Hasta hace poco podíamos utilizar las oficinas para almorzar, así que compartíamos este espacio con una cantidad de gente que no conozco, que se ríen de cosas que no entiendo y gritan chistes privados porque esa es su manera de socializar y sentirse bien. En su mayoría mujeres. Otro matriarcado. Otro. Nada de malo en eso. Generalmente se juntaban creando grupos para seguirse contando esas cosas que la gente vive cuando no está trabajando, esa vida a la que le sacan provecho durante unas cuantas horas por la noche para poder llegar a contar aquí: la novela, el reality, el tipo del bus que apestaba, el trancón cansón qué hay en toda Bogotá, cómo llueve, ¿no?, ese frío por la noche, qué con Juanma salimos, qué con Jose (nunca José) hablamos, qué ese idiota de Marcelo o Miguel o Manuel, uno de esos, no hace sino pelear y que así no se puede, no podemos seguir así, todas esas conversaciones que eran el aderezo de los almuerzos que lucían y lucen todavía incoloros, manchas apenas de blanco con amarillo o un rojo pálido que humea en recipientes todos plásticos lo cuales ya no se pueden tener aquí, en la comodidad del claustro porque al doctor Gerente una vez le dio por pasearse por las instalaciones y el olor a comida le llegó y esto no es un restaurante, esto no es una plaza, es una e n t i d a d, aquí se le da brinda atención al usuario, si no se ha muerto, y que así no se puede. Palabras más o menos textuales, todas dichas en todas las oficinas con un genio el hijueputa, con el carácter que lo define porque él habla suave todo para disimular que cualquier cosa le saca la piedra y que nadie más manda aquí, entonces se hace lo que él dice y no se puede protestar.
Desde las doce en punto hasta las dos de la tarde los pasillos se llenan de gente que se pregunta hoy en qué condiciones va a almorzar, muchos pueden escapar pero no todos lo hacen, la gran mayoría nos quedamos casi toda la semana a almorzar aquí. Ahora las conversaciones típicas no giran en torno a qué se hizo el día anterior sino en dónde ubicarse, con quién. Muchos tienen observaciones jocosas y subidas de tono con esto, la risa como remedio infalible pero lejos de ser alguna solución. La cocina es pequeña, apenas cabe la cantidad de gente necesaria para usar los microondas y no se puede quedar uno allí más de diez minutos. Luego el desfile, la gente que busca su lugar en las zonas verdes, otros que caminan tanto que terminan sentándose en cualquier lado para no dejarse del hambre. En últimas todos derrotados siguiendo instrucciones, unas cien almas encartadas con la orden de una sola persona en la más asquerosa forma de subordinación. Pero no hay síntomas de inconformidad, la indiferencia se instala en todos y es como si el problema no viniera de una persona cualquiera sino que tiene la importancia de un mandato divino.
Las distintas carteleras marcan horarios y festividades, indicaciones que se deben cumplir a la letra, nadie piensa siquiera en lo lógico que sería habilitar ese gran salón desocupado en el primer piso, llenarlo con sillas y esos escritorios que se pudren a la luz del sol cerca al área de archivo. La órden fue no almorzar en las oficinas, pero muchos la toman como una invitación a no pensar, a simplemente divagar como alma en pena con comida enfriándose en las manos.
A alguien se le ocurrió almorzar en su carro, prefiere llevar el aroma ese prohibido de paseo todo el día y muchos otros siguieron el ejemplo. Ahora son comedores con ruedas, incómodos, donde no se pueden ver rostros pero se está a salvo de la lluvia, la llovizna que amenaza pero al final de cuentas no cae porque seguro a alguien allá arriba le da pesar. O espera al momento adecuado, quién sabe.
Mientras todos van asumiendo esto como un asunto cotidiano y sin remedio, un problema más que pone a prueba nuestra infinita paciencia yo sigo pensando en nuestra increíble capacidad para el conformismo mientras sigo a alguien que no sé como se llama por las instalaciones de la oficina y espero que no se siente nunca porque esa no es vida para un culo tan hermoso.