22.5.12

Terminales

Lorena me había invitado a almorzar ese viernes. Se iba para la finca de sus abuelos por unos quince días, y yo trabajaba en un lugar cercano al terminal de transporte. Le comuniqué a mi jefe que esa tarde me demoraba tal vez una hora más por esa razón, a lo que respondió "procure almorzar que no todo en la vida es darle a eso". Ese día nos encontramos en la entrada marcada con el número tres, y llegó diez minutos después de lo previsto. Nos dimos un beso y un abrazo. Un beso corto, el roce en los labios con la humedad exacta que nos complementaba, a veces, y el abrazo largo y cálido que ella me enseñó a dar. Nos tomamos de la mano y buscamos un sitio para comer en el segundo piso, un restaurante grande con mesas y sillas de madera oscura por lo viejos y grandes por lo anticuados. En el televisor anunciaban la muerte de Marlon Brando, al que yo admiraba un poco menos que ahora y Lorena conocía un poco por un par de películas que había visto conmigo. Nos quedamos callados escuchando la infinidad de notas curiosas acerca de su vida, y luego terminamos de comer al finalizar el noticiero. Me dio dos fotos esa vez, en una salía ella con un vestido de baño de una sola pieza, amarillo, que resaltaba de una manera muy rara con su piel blanca; en la otra estaba sentada en una banca de piedra en un pueblo, tenía un vestido de flores rojo con blanco, mirando fijamente a la cámara, intimidando al fotógrafo. Luego de pagar fuimos a la salita de espera donde una pared transparente nos separaba de los buses, la flota, y nos quedamos en unas sillas mientras anunciaban la partida. Compré una coca cola y una botella de agua, le di a escoger sabiendo que iba a elegir el agua, siempre. Luego el llamado. Nos paramos. El abrazo largo y sincero, los mejores deseos para su viaje y la promesa de fotos, llamadas, y el pretender cumplir que se va a extrañar al otro durante el trayecto, la estadía, la vuelta, tratar de pensar que el mundo no se va a acabar con esa ausencia prolongada, un corto adiós para una despedida tan larga. Te quiero, me dijo soltando mi mano. La vi subir al bus que iba a presentar una película terrible y les iba a dar varios sustos a los pasajeros esa tarde. A veces el dramatismo de la separación pierde el sentido luego del contacto al llegar al lugar esperado: nunca pensé que Lorena fuera a ver, completa, Doble Impacto en el expreso que tercamente la alejaba de mí pero la acercaba a su familia; ella jamás pensó que me había ido a comer una dona con la coca cola.

***

 Carolina desbarata un sándwich con las manos mientras la observo curioso. El pan a un lado, los quesos al otro. Luego las carnes. Va reorganizando el producto final a sus componentes más básicos. Luego de eso se come cosa por cosa empezando por lo que menos le gusta. Entre bocados me mira y yo tomo coca cola, sin decir nada. En la mesa que está detrás de ella una pareja sostiene, enérgica, una conversación que lleva horas. Bajan de un bus que viene de otra ciudad para sentarse en la mesa y continuar hablando, el arte de no poderse callar. El tipo, joven, blanco, con el cabello demasiado corto y una mirada de desesperación insiste en su punto mientras que su acompañante deja todo y se va al baño. Las manos a la cara, el suspiro de frustración, la batalla que insiste en continuar si quiere seguir teniendo la razón. Carolina tiene ojos pequeños, pómulos salidos, el cabello corto, de niño, aclara cuando trata de hablar sobre el tema. Hago preguntas para tratar de continuar en un diálogo que no necesita de palabras. Es grande. Se lo digo. Quiere que le explique a qué me refiero con eso. Vienen imágenes a mí, la confusión de querer decir que grandeza no implica estatura ni se puede medir con tallas, o medidas. Es grande, le digo. Pienso que parece una montaña pero no se lo digo por temor a represalias. Tiene mi misma estatura, una espalda ancha, las curvas de su cuerpo que se insinúan salvajes bajo la ropa que lleva holgada. Es grande, todo en ella es grande, menos sus ojos, su boca, sus dientes. Ahora despedaza el queso con el pulgar y el indice de la mano derecha. Lo lleva a la boca. En la mesa a mi izquierda una familia, tres generaciones, ocho personas, comparten fotografías de lo que sucedió apenas unas horas atrás, no dejan que el recuerdo del tiempo juntos se acomode para hablar del asunto como si hubiera pasado años y estuvieran rememorando un pasado lejano y feliz, no salen de su asombro al no creer, tal vez, que esos en las fotos sean ellos mismos y necesitan socializarlas entre sí para darle algún sentido, para creerlo. Vuelvo la atención a mi mesa, en su plato todo es un desorden premeditado que va desapareciendo con un ritmo sospechoso, lo que menos le gusta se va rápido, lo que le encanta ya más lento, disfrutando cada mordisco. Algo golpea en mi pierna. Una tapa de coca cola no retornable. Alguien la ha pateado desde la entrada de la cafetería, a unos diez metros de distancia de donde me encuentro, para llegar sin contratiempos a mi zapato derecho. Busco al culpable pero no lo encuentro. La suerte a veces es así. Carolina acaba de comer y yo tambaleo en mi esfuerzo, ya no puedo más. No quiero. Como de a pocos para matar el tiempo. Estamos a una hora de la despedida en ese abrazo largo, otro, luego de tantos años, despedidas de algo físico que va a esconder la distancia por días o meses. No soy bueno para despedirme, ni para expresarme. Le digo dos o tres cosas, casi sin emoción, el resultado de tanto tiempo de purgas de sentimientos que van quebrando el espíritu. Estamos a una hora de ese abrazo que va a resaltar un poco entre tantos otros abrazos que se da la gente en la sala de espera, entre besos frustrados de algunos y el silencio de otros, el tiquete que piden para ingresar a los buses y la idea tonta de que puede ser más dramática una despedida en un aeropuerto. Llevo bastante pensando en eso, en la angustia del que se va porque siempre soy el que se queda.