Esto supuestamente es un cuento que envié a una convocatoria y, pues, no salió favorecido. Como no sé qué hacer con él, lo subo aquí.
***
- Voy llegando. Estoy a unas poquitas cuadras.
La mecánica de la mentira es casi siempre la misma: decir que se está
más cerca de lo que es en realidad. Todos lo hemos hecho. Contestar la llamada,
decir cualquier cosa descarada, contar con el silencio de esa persona que
escucha una conversación ajena. No hay nadie más cómplice en toda Bogotá que quién oye
mentir a otro sobre su ubicación. A eso hemos llegado. Y es entendible. Se trata de ser
solidarios con esa persona a la que escuchamos y, a la vez, esperar de los
demás la misma cortesía que da la invención de una realidad alterna para
nuestro interlocutor. “Voy llegando” es solo una ficción que todos creemos y
que al mismo tiempo va agotando la paciencia con los minutos que separan a las
partes; tiempo que pasa sin descontar kilómetros. En algunas
películas se acostumbra mostrar el avance de un lado al otro mientras las luces
de un auto viejo devoran el pavimento, la animación de la carretera que delata su
imperfección bajo las llantas que no terminan de girar y un movimiento continuo
y casi perpetuo para retratar esa ilusión migratoria que es el tránsito de un
lugar al otro.
Aquí, esperando, sopesando la realidad con las imágenes que tengo en la
cabeza, me doy cuenta que todo esto es otra gran mentira. La realidad no se
parece mucho a esos montajes tan repetidos y elaborados: frente a mí una
sucesión de vehículos, grandes, pequeños, repletos de gente, aceleran y frenan
casi al mismo tiempo manteniendo una velocidad ridícula y un orden uniforme en
la avenida donde espero que, algún día, ella aparezca. En medio del caos este
tumulto de máquinas es un paisaje ruidoso y deforme al que por desgracia ya se
han acostumbrado mis ojos, como a quién vive en la penumbra y acepta la
oscuridad como un escenario permanente.
Llevo esperando cerca de veinte minutos. Al
llegar el cielo se mostraba más auténtico que nunca. Varias nubes separadas por
un orden especial, ayudaban a hacer la transición entre el toque naranja
intenso y el azul suave que se da de vez en cuando cerca de las montañas, las
mismas que se ven lejanas al occidente. Ahora las nubes grises, que parecen una
sola, se van dispersando con cierta regularidad como huellas en una playa de
varios tonos: a la derecha, abarcan el panorama; a la izquierda, desde los cerros
occidentales, desaparecen tras lo que desde acá imagino es una tormenta. La ventaja de vivir
aquí es que, de no estar conforme con el clima, siempre se puede caminar diez
cuadras más para encontrar uno diferente.
“Se volvió a parar esto. Hay un accidente. No sé qué tanto me demore”,
dice un mensaje de texto que leo en mi celular. Ya no es la voz la que me
cuenta los inconvenientes, sino unas cuantas palabras que por cortesía o por
temor no invitan a una respuesta.
Lo primero que supe de Lucía es que le gustaba mucho la salsa. Poco después,
que era conocida de la novia de Rubén, gran amigo de antes con el que había
dejado de hablar pero que volví a contactar por Internet. Veía que cuando él
compartía alguna canción de Pete El Conde Rodríguez ella escribía sobre las
muchas ganas de bailar esa canción como si se le fuera la vida ahí mismo. Más
tarde, al investigar un poco más sobre lo que ella dejaba averiguar en
Facebook, decidí agregarla como amiga. No la conocía. La solicitud
duró pendiente tres días, pero la aceptó. Pude intuir por sus fotos cómo podía ser
esa mujer que se decantaba por tal tipo de música sin dejar ahondar mucho más de
su personalidad; aquella que por entonces me parecía un pequeño trazo de algo
que sospeché era mucho más complejo. Lucía tenía una sonrisa impecable, las
cejas anchas, la nariz grande y unos ojos cafés que parecían pequeños; los
labios delgados acompañaban siempre un gesto ambiguo que tardé en descifrar: no
podía aparentar seriedad cuando estaba contenta, como si emanara de sí una
energía que irradiaba todos los lugares en los que aparecía.
Luego de unas semanas de pensarlo la saludé en el chat y un extraño
duelo surgió de la nada: nos pasábamos una canción tras otra lo que no daba
espacio para conocernos mejor hasta que un día solo quería hablar y lo hicimos
revestidos del velo del anonimato, el que da confiar en la persona de la que no
se sabe nada, en igualdad de condiciones. Esa noche, tarde en la madrugada, me
confesó que su primer nombre era Ana.
A veces las cosas suceden por sí solas, sin quererlas, y sorprenden con
la fuerza de quien da un golpe de pleno en el estómago y saca el aire al mismo
tiempo que dan ganas de toser; la imposibilidad de respirar multiplicada por
dos, como estar ahogándose no en agua sino en una parte del cielo. Así pasó con
ella, por eso la espero, por eso llevo ya treinta minutos parado aquí con cara
de aburrido en armonía con estas personas que esperan su transporte.
Era una noche ya lejana cuando nos vimos en persona por primera vez. Se asomaba
en sus ojos una timidez extraña y llamativa, tanto que no me dejó admirar su
cabello negro intenso en todo su esplendor. Nos conocíamos, sabíamos de
nosotros cosas que antes habíamos regalado al otro por partes, por cuotas:
primero indicios de la vida y aspectos de la personalidad; luego, imágenes
inanimadas seguidas de letras. Un rato más tarde voces. Por último noches
hablando de nada en particular en el tortuoso acto de hacerse compañía desde
una soledad alimentada por la luz que emite el monitor del computador, o el
calor que puede generar inexplicablemente el auricular del teléfono. Es extraño
constatar que la persona ya antes conocida, al verla en primer plano, al
tenerla cerca, existe. Un empaque incómodo que oculta secretos que ya se saben,
pero que regala detalles inimaginables: posiciones de las manos, miradas,
comportamientos, el lenguaje corporal que es menos torpe y calculador que lo
que se quiere realmente admitir. Era, después de todo, una mujer cualquiera,
una de tantas con rasgos particulares y con la ventaja de haber franqueado
sutilezas tales como su nombre, su vida y un poco de su intimidad. Tenía su
número de teléfono no sin antes saber muchas cosas de ella -todo al revés- para
luego reunir fuerzas e invitarla a salir, dejar el caparazón y mostrar características
que no se pueden controlar, un ambiente volátil en dónde hay igualdad de
condiciones. “Hola, te reconozco por la voz” dijo sin confiar bien en todo lo
demás, en las consideraciones físicas que revelan una verdad y al tiempo tienen
algo de engaño. Una cosa es percibir a la gente, otra es conocerla. Caminamos
de noche por el centro de Bogotá bajo la mirada insólita de los transeúntes que
se sorprendían con mi acompañante, pero más con su pelo que parecía tener vida
propia: un gran mechón oscuro que danzaba como fuego y que con cada paso latía
y desafiaba al viento que nos llegaba por el lado al tiempo que prolongábamos
conversaciones a medio hacer para encontrar en el otro la persona que nos hace
confiar para hablar, ese cómplice que está estrenando una apariencia
desconocida. Llegó entonces la indecisión de escoger un lugar para tomar
cualquier cosa, por lo que terminamos entrando a dos. Entre tanto, las palabras
iban y venían en medios diferentes: pasar de escribir a verse y ahora
encontrarse; la gran ironía de la tecnología: mostrar la esencia a personas que
no se dejan ver y que hacen dudar de su existencia, una omnipresencia que vale
menos que una fragancia o un roce de la piel. Por último vino la despedida: el abrazo que
se prometió para una siguiente oportunidad, manifiesto de las barreras físicas
por librar mientras cada uno seguía en sus deberes después de agradecer el
salir de la rutina.
Recuerdo que cuando se montó al taxi todo regresó a mis
sentidos, de inmediato: el centro de la ciudad que nunca deja de apestar a
orines, los vehículos que pitan salvajemente como si con eso se solucionara en
algo su estancamiento, la gente que camina deprisa para ir de un lugar al otro,
los edificios que observan la ciudad desde lejos, desde arriba, imponentes,
bajo un cielo negro que no parece ser el mismo de toda la ciudad sino uno local
y tétrico que amenaza con violencia descargarse en mí, el paraguas que no tengo
y la forma de llover. Recuerdo bien esa vez. Fue un miércoles.
Al pasar del primer encuentro, siempre accidental, todo se va volviendo
más premeditado, como en este momento, y se sabe bien que solo hace falta
planear las cosas para que salgan mal. Llevo una hora esperando. Se oscureció
todo. A mi lado una señora que ha intentado parar ya cuatro veces la ruta que
la deja cerca de su hogar, pierde la fe con cada vehículo que pasa, una derrota
que va acumulando poco a poco y que, sin embargo, resiste en un estoicismo
práctico: maldice con la mano, pero también mira el piso para poder escupir la rabia. Dos minutos han
pasado desde que la
observo. Sesenta y dos desde la cita incumplida. Cuarenta y
dos desde la última llamada. Treinta y dos desde el más reciente mensaje; un
reloj de arena al que darle vuelta no es necesario y cuyo contenido son los
segundos perdidos de pie en el paradero mientras esperamos, cada uno, una
salvación efímera. La paciencia se fortifica hasta un punto en el que no puede
ser más dura que sí misma y termina cediendo ante su propio peso. Luego, con
ese derrumbe, viene el fracaso colectivo y el grupo que se encuentra en este
paradero va perdiendo la
esperanza. Ya una pareja camina al centro comercial más
cercano; un joven de traje cruza la avenida para buscar un taxi. Nos
fragmentamos, solamente quedamos dos personas de las que recuerdo cuando
levanté la cabeza al horizonte mientras quería adivinar si era ese el vehículo
que me sacaría de este atasco. Nos miramos mutuamente para buscar miradas de
consuelo, pero solo encontramos motivos para escapar. Ya no va a llegar. La
esperé lo suficiente, espero que me comprenda. Setenta y un minutos. Hace frío.
Llueve. Pienso en ella, en las razones que no me quiere dar. No llamaré: la
explicación debe darse, no pedirse.
Ahora me quedaré sin verla, sin vivir el certero fenómeno de las cosas
que suceden cuando estamos juntos. No podré volver a sentir que Ana es delgada
y no pesa; por el contrario: eleva. Me di cuenta cuando la abracé por primera
vez, anoche. Sucedió en un bar cuya gran característica fue darnos posada para lo
que terminamos haciendo, la intimidad conjugada de formas inusuales luego de un
par de cervezas, muchas anécdotas, y la música adecuada para contagiarse de
cierto ritmo, uno perfecto, lento, sutil. Le confesé que no sabía bailar,
apurado, recordando el detalle que terminó dándome una razón para conocerla. No
respondió nada, simplemente me llevó de una mano hasta un lugar apartado y
luego me dijo que siguiera sus pasos. Entonces se aferró a mí. “No importa”, fue
lo único que susurró. Estuvimos parados en ese lugar, moviéndonos lo que duró
la canción mientras flotamos en un lugar sin especificar y de maneras difíciles
de explicar; la conciencia de mi cuerpo extraviada, un organismo, el mío, sincronizado
con el suyo. Luego nos sentamos un rato más, pagamos, y nos fuimos. La acompañé
hasta su casa, un premio de consolación tonto. La despedida vino con lo que fue
la promesa de algo más. “Te quiero”, soltó sin reparo; “veámonos mañana”,
completó antes de desaparecer tras la puerta mientras se la tragaba una clase
de oscuridad nunca antes vista.
Hoy lunes todo es tan distinto. El mundo conocido se dividió en otros
más pequeños, facetas que no son más que el fraccionamiento de un entero. Y
ahora, mientras pienso en que finalmente ella no va a llegar, observo el entorno
estéril en el que me muevo, los grandes edificios que, todos a la misma hora,
al unísono, dejan salir de sus entrañas cientos de personas para que vayan a
las avenidas y puedan así aventurarse en lo que ahora es movilizarse por la ciudad. Sigue apareciendo
gente de una nada aparente. La calle se alimenta, veo como se llena el paradero en el que me encuentro con
más individuos que finalmente tienen que esperar, pacientes, el bus que los
llevará a otro destino. Tal vez el bus en el que ella no aparece, el desespero
compartido de quien quiere irse y del que no puede llegar. Sigo viendo una gran
muchedumbre salir de las fachadas salpicar la calle como una creciente mancha y
considero que es menos complicado el transito vertical en un edificio. Bogotá,
a la larga, es un gran rascacielos que atraviesan a duras penas dos ascensores.
Ochenta minutos.
Las luces amarillas de las bestias metálicas que surcan por la avenida hacen
que nuestras sombras se proyecten a lo lejos, primero, y luego cerca de donde
estamos en un chiste cruel del destino que nos recuerda que esas pobres
proyecciones siguen nuestros pasos sin poder llegar más lejos. Ochenta y uno.
Guardo el celular en la
chaqueta. Camino sin saber para donde, sin rumbo. Paso la
calle que me separa del punto de encuentro. Suena el teléfono. Un mensaje de
texto: “Creo que me pasé. Espérame”