Mi madre siempre ha sido de un temperamento bastante fuerte. Hay fotos, todavía, en las que se encontraban conmigo en un lote cerca a la casa, donde ahora hay una iglesia famosa con un cura ridículo. Yo era el menor de todos, encajando unos cuantos meses apenas. En ese entonces hacía bastante frío, el cielo se presentaba en un gris que no suele repetirse. Yo usaba prendas de color rojo, un tono que jamás volví a usar. El coche detrás, yo en el pasto, ella con su sonrisa a medias porque no le gustaba o se sentía incómoda, no lo sé. Sus gestos iban desde fruncir el ceño hasta la carcajada escandalosa sin pasar por ahí, como si se le dificultara en el rostro expresar un sentimiento que no pudiera definir. Mi padre usaba una camiseta color verde con franjas negras. Era moreno, crespo, con una mirada que cargo sin saber si debo lucir orgulloso. Mientras ella trataba de sonreír para la cámara yo simplemente hacía un gesto de amargado. Supongo que no fue la educación de nadie la que me hizo así, tal vez ellos me humanizaron un poco, lo suficiente como para poder socializar luego en esta vida que todavía no tengo planeada.
Ella nunca me ha golpeado, pero sus palabras siempre han sido efectivas, lo que encuentro contraproducente ya que tengo facilidad para el insulto tal vez por puro instinto de supervivencia. Muchas veces, cuando niños, usaba en todas sus oraciones “si me muero” y a nosotros se nos rompía algo por dentro porque no creíamos que tal cosa pudiera pasar. Ahora, con su rostro bonachón y cubierto de canas que le tapan esa mirada que todos envidian se limita a decir “cuando muera” con la certeza de que el camino esta llegando a su fin, como si viviendo se le diera fácil la llegada de la muerte, nunca con miedo pero si con prepotencia porque cuando lo haga, cuando nos deje no será tanto el vacío que nos va a tragar a muchos aquí en esta tierra sino todo el espacio que va a llenar en un cielo que ella invoca constantemente con su fe. Lo dice la mayoría de las veces con una frialdad inimaginable, como si la mortalidad estuviera a la vuelta de la esquina y ella llevara esperando ya bastante rato.
Es inflexible porque le toca. Cuando mi hermano era todavía un bebé que no se podía sostener en sus propios pies ella me llevaba a su trabajo. Trabajaba en todas partes. Conocía a todo el mundo. Me tomaba de la mano mientras hacía filas y sacaba documentos y con ese accesorio en su rostro que era arquear sus labios pedía favores y nadie nunca se negaba. En ocasiones la acompañé por carretera pese a todos sus temores a distintas ciudades de las que tengo vagos recuerdos, apenas cómo el clima me hinchaba los pies o me helaba los huesos mientras ella resistía estoica; los centros comerciales en los que vi juguetes que todavía no comprendo, los buses, las flotas, el mar que pude ver a lo lejos de la peor manera posible en Buenaventura, en un puerto que apestaba a orines y pescado y en donde todos los hombres del lugar, en su mayoría negros, descargaban barcos con sus torsos desnudos. Yo me quedé mirando, respirando el pesado ambiente mientras ella hablaba con alguien y en la mano sostenía un sobre de manila con papeles amontonados. Justo hace un año vine a saber que sí había visto el mar, en esa ciudad, en ese puerto y nadie en la inocencia de mi niñez me lo quiso señalar. Ahora, cuando esté frente a ese cuerpo de agua gigantezco y quiera sentirlo en mis pies no será igual de grande.