja. Hoy fue así, aunque la exposición al atardecer fue por el lado contrario, viendo al oriente, con la inmensa ventana del salón atestiguando cómo entraba la oscuridad al final del día, algo casi imperceptible, sentir que se tiñe de oscuro el pedacito de cielo que hay al alcance, una sensación parecida a la de resistirse al sueño para luego resultar vencido, algo que no se sabe a ciencia cierta cómo sucede, salvo al notar el inminente resultado: anocheció mientras vigilaba, y aún así no me di cuenta.
Hoy tenemos cálculo y no recuerdo nada. Hace un año vimos derivadas y, con el trajín de todo, las excusas de siempre, dejé todo tal cual, sin volver a practicar. En algún lugar debe estar el cuaderno donde constan las horas de sueño robadas por el estudio, el esfuerzo dado para alcanzar una meta pequeña, muestra de un descuido o conformismo con el mínimo esperado por el programa que nos fue entregado. Tengo en la maleta un bloc amarillo que va a ser de uso exclusivo para esta materia. El portaminas sigue dañado, pero insisto con él porque de alguna manera prefiero no cambiar esa herramienta cada semestre, como si encapsulara todo el conocimiento que algún día dominé, así fuera el suficiente, apenas, para aprobar un examen. La profe llega. Es bonita. Es bonita porque tiene, físicamente, todo lo que me gusta en una mujer. La cara alargada, casi que fina, con ojos grandes y los labios apretados pero no involuntariamente, no es como si estuviera posando eternamente para una selfie, algo que, viéndola, entiendo inmediatamente: se utiliza el gesto como un recurso para adelgazar forzosamente la figura, aunque haya quien no lo necesite, como en este caso. El cabello, lacio, le llega al pecho, que no es muy grande. El tronco es delgado, lo que acentúa las caderas y las piernas, largas, a pesar de que no es tan alta. Es joven, siendo esto una observación muy obvia: ya todo el mundo es joven, menos yo. Lleva unos anteojos de color morado, con lentes que se oscurecen dependiendo de la cantidad de luz que haya en el lugar. Tal vez nunca experimente qué se siente usar unas gafas así. Tiene unos jeans azul oscuro, una blusa blanca, y en su escritorio hay un libro de cálculo que nos recomienda. No sabe qué edición es, pero luego de buscar un poco por internet doy con que es la tercera. De la silla cuelga un casco de bicicleta en otro tono de azul, que me atrevería a señalar como turquesa, un tono muy similar a la bicicleta que usa, todos los días, para ir acompañada con su novio, a quién llama al terminar la clase para que la recoja, una sutil invitación para andar juntos el corto trayecto que los separa de su hogar. Mientras habla se mueve con una facilidad que me hace latir la parte de la espalda que tengo destrozada. Luego de la presentación, de los comentarios para romper la tensión con los estudiantes (la mitad del salón parece ser mayor que ella), de escribir con letra perfecta turnando cuatro marcadores de diferente color en el tablero, me doy cuenta de que tiene los dedos largos, flacos, las manos marcadas por tendones, y de que casi no respira.
Se esfuerza para llenar el lugar de energía. De establecer una conexión con todos recalcando cierta autoridad. Después de treinta minutos de minucias, reglas, concesiones y consejos, nos habla de su perfil académico, lo que resulta mucho más atractivo. De lo que supongo es un gran acto de bondad al ofrecerse como voluntaria en un pueblo del Putumayo, dos o tres veces al mes, dictando clases a quien no puede darse el lujo de estudiar, y menos, a quien renuncia a hacerlo simplemente por su propia voluntad. La ventana indica que ya está casi todo oscuro allá afuera, pero también muestra los reflejos de todos centrándose en ella, mientras explica que los teoremas son propuestas matemáticas que se pueden demostrar y comenta que integrar es el proceso recíproco de derivar. Llena el tablero de signos: una función f(x) es una antiderivada si F'(x) es igual a f(x). En una de las hojas repito varias veces equis y el símbolo ∫, que no se cansa en salir como una larga ese, o una serpiente reptando desde el portaminas hasta el papel en una figura caprichosa y diferente a la que quiero imprimir. Repito tantas veces como puedo en planas tardías, un afán perfeccionista que nace no por impresionar a nadie sino por el terror que resulta mi propia caligrafía. Algo parecido a lo que siento cuando acerco un dedo a la boca para destrozarme una uña, la promesa que nace incumplida mil veces, pero que se repite con cada acto. Borro las equis ya escritas para repetirlas menos rectas, menos planas, queriendo dejarles algo de carácter. Me esfuerzo en la repetición esperando que surta efecto. Me pierdo en detalles, tanto de la hoja amarilla llena de trazos como de la piel que muestra la profe cuando se estira para escribir en la parte superior del tablero, un recorte de abdomen que se escapa de las costuras del jean: un poquito de blanco que se asoma tímido, robando la atención del estelar cúbito que sobresale al torcer la mano. Cada que se acerca donde me siento remueve algo en el ambiente y recuerdo a la novia de la Salle con la que seguramente vi el atardecer en las escaleras. El olor ligeramente azufrado de su cabello cuando se lo pintaba de rojo. Ella sonreía ante la exageración de mis descripciones con los mismos gestos que la profe cuando le digo algo tan tonto que no vale la pena recordar, las dos con una disposición de los dientes con los mismos accidentes, los colmillos abultados de igual manera, aunque la profe tiene los ojos de un azul tan raro que no podría describir ni perdiéndome en ellos. Los segundos ojos más bonitos del mundo, que no resulta poco. Los ojos de L. eran más grandes, de color café, igual a los míos, como los de un perrito, pero los evoco en un pasado cuando eran un poco más brillantes a lo que seguramente deben lucir ahora. Imagino los ojos zafirados de la profe hace unos años, un poco más inocentes del mundo, con la esclerótica blanca o menos roja por el cansancio. Aparte de las gafas, adorna la mirada con una serie de telarañas en la piel que va demoliendo la primera impresión que me causó, mostrando su mortalidad logrando que piense en la mía propia, en la molesta resequedad en mi cara luego de tanta excursión bajo las inclemencias del sol de hace una semana: la piel hecha cenizas brotando de mis mejillas, volando en picada en antojos suicidas, algo que pienso, o insisto, heredan de mí y no al contrario. Con la cercanía siento los imperceptibles surcos que hay en su frente, la cicatriz en la parte superior izquierda de su cara, que debe esconder una historia que quiero escuchar, el rubor que utiliza en sus pómulos y cómo a contraluz evidencia un ligero toque de vanidad tratando de ocultar otras imperfecciones que igual no vale la pena esconder, huellas de sonrisas y gestos repetidos que se logran al estar vivo y acumular sensaciones, ese tipo de cosas que surgen como antídoto luego de pasar por algunas certeras y fuertes malas experiencias. Tan de cerca parece otra persona, pero no mucho menos impactante. Definitivamente huele a lo mismo que L. Tal vez no se trata de su aspecto, sino de la forma en que se parece a ella, en que la evoca. En que despierta ese amor escondido que siempre le guardé. No es culpa de la profe, ni de los doscientos diez escalones, ni del azufre, ni de la imagen del atardecer en la escalera, hace años, cuando imaginaba un futuro muy diferente al que resultó siendo cierto, que mi corazón se sienta por encima de las constantes y recientes quejas de mi cuerpo.