Cuando uno está en la labor de parar una herida
que sangra mucho todo parece ir más lento. Es decir, todo lo que está
afuera del contexto de la herida, porque nada parece mucho más
importante. Caminar una cuadra con el perro bajo el brazo y con la mano
menos hábil tapando el rostro para, primero, cubrir la herida y,
segundo, ocultar la vergüenza, es complicado. En el camino que va del
parque a mi casa dos personas preguntan que qué paso. A veces, a pesar
de las evidencias con las que se encuentra uno en un accidente es muy
difícil poder armar una historia coherente. Entonces llegan las
hipótesis, luego los testimonios de quien efectivamente vio lo que pasó.
La respuesta podría llegar sola, claro, si no fuera tan confuso todo:
un perro me mordió. Me mordió la boca. No un perro cualquiera, no: el
perro mío, en el labio inferior. Y se colgó. Y duele.
En el
instante no duele tanto. La humedad en los ojos corresponde a otras
cosas. Que haya sido mi propio perro, luego de que tratara de separarlo
de otro, al comienzo de una pelea. De que quería protegerlo exponiéndome a mí. De que por tratar de cerrar el paso
me haya resbalado para ir a dar justo encima de él. Que se asustó y se colgó del labio,
me soltó y sentí un calor que me bajaba por el mentón. Utilicé la
mano para tantear y sentí húmedo el contacto. La mancha roja confirmando
todo. El piso que se pinta con uno. El perro que se queda callado, quieto, como en otro lado. Mis
propios pasos con forma urgente. Luego la espera en el salón de
urgencias, con la ropa vuelta nada. La advertencia de una cirugía que no
se va a realizar porque, verá, no es tan grave, pero luego viene una
semana de incapacidad. Y medicamentos. Cuidar la herida. Reposo. Que no
le de el sol. Que no le de la lluvia. Que no salga, no por el clima,
sino por la ciudad. Llega la convalecencia. Y el dolor. Un dolor sordo
que se hace presente cada que veo la herida en el espejo. No siento el
pedazo hinchado y de otro color que está en mi boca, pero lo veo allí,
formando parte de mi cara. Procuro que no se estire, y procedo a
limpiarlo cada cuatro horas, siguiendo las recomendaciones del médico
que me atendió.
En la comisura del labio me tuvieron que poner un
punto, con el hilo más delgado que había. Lo iba a acompañar otro punto,
en la parte más abierta de la herida, pero no se pudo, por su tamaño.
Tengo tres cicatrices en la mano derecha, justamente por lo mismo, aunque debido a otro perro. Ahora
tengo dos más, en el labio inferior. Alcanzaron a ponerme
ese segundo punto, pero me llenó media cara de sangre, y el resultado
fue espantoso: me iba a quedar la boca pixelada. Es raro que uno se
sienta así, como una cosa que chuzan, a la que le meten hilo, para
luego
tratar de juntar dos pliegues de uno. Producto
de todo ese maltrato le queda a uno el dolor que no deja dormir. Llega
uno a pensar que no es alguien sino una cosa que hay que arreglar.
Fueron veintiún días en los que no me rasuré. Un intento de
bigote se asomó en la parte superior de la boca, y en el mentón una
cantidad un poco más espesa de pelo empezó a cubrir la piel. Observé
cómo hay partes en mi rostro que no se cubren con vello, formando
parches irregulares en diferentes sectores, para nada simétricos. A los
catorce días tres personas comentaron sobre el nuevo estilo,
recomendando el uso de esa sombra que no terminaba de salir. Esas tres
personas fueron mujeres, a las que se sumaron, después, otras dos.
Calculé con curiosidad cuánto tiempo he perdido en todas las veces en
las que me he afeitado, simplemente para lucir, o sentirme, más
presentable, aunque al final no sirvió para nada. Tampoco es muy
halagador el pensamiento ese fundado en el terror de confirmar lo que
uno siempre ha temido: tal vez la mejor forma de verse es mostrar menos
lo que es uno. Imposible cubrir la herida con bigotes, y también
imposible mantener las expectativas de quienes dijeron tantas cosas
bonitas por algo tan novedoso como la promesa de que me puede salir, tal
vez, una barba.
El domingo me afeité. Pasé la cuchilla con
mucho cuidado, porque ando estrenando un relieve en la boca. Esta semana
ya no parece un pliegue blanco, pero sí es una línea roja, casi
como si el labio estuviera llorando. Frente al espejo ensayo gestos para
comprobar el alcance del daño, ahora que la herida ha sanado. A veces
pica, cuando no estoy mirando. A veces no siento nada.